“Homeless”, obra de
Thomas Benjamin Kennington
“El aire está lleno de
nuestros gritos. Pero la costumbre ensordece”
Esperando a Godot, Samuel
Beckett
La imagen edulcorada de la sociedad de consumo en Occidente.
La realidad: Sufrimiento y dolor. Vayan algunos hechos reales a escala
planetaria: pobreza; hambre y desnutrición; paro; privación de agua potable;
viviendas infrahumanas o, incluso, sin ellas; enfermedades; analfabetismo;
ausencia de conexión a internet; tráfico de seres humanos; guerras; exilios;
terrorismo; suicidios; locura; desarraigo… Después de esto, ¿acaso no sería
posible hablar de una crueldad globalizada? ¿De una globalización de la
indiferencia?
Pero
el sufrimiento no es algo que se
asocia únicamente al contexto en que vivimos o a personas desahuciadas tiradas
en medio de la calle, sino que es algo
inherente, constitutivo, de la persona humana. ¿Qué la vida es un bien? Es
difícil afirmarlo taxativamente. Esta idea forma parte del engaño, del triple
engaño: la vida es buena, la vida es bella, la vida es real. Tres ideas
platónicas, tres ideas sobre las que se ha construido la teología de los
últimos dos mil años.
Para
reflexionar sobre el sufrimiento y una ética de la compasión seguiré un enfoque exclusivamente antropológico,
El pensador que, a mi modo de ver, ha tratado con profundidad el sufrimiento ha
sido Schopenhauer.
“El
dolor es consustancial a la vida”. “Toda vida no es sino padecer”. “Vivir es
sufrir”. Estas tres frases podrían resumir perfectamente la antropología de Schopenhauer. El hombre es un homo patiens, un ser doliente. Veamos cómo lo argumenta. Según él,
en el hombre hay dos elementos:
La
carencia, la necesidad: somos seres menesterosos, indigentes, vulnerables. Lo
expresa con claridad Rousseau en el Emilio
o de la educación: “Nacemos débiles, necesitamos fuerzas; nacemos
desprovistos de todo, necesitamos asistencia; nacemos estúpidos, necesitamos
juicio”.
Y
de la carencia nace el otro elemento, el deseo:
impulso, energía, aspiración vital; voluntad de vivir, de sobrevivir, de seguir
existiendo. Somos “seres en falta”,
anhelamos lo que no somos, lo que no tenemos.
Pero
el deseo no se conforma con pequeñas cosas, lo quiere todo, es infinito. Por
ello, precisamente, el dolor es inevitable. Esta es la causa decisiva en el
sufrimiento de los seres humanos: transitar entre la carencia, la necesidad; y
el deseo, el anhelo.
Pero
advierte Schopenhauer que tan pronto como la necesidad y la carencia conceden
una tregua al hombre, es decir, el sufrimiento disminuye, comparece el
aburrimiento y se hacen necesarias las diversiones; cuando la existencia está
asegurada, el hombre no sabe qué hacer con ella; y surge la tendencia a
liberarse de la existencia y hacerla imperceptible, “matar el tiempo”, esto es,
escapar del aburrimiento. Los momentos “felices” de la vida humana son aquellos
que vivimos sin sentir la existencia, son aquellos en los que la existencia se
hace imperceptible. Sentir la existencia es siempre sinónimo de sentirla como
una carga, como el peso del mundo. Por esto, dirá Schopenhauer, que la vida es
un estar arrojado entre el dolor y el aburrimiento.
En
definitiva, no puede haber ni satisfacción ni felicidad duraderas. Todo goce es
efímero. Como ser deseante y doliente, todo alivio que se genera, o bien
produce un nuevo dolor o bien produce aburrimiento. En este contexto, es donde
adquiere sentido una ética de la compasión para afrontar el sufrimiento
individual y colectivo. Veamos.
La
compasión no es empatía
La compasión (cum-passio) -la
capacidad de compartir el padecimiento ajeno- no precisa de ninguna doctrina,
no atiende a preceptos ni se rige por código alguno. La compasión es un
movimiento del ánimo que nos guía hacia aquello que en el otro reconocemos como
propio; se desenvuelve en el perímetro de la debilidad, la fragilidad, la
flaqueza, la capacidad de errar y de desesperar.
La empatía, según la RAE, “es una capacidad de
identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Solo los sentimientos.
