Pintura de Hopper
“Quien no ha
gustado del silencio no saborea la palabra”
(R. Panikkar, El silencio de
Buddha)
En este momento en que vivo,
sufro una pena luctuosa tan honda, que me he acordado de aquella tarde de
verano.
Me llamo Ángeles y tenía
entonces catorce años. Había ido con mi madre en tren a casa de mi tía a la
capital. Después de comer, sobre las cuatro, salí a comprarme un helado. Saboreándolo,
bajé lenta por una calle que me llevó a una plaza. Me senté en un banco de
piedra con respaldar, debajo de un árbol. Las ramas cernían el exceso
atmosférico: la luz cegadora, el calor sofocante, la misteriosa calma de la
naturaleza. Y yo allí, en esa burbuja de silencio. Aquella plaza, aquel
parquecito, fue el primer espacio de melancolía y soledad imborrable de mi
memoria. La luz: inspiración; el calor: energía, vida; el silencio: misterio,
magia.
Era una plaza rectangular
y el árbol que me cubría estaba en el centro de uno de los laterales cortos del
rectángulo. En el centro de la plazoleta había una fuente de agua hermosa y
sonora, con una diosa griega sentada en un pedestal. Zonas discontinuas de
césped creaban caminos para pasear. En una esquina, un quiosco, cerrado a esa
hora, donde se intercambiaban tebeos, se compraban chucherías y sobre todo lo
que más me gustaba, frutos secos. Yo tenía, entonces, pasión por los
cacahuetes. ¡Qué tontería, verdad! Rodeaba aquel lugar un conjunto de viviendas
señoriales pintadas de blanco con grandes ventanales y balcones. Los vecinos, distantes, con las persianas
abatidas, disfrutaban de la penumbra y la siesta.
En la explanada de la
plazuela había quince árboles. El que estaba encima mía era un roble muy alto,
de unos veinte metros, y con una copa majestuosa de unos ocho metros de
diámetro. Sus troncos, sus ramas, sus hojas, estaban distribuidas en forma de
cúpula. Me recordó a la Biblioteca Municipal adonde acudía a estudiar, que tenía
una bóveda en su interior. Era una antigua iglesia transformada en centro
bibliotecario. La llamaban “la Capilla Laica”.
En aquel lugar, bajo
aquel árbol, me sentí por primera vez única, un ser desgajado del mundo. La
gravedad del entorno cayó sobre mí. Sentí una extrañeza sorda, leve, continua. Y
una paradoja: estaba a gusto. ¡Pronto, muy pronto, si no ya, dejaría de ser una
niña! Noté que mi mente me hablaba, un silencio parlanchín. ¿Quién
era yo? ¿Qué significaba para el mundo? Una melancolía recorrió mi alma. ¿Podía yo ser algo sin mis padres, sin mis
hermanos? ¿Podría afrontar la vida sintiéndome ya sola? Experimenté un
íntimo temblor. Al tiempo que pensaba, manoteaba con las manos en una equidistancia
entre el mundo y yo, como si quisiera decir algo.
De pequeña, para paliar
la soledad del dormitorio mi padre se inventaba cuentos para mí; para paliar
los miedos de la noche me acompañaba un peluche que me había regalado mi madre,
un conejito al que llamé “Distante”, no sé por qué; con él me comunicaba y él
con sus orejitas me escuchaba.
Ahora, mi alma divagaba
por los vericuetos de la vida. Pero no era yo quien ponía las palabras; las
palabras fluían solas, ellas venían a mí, desordenadas, alborotadas, caóticas,
dominantes. Ideas contradictorias, superpuestas, que se enredaban en una danza
interior. No sabía por dónde empezar. Laberinto sentimental: mar de paradojas.
El helado me había dejado
la boca seca. Las palomas solitarias que a esa hora pululaban por la plazoleta
picoteaban aquí y allá.
