Es un tiempo pasado. O tal vez no. Cuando Monje Severo
Santo se colocó en el Ayuntamiento, en la década de los setenta del siglo
pasado, rondaba la treintena. Su padre, capataz de una bodega, habló con el señorito,
con el cacique, que así se decía, para que lo colocara. El empresario que gozaba
de un poder casi hereditario, valiéndose de su influencia y del mutuo interés y
lealtad con que se relacionaba con el alcalde, consiguió que éste lo colocara
de administrativo, saltándose los protocolos legales de una ya incipiente
democracia.
La intervención del señorito y la decisión del alcalde
le hicieron sentirse como un privilegiado, como un ser especial. En su
imaginación, se veía ascendiendo socialmente como un globo que se hincha y se expande,
con riesgo de destrucción.
Fue engordando sin prisa, pero sin pausa hasta
adquirir un rasgo mofletudo que ya no desaparecería de su rostro. Como no era
muy alto, caminaba siempre con el cuello estirado como un pavo real, como
queriendo que la coronilla rozara el cielo. El pelo engominado se deslizaba en
bucles por su cuello. El pecho insuflado
y turgente. Los brazos a lo John Wayne cayéndole por los costados.
Deseaba ser el primero, el único. Se sentía “más” que
los demás, un ser semidivino; para no ser vulgar, para diferenciarse de los
demás, a modo aristocrático, en la firma de sus documentos, intercaló dos
preposiciones entre sus apellidos, de manera que pasó a llamarse Monje de
Severo y Santo. Trataba de sobresalir, distinguirse, descollar; de ser el
perejil de todas las salsas.
Frecuentaba todos los actos culturales de la ciudad y
se arrimaba cada vez que podía a los concejales. Era tan engreído que consideraba
que el concejal de su área le debía muchos favores. Incluso que podía
sustituirlo cuando fuera necesario, por ejemplo, en caso de enfermedad. Con sus
amistades se refería a “mi abogado” cuando se trataba del letrado propio del
Ayuntamiento. Trataba de buscar el figureo, el protagonismo, a toda costa: adulando
a los jefes o tapando sus errores o injusticias para trepar; entonces, le
decían: “¡Has estado brillante,
llevas el triunfo marcado en la frente!”; copiaba palabras y expresiones
de las personas destacadas; monopolizaba los temas en las conversaciones; usaba
los nombres de las autoridades y los ricos de la ciudad, a los que afirmaba
tratar con frecuencia, para darse “caché”; si gobernaba la derecha él había
sido falangista y ahora era demócrata cristiano, si gobernaba la izquierda era
sindicalista y socialista; entre los grandes, encontraba un agradable regusto
en criticar los defectos de la masa. Se enfurecía cuando no tenía más remedio
que relacionarse con un “pringao”, aunque fuera un compañero. Entonces, ponía
los ojos en blanco, levantaba ligeramente el labio superior y se expresaba con
un tono de voz sarcástico, haciendo como si esa persona no existiese. Porque
pensaba que el éxito, la gloria, son muy chicos para albergarnos a todos, y que
cuantos más se acercasen a la fama, a menos nos ha de tocar a cada uno.
Su voz era segura e imperativa; su lenguaje pedante y
vanidoso. Cambiaba su modo de hablar: “Pichi, Pichi”. Se volvía finolis y
engolado cuando necesitaba presumir. La voz le salía artificial de la garganta,
con una resonancia gutural impostada, no natural. Se afanaba en no ser
sencillo. Utilizaba cultismos que, a veces, no tenía ni puñetera idea de lo que
significaban, e incluso, términos en inglés mal pronunciados. Muchas veces
soltaba una perorata que no decía nada. En sus conversaciones ni siquiera
miraba a su interlocutor, le hablaba para que no se enterara de nada. Utilizaba
un lenguaje oscuro; y si le preguntaban volvía a repetirlo exactamente igual.
Acaso porque no tenía las ideas claras de lo que quería decir. Se sentía cómodo
comprobando que no le entendían. Por último, para redondear su cursilería, rizaba
el rizo citando a don Quijote en el consejo que le dio a Sancho para el
gobierno de su ínsula: “Habla con reposo, pero no de manera que parezca que te
escuchas a ti mismo, que toda afectación es mala”.
________
Hasta aquí la breve historia y algunos rasgos de este
personaje ficticio, en la que se insinúan algunos rasgos del delirio de
omnipotencia que se manifiesta de tres formas: la soberbia, el orgullo y la
vanidad.
La soberbia consiste en estimarse muy por encima de lo
que uno vale, en concederse más méritos de los que uno tiene. El soberbio menciona
y resalta de forma constante sus logros. Se da en alguien que tiene una cierta
superioridad en alguna faceta de la vida, por ejemplo, en la cara dura. Es una
actitud que consiste en adorarse a sí mismo y sus notas habituales son la prepotencia,
la presunción y la jactancia. El soberbio no necesita del halago de los demás,
valorándose a sí mismo de forma clara y rotunda, despreciando a los demás con
un tono despectivo. La inteligencia narcisista hace un juicio deformado de sí
mismo en positivo, haciéndole sentirse el centro de todo. Es frío
en el trato tendiendo a humillar a los otros. A veces, es tan mordaz e
insolente que provoca el rechazo frontal de su interlocutor.
Acaso merezca la pena recordar las dos primeras
acepciones de “soberbia” en el Diccionario de la RAE: 1. Altivez y apetito
desordenado de ser preferido a otros. 2. Satisfacción y envanecimiento por la
contemplación de las propias prendas con menosprecio de los demás. Sin embargo,
este término admite también una connotación positiva que permite calificar a un
acto de ¡soberbio, genial, óptimo, de bella factura! Es lícito que un individuo
tenga una buena opinión de sí mismo, pero sin traspasar el límite entre la
autoestima y la soberbia.
El soberbio a veces tiene momentos de orgullo y otras
veces de vanidad. El orgullo es más emocional. Es una alta opinión de uno mismo mediante la cual la
persona se presenta con una superioridad y un aire de cierta grandeza. Puede
ser lícito y hasta respetable. El orgullo de ser un buen profesional, un buen
padre, un excelente poeta... Todo esto está dentro de unos límites normales.
Puede encuadrarse en el reconocimiento a una labor bien hecha.
El diccionario de la Rae hace una distinción interesante
entre las distintas acepciones. La primera y la tercera lo definen:
“Sentimiento de satisfacción por los logros, capacidades o méritos propios o
por algo en lo que una persona se siente concernida. Amor propio, autoestima. Y
la segunda afirma: Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que suele
conllevar sentimiento de superioridad. En esta diferencia de sentido está la
ruptura entre un orgullo positivo, necesario, y un orgullo impregnado de
soberbia. Como veremos más adelante, el primer sentido es absolutamente
imprescindible para no decaer en la mediocridad o el aburrimiento.
En la vanidad la estimación procede de fuera y crece con el
elogio, la adulación, el halago, la coba, que valora alguna faceta externa de
la conducta. El vanidoso busca que lo aplaudan, lo consideren, lo admiren, lo
estimen, lo aprueben, lo reconozcan, lo alaben, lo honren, para verificar que
el mundo responde a su presencia. Cuando le expresan cariño recupera la
confianza. Proviene de una
inseguridad interior y se asienta en la capacidad de leer e interpretar las
emociones de los demás. También en las estrategias de seducción.
El vanidoso es fácil de dominar, basta con halagarlo o
dejarlo hablar mientras él mismo se engrandece. No soporta la incertidumbre ni
la soledad; se hunde en la dependencia.
Hoy día vivimos en la cultura del “yoísmo” (YO, ME.
MÍ, CONMIGO), el egocentrismo, el culto al cuerpo y la imagen, la necesidad de
poseer cosas, de tener una mejor vivienda, un mejor coche, una mejor ropa. La
llegada de las nuevas tecnologías tiene mucho que ver. Vivimos en un mundo
donde solo importa cuántos seguidores tienes en Facebook, cuántos likes recibes
cada día…
El soberbio se manifiesta con unas características
propias: Muestra de sí mismo lo que considera valioso, exagera
sus cualidades, pone toda su seguridad en ellas; tiene envidia o se cree
envidiado, y tiene una fantasía de éxito ilimitado; piensa que no necesita a
nadie, que puede hacer su vida solo; suele poseer una personalidad encantadora
en el inicio de cualquier relación; irradia carisma y simpatía; sin embargo, la
falta de empatía es otro de sus rasgos; solo están pendientes de ellos mismos y
rara vez se preguntan cómo se puede sentir la otra persona; acaparan las
conversaciones; no admiten otros puntos de vista y les cuesta respetar las
opiniones de los demás, llegando incluso al insulto; no tolera a las otras personas
que no sean como él; no admite sus propios errores y tiene dificultades para
aceptar las críticas sobre su comportamiento; en el trabajo a veces hay miedo a
hablar con esa persona, los compañeros huyen de su contacto porque no soportan
la impostura, la falsedad, el engaño, la hipocresía; una relación de calidad es
casi imposible porque va buscando sumisión, acatamiento y pleitesía por la otra
parte; pero, ¡ojo, atención!, la soberbia puede proceder en muchas ocasiones de
un sentimiento de inferioridad no superado. Y, en todo caso, es útil recordar
aquel dicho que afirma: “Presumir de hidalguía con la bolsa vacía es pura
tontería”.
El soberbio intenta fulminar de distintas formas con
sus desprecios: considerando inferior a los otros lo que implica una valoración
que raya en la falta de respeto o en la indiferencia; utiliza expresiones
estúpidas, sin sentido, para acabar con la autoestima del otro; el soberbio
presenta aires de suficiencia y menosprecio hacia otras razas, o también con generalizaciones
del tipo “todos los gallegos son incultos, todos los andaluces son vagos…”; o
como la soberbia colectiva de Occidente, de los políticos y de los ciudadanos,
ante la muerte masiva de los inmigrantes en el Mediterráneo; a veces, dicen una
imbecilidad, o muchas, para no aceptar en política los resultados de unas
elecciones democráticas limpias; se expresa con estereotipos y prejuicios;
quienes desprecian tienen un perfil rígido, emocionalmente inmaduro; son
personas que han desarrollado una baja tolerancia a la frustración, y suelen
caer fácilmente en la ira.
En las vigas del techo de su Torre tenía Montaigne
(1533-1592) escritas consignas que le inspiraban para vivir. Una de ellas era
de Plinio el Viejo, que falleció en el año 79 después de Cristo y dice: “Nada
es a la vez más miserable y a la vez más orgulloso que el hombre”. O también
otra del comediógrafo griego Menandro (342-291 a.C.) que afirma: “Eso de lo que
estás tan orgulloso, la imagen que tienes de ti mismo, eso es lo que te
perderá”.
En la misma línea crítica se manifiesta Francisco de
Quevedo, en su “Virtud militante” cuando asevera: “Ruin arquitecto es la
soberbia; los cimientos pone en lo alto y las tejas en los cimientos”.
Así pues, estos dos últimos párrafos muestran la
dimensión negativa del orgullo cuando se extralimita, cuando supera los límites
de la realidad. Ahora bien, como se ha indicado en las definiciones de la RAE
hay una dimensión positiva del orgullo cuando se refiere al amor propio, a la
autoestima, al aprecio que se tiene uno mismo, a la confianza. Porque la soberbia no se puede solucionar con
una transformación de la personalidad, sino estableciendo un criterio para fortalecer
y, a la vez, delimitar el propio carácter.
En esta línea positiva se manifiesta Miguel de
Unamuno, en “Sobre la soberbia”, cuando hace una reflexión sobre la falsa
espiritualidad, sobre la falsa humildad, y afirma: “… cuando su soberbia pasa de contemplativa a activa, entonces pierde su
ponzoña, y hasta puede llegar a ser, y de hecho llega a ser muchas veces, una
verdadera virtud, y virtud en el sentido más primitivo, en el etimológico de la
palabra virtus, valor. Soberbia cuyos fundamentos se ponen al toque de ensayo y
comprobación de los demás, deja de ser algo malo. La soberbia contemplativa es
la que envenena el alma y la paraliza. La activa, no…”.
Por último, dos a modo de aforismos, entresacados del “Juan
de Mairena” del maestro Antonio Machado: “Por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de
ser hombre”. O también: “Nunca perdáis contacto con el suelo; porque solo así
tendréis una idea aproximada de vuestra estatura”.
Publicado en La Voz del Sur.
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