Dice
el refranero español: “El pajar viejo, cuando se enciende, malo es de apagar”. Pero para encenderlo hace falta leña.
Les
contaré una historia que acaso tenga que ver con esto.
Llevaban
varios sábados coincidiendo en aquel pequeño tabanco repleto de clientes.
Habían intercambiado miradas de reconocimiento y curiosidad. Ella, María del
Pilar, estaba sentada con unas amigas en torno a una mesa redonda y bajita, de
color verde con florecillas rojas y blancas. Él, Hipólito, para los amigos
Polito, apontocado en la barra, tomaba
una copa de vino con un amigo mientras hablaba con el propietario del bar.
Eran
las dos y cuarto de la tarde de un sábado de Septiembre cuando ella se levantó
lenta pero decidida a pedir unas cañas, y se colocó justo al lado de él. En el
barullo de la barra recibió un ligero empujón que hizo que rozara el costado de
su cuerpo con el pecho de él. Polito interpretó aquel contacto inesperado como
una llamada. Se serenó un momento y, después, más por bravuconear delante del
amigo que por otra cosa, le dijo: “Olé, la mujer más guapa del bar”. Ella
volvió la cabeza y, mirándolo, se sonrió. Para él el atractivo de las mujeres
no era sentimental ni sexual, era sobretodo un asunto de subsistencia. Tenía
una filosofía pragmática, utilitarista.
Ambos
compartían el hecho de ser uno de los ocho millones y medio de singles, individuos que vivían solos en
una vivienda. Tenían distintos motivos: Él era un solterón picaflor, ella una divorciada con mucha dignidad. Ambos
tenían el corazón abierto a nuevas amistades.
Polito,
canijo y retaco, parecía un figurín elegantemente vestido. Pantalones blancos
de pinza, camisa rosa palo con las mangas recogidas en el antebrazo, zapatos
castellanos de color marrón. Se asemejaba a un junco, por su extrema delgadez y
su corta estatura. Y, aunque se acercaba ya a la edad de la sazón y de la
prudencia, aún conservaba cierta juventud que podía observarse en la sonrisa
picarona de su cara.
Era
su manera fraudulenta de presentarse en público. Su vida privada era otro
cantar. Más pobre que las ratas ocupaba, accidentalmente, un cuartito prefabricado
de madera adjunto a un chalet en un barrio residencial de la ciudad. Un abogado
holandés le había cedido el cuartucho a cambio de que vigilara su vivienda.
Su
ocupación habitual, además de ésta, era la de caminante: daba vueltas y vueltas
como el tiovivo de una feria a ver qué caía. Y no era torpe para buscarse la
vida en el chapú erótico, pues tenía mucha simpatía, y mucha labia, y sabía detectar
con pericia de ingeniero los corazones solitarios. Su lema era: “Pájaro que
vuela a la cazuela”.
Pilar
era otra cosa. Jefa de Sección de una oficina de Hacienda, llevaba una vida
cómoda y desahogada. Con piso propio,
pasaba las tardes con un horario regular, leyendo bestsellers o alguna revista
del corazón, para después reunirse con sus amigas en un bar de la zona.
Se
acercaba al sexagésimo cumpleaños, aunque aún latía en ella el deseo de
recuperar su esplendor. Más puritana que libertina, mantenía a estas alturas
cierto pudor emocional, que no físico. Hacía tiempo que había abandonado su
tendencia natural a vigilar el orden y la moralidad.
No
volvieron a verse en dos o tres semanas. Mas, un día, por azar, coincidieron en
una de esas franquicias de ropa que hay en todas las ciudades. La coincidencia
fue puramente casual: dos historias distintas llevaban a aquellas personas al
mismo lugar.
Polito
andaba huroneando con la seguridad de que no compraría nada en el establecimiento
comercial que había sido un antiguo palacio, hoy rehabilitado.
Ella
iba vestida con una prenda azul de algodón, con volantes y flecos, y unas
sandalias de cuero de tacón bajo, tintadas en cobalto. Con el pelo rizado y
negro iba sencilla pero elegante.
Él
la vio primero y sintió un gozo repentino. Se acercó, la saludó y le preguntó
cómo le iba. A lo que Pilar respondió:
- Bien,
con estos calores buscando ropita fresca.
Él,
perspicaz como un lince, le pidió asesoramiento para comprarse una camisa. Ella
le dijo con sorna:
- ¿De
la talla grande o infantil?
Lo
dijo sin maldad, tal como le salió del alma.
Él,
confundido, se sobrepuso con una risita un tanto ridícula y se dijo para sus
adentros: “Para mí que por este camino no vamos bien” y le señaló un perchero.
Ella fue enseñándole las que le parecían más bonitas y él simulando una
elección imaginaria sabedor de que al final no quedaría en nada.
O
tal vez sí, porque se citaron el viernes de la semana entrante para salir y se
despidieron.
Nada
más salir de la tienda él empezó a hacer su previsión económica. La cita
supondría, al menos, una cenita y alguna copa, una cierta disponibilidad
económica. Y no tenía ni un euro. Comenzó a inquietarse, pero estaba seguro por
experiencia que encontraría una solución. Era lunes y aún le quedaban algunos
días.
Barajó
varias alternativas: pedir dinero a un amigo, entrar en la casa del holandés
por si había distraído algunos eurillos, vender un anillo de oro de su abuelo… El
miércoles por la mañana, después de dar muchas vueltas a su caletre, a las
diez, entró en una iglesia del centro de la ciudad, a cuya cofradía pertenecía,
y se sentó en actitud de meditación reconociéndose como un creyente agnóstico,
por este orden. Pero es verdad, se decía a continuación, últimamente soy más
agnóstico que creyente. Balbuceó: “En fin, Señor, perdóname, pero yo también
soy pobre”. Y se sintió liberado de sus culpas.