Esta tarde lenta de miedo
adentro, las ideas surgían infinitas, en el infinito se desenvolvían; pero yo,
¡yo era muy pequeña, muy poquita cosa! ¿Sería,
acaso, yo tan firme como este roble? Me veía insegura, blanda, manejable. ¿Quién soy yo, además de un cuerpo del que
no estoy descontenta? ¡Si pudiera saberlo de una vez por todas! ¿Me adaptaré
cómodamente a un escenario de adulto?
Ayer fui con mis amigas por primera vez a una discoteca de esas
juveniles que abren por la tarde, a las seis. El ruido era ensordecedor. Las
bases de los ritmos reiterativos: boom, boom, boom. La percusión se imponía a
la melodía, si es que la había. El juego de luces me mareaba. Mis amigas bailaron
sin parar. Risas inagotables se entrecruzaban por la pista de baile; no me
enteraba de qué bromas iban precedidas. ¡Solo ruido, mucho ruido! Yo sentada en
un sofá, me aburría. "¿Acaso soy un bicho
raro? ¿Una joven viejuna? La mayoría de los chicos no me entienden y los demás
no cuentan conmigo”. A punto estuve de quedarme dormida a pesar del
estruendo.
En la placita, las ideas me bullían en la cabeza anhelantes de ser
expresadas, de ser oídas por alguien, pero estaba sola; inquieta por el deseo
de decir algo que no podía decir; se me quedaron dentro, bloqueadas para
siempre. ¿Podría, acaso, la vida
satisfacer mis anhelos? Me defendía bastante bien, pero ¿sería siempre así?
¿Qué sabían los demás de mí? ¿Qué es ser mujer? Yo veía a mi alrededor a todas
las mujeres “más mujeres que yo”.
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“Una “contradictio in terminis””:
Hablar, escribir del silencio.
“El callar”: Se ajusta al
gesto medido, a la expresión contenida, a una cierta mímica facial, al arte de
la parquedad… Cuando el hombre calla se auxilia de su fisonomía, su actitud, su
compostura, su mirada; es la gramática del cuerpo. Se instala en la perplejidad
y la paciencia.
“El silencio y el
lenguaje”: El silencio hace hablar al lenguaje y en el lenguaje se expresa el
silencio. En ambos casos, lo que realmente importa es la intensidad de lo que
se dice o se calla.
“El ars meditandi”: Exige una lucha contra la distracción, una
concentración de la atención. El silencio ayuda a detener el pensamiento, a
suspender el tiempo, a acoger nuevas perspectivas, a olvidarse de uno mismo, a
anticipar la quietud de la tumba. Los bosques son una catedral vegetal del
silencio y la meditación.
“La poesía”: Constante
búsqueda de un lenguaje tan absoluto que pueda identificarse con el silencio
mismo. “Enamorado del silencio, al poeta
no le queda más recurso que hablar” (Octavio Paz).
“Pecho sin secreto es
carta abierta”: Fue Aristóteles el que dijo que uno es esclavo de sus palabras
y dueño de sus silencios. Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero
nunca jamás de haberme callado. El hombre nunca se posee del todo más que en el
silencio.
“Persona palabrera no es
verdadera”: Porque, en ocasiones, es la palabra, más que el ruido, la que
obstruye el silencio. El locuaz impenitente huye del vacío constitutivo de toda
alma. No respira, no da la adecuada pausa a su melodía interna. Ignora la
reciprocidad que alimenta la conversación. El “autista parlanchín” solo se oye
a sí mismo; es un hombre que vive en la superficie, cómodo con cualquier programa
cibernético infinito.
“Seguir hablando”:
Logomaquia: Discusión en la que se atiende a las palabras y no al fondo de los
asuntos. El hombre interesante es diligente en el escuchar y tardío en el
hablar. Si solo dijéramos cosas útiles, se haría un gran silencio en el mundo.
¿Qué ocurriría si las voces de los hombres se apagaran para siempre?
“Toda palabra es una duda,
todo
silencio es otra duda.
Sin
embargo,
el
enlace de ambas
nos
permite respirar”.
(Roberto Juarroz)
“Si
alguien ama mucho, habla poco”
(Historia del silencio,
Alain Corbain)
Publicado en La Voz del Sur
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