Por eso, deriva en lástima y la lástima implica pasividad. La
persona que siente lástima manifiesta un sentimiento pasivo o, lo que es lo
mismo, expresa tristeza pero ausencia de acción.
Lo
que diferencia a la compasión de la empatía es que la compasión tiene la
motivación de aliviar el sufrimiento, es decir, no sólo se trata de estar con
el otro en su sentir, sino de llevar a la acción el propósito de liberarlo.
A
mi modo de ver, la compasión tiene tres elementos: Es un sentimiento (proximidad emocional): el deseo de que los demás estén libres de sufrimientos; es un razonamiento (proximidad física): que surge
de la constatación de que todos los seres humanos somos iguales. No somos compasivos
porque sepamos qué es el “bien” sino porque hemos vivido y hemos experimentado
el mal: el hambre, el aburrimiento, el vacío, el sinsentido; es una acción (proximidad responsable): no se
trata de padecer “por”, sino de padecer “con”, “juntos”, “en el camino”. La compasión significa inmersión total en la condición
del ser humano.
La
compasión no es caridad
Compasión
no es ¡Ay, pobre! ¡Qué penita me da!, como si el que lo dice fuera más capaz o
superior al otro. A diferencia de la caridad, la compasión emerge en el ánimo
ecuánime, justo.
La
caridad deriva en limosna; pero la caridad sin justicia no se puede llamar
caridad, y una justicia que no se abre al amor no es completa. La caridad se
ciñe al círculo de “lo económico”. Es una piedad que se ejerce desde “lo alto”.
El caritativo no se pone ni en el lugar del otro ni junto a él, sino frente y
por encima de él. Paradójicamente, por tanto, ser caritativo no reduce el poder
sino todo lo contrario, lo acrecienta. Desde las alturas de su condición, y
como un acto de suprema afirmación de su propio yo, perdona al doliente, le
concede la gracia, pero no lo hace por él, por el que sufre, ni por su familia,
ni por sus amigos, ni por el mundo.
Los
reyes, históricamente, pueden ser crueles; algunos empresarios pueden ser
crueles; y, sin embargo, su crueldad no les impide ser piadoso, incluso
caritativos. Al contrario. Precisamente porque tienen “poder” pueden serlo. La
acción piadosa es una acción reservada al poderoso.
No
puedo dejar de mencionar aquí una obra de Benito Pérez Galdós que viene al caso
y que me impactó profundamente en lo humano y en lo literario: “Misericordia”. Seré breve y sintético.
Benigna, la protagonista, aunque vive en un contexto histórico eclesial (se
publicó en 1897) que lo impregna todo, en mi opinión, no necesita de un
fundamento religioso; atiende espontáneamente, amorosamente, a todo el que lo
necesita. Sin límites morales, como cuando se salta los intereses y la
moralidad de doña Paca, su señora, para ayudar al moro Mordejai y a tantos
menesterosos. Galdós rechaza el sentimiento de la lástima y condena la caridad
cristiana como transacción mercantilista; denuncia la desigualdad social.
Benigna actúa por amor, un amor inherente a su persona.
Algunos
rasgos de la compasión
Mirar a los ojos,
verle, trato horizontal; tratar al hermano como hermano; todos los hombres son
mis hermanos. “En cada hombre hay algo sagrado”, dice Simone Weil. La misma
idea subyace en “El hombre y lo divino” de María Zambrano.
La mujer compasiva, el hombre compasivo lo es porque
ha sufrido mucho; y se ha desenvuelto entre la resignación y la rebeldía. No se
ha dejado ahogar del todo y por eso ha podido dar aire a sus hijos, a sus
hermanos. Y no guarda rencor. Se ríe bobamente, como si el sufrimiento no fuera
con ella o con él.
El verdadero amigo no elimina nuestro sufrimiento, pero nos
ayuda a soportarlo; nos da acogida, hospitalidad, acompañamiento; Nos consuela
con su presencia, sus palabras y sus silencios. Es compasivo el
hombre, la mujer, que sabe guardar un secreto que alguien le confía. La mujer,
el hombre compasivo no hurga en la intimidad del otro ni se aprovecha de lo que
sabe para destruirlo. El hombre compasivo es respetuoso.