Oteó
el ambiente sombrío del lugar, más que por razones estéticas, para asegurarse
de que no había nadie y miró el cepillo de las limosnas. Sacó su móvil y, desde
el lugar en el que se encontraba, le sacó una foto. Era una hucha de madera de
veinte por quince centímetros. Pero viendo que no era el ángulo adecuado, se
levantó y buscó dónde estaba la cerradura de la arquilla y enfocó con cuidado
para captar lo mejor posible la forma de la llave, tratando de reflejar su
tamaño real.
Una
vez en su cuarto, añadido, como ya se ha dicho, a la vivienda del holandés, se
puso a estudiar la forma y el tamaño de la llave. Observando las fotos, supuso
que era una llave corta, de unos dos centímetros y medio, de tubo, sin acanaladuras y con una única
paleta que estaría exenta de muescas, o, en todo caso, con un par de dientes.
Con
esta idea se fue a una tienda de antigüedades buscando la llave maestra. Saludó
atentamente al dependiente panzudo y coloradote que regía el local y se puso a
mirar detenidamente un mural de madera claveteado con infinidad de llaves. Seleccionó
cinco, acordó con el anticuario un precio barato y se marchó.
El
jueves, después de la eucaristía, cuando la iglesia se quedó vacía, comenzó la
operación. Probó una, dos, tres llaves y a la cuarta la cerradura cedió. Abrió
la arquilla y con la velocidad del rayo guardó los cuartos en una bolsa de
plástico que le habían vendido por veinte céntimos en una gran tienda de
alimentación.
Cuando
llegó a su cubículo, de tres al cuarto, volcó en el colchón todos los
emolumentos de su trabajo, casi todo en calderilla, e hizo montoncitos por
distintas clases de monedas, reuniendo en total cincuenta y seis euros, y
treinta y cinco céntimos. Como disponía de treinta y dos euros de anteriores
sablazos consideró que estaba a salvo su honor, sus intereses y su cita.
El
viernes por la noche se puso su mejor ropa que no era sino la misma y acudió a
la cita. Ella iba con un vestido rojo y con el alma encendida de alegría.
Dicharachera y cercana. La cena y las posteriores copas transcurrieron
contándose las cosas de sus vidas que se podían contar, en un tono amable y
empático. Polito dijo que era óptico optometrista cuando en realidad lo único
que había hecho era vender gafas con una maleta cuadrada por los bares de sus
amigos. Ella le habló de su perra Lula, de pedigrí, que le daba mucha compañía.
Entre sonrisas él se atrevía a acariciar el dorso de los antebrazos, caricias
que eran bien recibidas por Pilar. De manera que ella lo invitó a cenar en su
casa el domingo a las nueve de la noche.
Aunque
dicen los expertos en protocolo, no sé por qué, que si te invitan a una casa no
está bien llevar una botella de vino, lo cierto es que Polito se coló con una,
la más barata del mercado, 0´99 euros, de etiqueta “Fidelidad”. Pilar no lo
conocía, a pesar de ser buena catadora, pero lo acogió con gusto para acompañar
al solomillo de cerdo con reducción de Pedro Ximénez y verduras a la plancha
que ella había preparado. La conversación se centró en las bondades de la
ciudad: sus monumentos, la amabilidad de sus vecinos, el buen tiempo casi todo
el año, incluso, aunque era mentira, en la limpieza de sus calles.
Con
la combinación del solomillo y el Fidelidad a Polito se le escapó un eructo
como la erupción de un volcán. Pidió disculpas y se justificó diciendo que
entre los esquimales eructar no es de persona maleducada; que cuando el
anfitrión eructa y muestra su satisfacción, da vía libre al resto para
corresponderle de igual manera con eructos. Lo cierto es que, en este caso, la
anfitriona no eructó; se quedó boquiabierta haciendo una mueca de desagrado que
él no percibió.
Cuando
acabaron la primera botella Pilar sacó un Burdeos. Y continuaron hablando esta
vez de personajes de la ciudad conocidos por ambos. Aunque el pueblo era denso
en población, permanecía una cierta culturilla de chismorreo vecinal que daba
mucho de sí. Pero se cuidaban muy mucho de criticar a las personas que percibían
muy cercana del otro por aquello de no crear mal rollo.
Después
del postre, una tarta casera de chocolate y galletas, saborearon un orujo de
Galicia riquísimo. En ese momento, él encendió un Farias que dejó un olor
nauseabundo en la casa pulcra y aséptica de Pilar, que reprimió en ese momento
la ira que la dominaba.
Y,
después de recoger la mesa, acabaron sentados en el sofá tomando un ron Flor de
Caña Centenario 18 con Doble Zero que ella había comprado para la ocasión. En
ese momento, Pilar, generosa hasta el extremo, sacó una bolsa y se la entregó.
Era una camisa de lino, de manga larga y cuello americano. Polito pensó para sí
“por este camino vamos bien”, pero dijo: “¡Qué detallista eres, muchas gracias,
me gusta mucho, no hacía falta!”
El
ron estaba tan bueno, que Hipólito no paraba. Ella tampoco aunque tenía que
trabajar a la mañana siguiente. Por fin, sobre las tres de la madrugada pasaron
a la alcoba.
Por
la mañana, a las siete y media, Pilar se levantó con un intenso dolor de cabeza,
diciendo para sí: ¡Ay, qué efectos tiene un vino malo! Colocó en la mesita una
bolsa con la camisa dentro y una nota que decía: “Lo tuyo es un fogonazo seco,
pólvora mojada, un calor ficticio, una amagar para no dar. Cuando te levantes y
te vayas me dejas la llave de la casa en el buzón, por favor”.