El hombre compasivo anima al «homo patiens», al hombre doliente, a que se distraiga para reducir
su dolor; si puede lo distrae.
Una ética de la compasión se apoya en la
convicción de que el azar, la casualidad, el hundimiento de proyectos,
intervienen en la configuración de la experiencia de manera ineludible. ¡Vidas
que se destrozan sin saber cómo! Pero, además, uno no elige en qué familia
nace, ni en qué barrio; ni elige su orientación sexual; ni su origen étnico; ni
el color de la piel; ni las discapacidades. Las casualidades están en la
primera línea de todas nuestras decisiones diarias.
Un ser humano para seguir siendo «humano»
necesita estar abierto, que no complaciente, a la posibilidad de lo inhumano. Lo
humano solo podemos vivirlo si somos capaces de entrever lo inhumano de cada
situación, el sufrimiento, el verdadero rostro del que tenemos enfrente. Ese
rostro que los medios de comunicación y las redes sociales tantas veces nos
enmascaran.
La ética es una «respuesta» que nace de la inquietud por la
suerte del otro. Nadie se vuelve moral por buena voluntad al estilo
rousseauniano, ni por haber decidido universalizar la máxima de sus acciones al
estilo kantiano, sino por «responder» al encuentro con el otro, porque el otro
me interpela de una manera imprevista, improvisada, en una relación singular e
irrepetible, en una heteronomía originaria.
La compasión es la forma genuina de la desapropiación; no
pretende apropiarse del otro imponiéndole unos comportamientos morales: normas,
principios, deberes, conductas; solo pretende ofrecer hospitalidad, acogimiento.
La compasión es una ética de los afectos, de la fragilidad, de la
vulnerabilidad, y que trata de dar una respuesta, aunque uno no sepa bien si se
ha actuado correctamente. Porque en una ética de la compasión, en algún
sentido, no se puede tener la conciencia tranquila.
No hay respuesta ética solo porque cumplamos correctamente
las normas, los deberes; también cuando somos capaces de transgredir el orden
normativo: el orden moral, jurídico y político, por ser compasivo.
Compasión
es, cuando ante un error, un fallo o una falsa concepción de la vida en el
otro, si no podemos hacer otra cosa, mantenemos un silencioso respeto. ¡Ya lo pagará! Ningún hombre merece un mal destino. Por
mucho mal que haya hecho, no se merece un mal añadido. Bastante tiene con la
mala conciencia de no haber hecho el bien. Hay compasión en las palabras hirientes
que no se dicen.
Es un acto cruel delatar al compañero que ha realizado
una supuesta mala acción. Es un acto compasivo disimular las carencias del
otro, su ignorancia, sus dificultades de expresión; no destapar los defectos,
los límites del otro. El acto compasivo es silencioso.
Porque
hay problemas, situaciones que no se resuelven hablando, practicando una
lógica; lo único que podemos hacer es acompañar a la persona. ¿Cómo acompañar a los que sufren por los que no están?
La mujer compasiva, el
hombre compasivo es ecuánime: no distingue entre «los míos» y «los otros»; los
míos, sí, los más cercanos; los otros, no son extraños para la persona
compasiva, son hermanos. Todos merecen el mismo respeto, la misma ternura. Es
imprescindible eliminar toda parcialidad. La compasión genuina es incondicional
y gratuita.
Solo es compasivo el que tiene un trato singular con
el otro; va más allá de etiquetas; distingue entre las ideologías y la persona.
Adapta su estilo y su gesto al rostro y al momento del otro.
La compasión perdona, no pide venganza, no castiga; la
compasión pide perdón, reconoce errores, humilla aceptando el valor del otro.
Significa no guardar rencores, odios, en la memoria. Hacer «borrón y cuenta
nueva», «pasar página»; porque si no la vida se hace insoportable.
Compasiva es la persona que respeta sin juzgar y, más aún,
sin prejuzgar. Juzgar es
diferenciar. Crear diferencias. Dividir. Donde hay diferencias hay encuentros y
desencuentros. La rueda del dolor puesta en movimiento. El hombre compasivo elimina las diferencias; sabe
contemplar lo que somos más allá de las diferencias.
“Porque en un principio no fue el canto de los
ángeles ni la luz divina, no. En un principio fue el grito. Y el hambre” (La
compasión difícil, Chantal Maillard).
Publicado en La Voz del Sur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario