jueves, 7 de julio de 2022

La voracidad del hombre lobo

          A la Habana me voy / en un barco velero / dejaré de ser pobre / 

        y me haré caballero".

                            (Avaricia, Juan Eslava Galán)

        "… aprende a tratar como caníbal a cualquiera que te pida ayuda”.

          (Atlas Shrugged, Ayn Rand) *

                           

La vida es Jauja, prosperidad y abundancia, según la RAE. Esto lo descubrieron los españoles cuando conquistaron Perú en el siglo XVI acompañados de una cancioncilla que decía: “Todos queremos más, todos queremos más, todos queremos más, y más, y más, y mucho más”. Hoy es la melodía que rige al mundo.

No contaremos esta historia con afán sensacionalista. Ha de quedar claro que el deseo de poseer cosas, muchas cosas, no solo plata, es común a todos los mortales, en cualquier profesión, sin distinción de sexos; salvo algunos hombres generosos, desprendidos, que valoran más las relaciones humanas. ¡Bobos!

De nuestro personaje de hoy no se tenían antecedentes familiares o escolares conocidos. Solo algún informe no oficial, no contrastado, de alguna psicóloga de Servicios Sociales que afirmaba que era disruptivo, agresivo, violento.

Dante Pina, que así se llamaba, poseía una cabeza ovalada de pelos erectos y claros, con la barbilla y el hocico extremadamente alargados; los ojos amarillos como si padeciera ictericia; dientes caninos puntiagudos y acentuado sentido del olfato; tenía de nacimiento seis dedos en el pie izquierdo. Para expresar agresividad se erguía sobre sus pies e hinchaba el pecho, se le erizaba aún más el pelaje y mostraba los dientes, emitiendo gruñidos en señal de enfado, amenaza o ataque. No hacía falta un programa de identificación facial para observar un parecido entre el rostro de Dante y algún animal canino.

De adolescente, con quince años, organizó con un grupo de colegas un intento de robo mediante butrón en un banco, equivocándose de pared e irrumpiendo en una pizzería. Este atraco fracasó abortado por la policía que lo condujo a un Centro de Menores, de donde salió a los dieciocho años.

Comenzó a trabajar de albañil y se inscribió en la Escuela Taurina. Y aunque nunca llegó a tomar la alternativa, se hizo amigo de un torero de arte de la zona, del que acabó siendo apoderado durante algún tiempo, lo que le permitió ganar buenos dividendos. Y se dio cuenta de que mejor que el arte, era su parte: Solo sabía contar números, billetes; y se reía de los artistas, y de los poetas, y de los filósofos. Se presentaba como una persona elegante y engreída hasta que empezaba a escupir por su boca groserías y blasfemias cuando algo se le torcía.

Con veinticuatro años se hizo contratista de obras. Consiguió la autorización de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa, del Ministerio de Economía y Hacienda. Ganó varios concursos públicos de acuerdo con arquitectos que elaboraban el Proyecto de Obras señalando los precios de los distintos trabajos, el tiempo de ejecución, los criterios de supervisión y calidad, las formas de pago y demás condiciones de trabajo. Al principio, amaba su oficio como un medio para vivir; más tarde, se convirtió en un fin exclusivo del que acabó siendo prisionero. Cuando se acostaba trataba de convocar a la riqueza con la mente: Soñaba que le tocaba la lotería o los cupones, que le llegaba una herencia de algún inexistente tío lejano. La ambición le corría por las venas.

Se casó con María del Tránsito a los veintiséis años, habiendo construido su vivienda con las propias manos, ladrillo a ladrillo. Mientras trabajaba, en el caletre, solo tenía un sonsonete que le impedía pensar en cualquier otra cosa; un pensamiento único, excluyente: acumular pasta. Veía la vida por el ojo de una cerradura, espiando siempre cómo se movían los capitales. Con tanto número en la cabeza, los sentimientos le estorbaban; aunque siempre fue hosco y huraño, se iba olvidando de amar, de querer.

Se iba instalando en él una fobia al compromiso. En ocasiones se mostraba cariñoso, pero gustaba de aislarse con frecuencia en su soledad o en los bares, y entonces trataba a su mujer como si fuera una intrusa en la casa. A sus hijos los maltrataba con extrema violencia, volcando en ellos su insatisfacción laboral, económica. Con Tati, que así llamaban las vecinas a su mujer, era miserable hasta la mezquindad: ni un café, ni una cerveza, ni una comida con amigos. Gastar le disgustaba. Tacañería.

Coincidió su treinta y ocho cumpleaños con el inicio de la época de bonanza y expansión de la construcción. Y decidió irse a Marbella, afectado por la fiebre del ladrillo, la “fiebre del oro”. Y así lo hizo. Con una consigna reiterativa que le ofuscaba la mente: “Mejor ser un lobo muerto que un perro vivo”.

Tati se sintió insegura, abandonada, con una pesadumbre insoportable; con una rabia penetrante que la volvió loca, endemoniada. ¿Qué le he hecho? ¿Le parece poco tener un hogar? ¿Acaso no le gusto? ¿Tendrá otra? La idea de que hubiera otra le hería el corazón. Y la atrapó una de las peores enfermedades del alma humana: la desolación perenne, la desesperanza negra, la tristeza honda.

El mismo día que se marchó a Marbella, ella lo dio por desaparecido, por muerto. Y se juró a sí misma guardar luto riguroso de por vida, con un único vestido negro de una sola pieza con mangas cortas, incluso en invierno. Y su ánimo decayó hasta tal punto que las noches eran un duermevela sin reposo. Tati seguía atendiendo solícita y eficazmente a sus hijos, pero vivía como ausente, catatónica. En poco tiempo envejeció. Se mostraba como una señora de edad indescifrable, con el pelo escaso y cano, las carnes flácidas, peleando por mantener el rumbo de un navío desnortado y demasiado numeroso.

Dante se instaló en una vivienda marbellí y se asoció con un arquitecto de la zona con el que había hecho anteriormente trabajos ocasionales en la Costa del Sol. Empezaron por unas Viviendas de Protección Oficial que ganaron en Concurso gracias a las amistades y contactos del arquitecto, al Concejal de Urbanismo y al Alcalde. Y detrás vinieron otras muchas promociones de titularidad privada. Y así, tacita a tacita, ganó tanto que las cifras del balance de resultados aseguraban que el negocio iba viento en popa.

Y fue ampliando sus propiedades con la compra de varios chalecitos, donde se rodeó de un harén de bellezas ocasionales, hasta que conoció a Bárbara que lo sedujo y se fue a vivir con él. Una mujer de pelo estropajoso a la que pasaba una retribución mensual. Era, igual que Dante, una Diógenes de la sociedad moderna. Es verdad que no vivía en una tinaja ni vagabundeaba por las calles, pero almacenaba y acumulaba todo lo que pasaba por sus manos; su hogar era una leonera, un paisaje en ruinas: coleccionaba en una fiambrera las migas de pan que quedaban encima de la encimera, tickets de compra de verduras de hacía quince años, ocho pares de zapatillas viejas en el lavadero, cientos de extractos grapados referidos a la Construcción del Boletín Oficial del Estado amontonados en los rincones…

Él era asustadizo, hipocondríaco; la presión lo aturdía; se escondía tras los ansiolíticos que le recetaba un médico que desconocía que los mezclara con cocaína. Sin embargo, cuando se reunía con los arquitectos, los empresarios o los políticos, iba pulcramente vestido. Se mostraba muy seguro, firme, incluso jocoso, divertido. Era de misa dominical; de dádiva en el cepillo de la parroquia para que el Señor lo librara de las penas del purgatorio o de la chamusquina del infierno después de la muerte. Rogaba a Dios que sus negocios florecieran.

No dudaba en atravesar la línea roja que marcaba la Ley, eludiendo en lo que podía la mordida de Hacienda. Gestionaba con su abogado la manera de llevar el capital a algún paraíso fiscal. Se decía a sí mismo: “El tiempo es oro. El dinero abre las puertas; sin dinero la vida es un muro de hormigón”. Y corría, corría y corría de una obra a otra, sin descanso ni vacaciones. Su meta: Convertirse en un grande de España: vía nobleza, vía numerario del Opus, vía diputado de algún partido conservador.

Solía mandar por Navidad una postal a Tati y a sus hijos. Mensualmente les mandaba una miserable cantidad de dinero que mantenía tiesa la nevera. Una vez cada año y medio se dejaba caer por la casa un sábado a media mañana. Sus hijos se precipitaban como ratas debajo de los sofás, de las camas, en los armarios; tal era el miedo que tenían a que ejercitara la vieja costumbre de darles tundas y palizas a las primeras de cambio. Tati le ponía la comida y, sin mirarlo ni cruzar palabra, esperaba deseosa que se marchara pronto; cosa que el hacía después de dormir una prolongada siesta.

Al llegar de nuevo a Marbella vio en lo alto de una mesa camilla como se alzaba un castillo de camisas y camisetas, de pantalones y sábanas, esperando eternamente a ser planchados. Llegó un día en que en la casa no había aceite ni para aliñar una ensalada. Bárbara tenía un cuenco de su abuelo para comer y beber, aunque las lentejas le gustaba saborearlas en un trozo de pan. Solo les faltaba guardar los escupitajos que lanzaban con frecuencia al suelo de mármol. Tal era la pocilga en que habitaban, acompañados de un perro callejero flaco y pulgoso. No eran pobres, pero habían hecho de la acumulación y el desorden un “modus vivendi”.

Pasó un tiempo y llegaron los momentos malos. Una profunda crisis inmobiliaria asoló el país. En algunas de sus empresas el volumen de ingresos era inferior al de las deudas y tuvo que declararse en suspensión de pagos. Los salarios bajaron y los sindicalistas aguafiestas exigían cada vez mejoras salariales. Y Dante dando alaridos gritaba a los cuatro vientos: “¿Qué quieren, quedarse con la empresa? ¡Menos democracia y más mercado libre! ¡Más ayudas del Estado y menos intervención del gobierno!”. Y fue perdiendo la capacidad de sonreír. Sí, ahora reía, pero era una risa estruendosa casi siempre asociada al alcohol o al desprecio de los hombres; una risa ruidosa que salía a borbotones de la angustia que lo invadía. No era una sonrisa suave y amorosa.

Una tarde, decayendo ya el sol, entró en un bar de copas lúgubre y sombrío. En un rincón, sentado a una mesa baja y redonda, había un hombre harapiento y feo como él solo, que tomaba Möet Chandon. Dante se rio de manera escandalosa. El hombre que se sintió insultado, se levantó y le lanzó un crochet de izquierda que le reventó la nariz.

Llegó a su casa descompuesto, devorado por el diablo, emitiendo extraños sonidos al aire, temblando de pies a cabeza. Bárbara le sirvió una copa de ginebra a palo seco y le extendió en la mesa una raya de “oro blanco”. El estrés, la ambición desmedida, la codicia infinita, el alcohol, la cocaína… Y en un suspiro quedó desmayado, sin aliento; y a los pocos segundos, exánime, sin vida.  Se murió con cincuenta y tres años. Solo le llegó una corona de rosas negras de María del Tránsito para depositarla encima del ataúd. Los enterradores comentaron entre ellos que este hombre era el más rico del cementerio.

 

 “La riqueza se parece al agua del mar: cuanto más se bebe de ella, más sediento se está; y otro tanto vale para la fama”.

                                    (Aforismos sobre el arte de vivir, Schopenhauer)

 

“Atesorar unas botellas del burdeos favorito hasta que se agria no es una política inteligente, ¡y mucho menos hacerlo con una bodega entera: toda una existencia!”

                            (En defensa de los ociosos, Stevenson)

 

* Ayn Rand, fundadora del Objectivist Movement, punto de referencia de la nueva derecha americana)

Claros de silencio (retrato)

 


“Cuando no sabe de lo que habla, el hombre de bien prefiere callarse”.

(Analectas, XIII, 3; Confucio)

                   “El silencio profundo es indicio de voluntades inmutables”.

                   (Honoré de Balzac, Beatriz, La Comedia humana)

 

Era un hombre corriente, una persona cualquiera: Él o ella. Su apodo podría ser “nadie”. No era reconocido ni famoso fuera de su círculo familiar, de su mundo cercano. Vivía de su trabajo. Solo poseía la voluntad de un hombre común: ni héroe, ni antihéroe; y, sin embargo, era una persona valiosa.

En su cabeza, que bullía sin cesar, recreaba un paisaje de vidas infinitas; vidas que trascendían la realidad. Tenía una conciencia inquieta, rumorosa; a veces, pocas veces, atormentada. Era solo un hombre; un hombre solo: consigo mismo, solo consigo mismo, sin máscaras.

Pasaba por la vida sigiloso, haciendo silencio. No gustaba de ideas inflexibles ni dogmáticas; ni de pensar mucho; tenía únicamente unas poquitas ideas, que unía a una gran curiosidad para observar el fluir de la vida: los instantes, los detalles, los micro-mundos que relacionaba con la totalidad de la vida. Sin embargo, era rico de sentimientos que, en ocasiones, entrechocaban; otras veces se espantaba de la agitada vida social.

Sobre las seis de la tarde tomaba un café en un acogedor bar al lado de su casa. Allí conversaba con los amigos y conocidos sentados en círculo, prestando mucha atención a lo que oía. A veces escuchaba versiones diferentes sobre un mismo asunto y prefería callar, quedarse mudo; estaba nutriéndose. Meditaba sobre lo que decían.

Sin embargo, su silencio no molestaba a nadie, porque los respetaba, porque no juzgaba. Le encantaba detectar y deshacer prejuicios: argumentos falsos, infundados. De manera sencilla, sin verborreas, al modo de las personas juiciosas.

Disfrutaba con personas de diálogo lento y ameno sobre la vida, sobre “el buen vivir”. En sus conversaciones no se guiaba por argumentos racionales, sino más bien intuitivos, emocionales, empáticos. Con todos igual, sin prestar atención a su posición social: con una sonrisa en la cara, con una mirada clara y expresiva a los ojos, con palabras amables, medidas, que rozaban como una caricia, inclinando levemente su cuerpo para expresar cercanía y ternura.

Era de “decir corto”, escaso de palabras. A veces parecía que su lengua se la había comido el gato. Por eso, un amigo íntimo que apreciaba sus silencios le decía con frecuencia: “Hombre palabrero, no es verdadero”. Su presencia era modesta, mineral; podría decirse que simplemente estaba ahí, ni más ni menos. Sin embargo, poseía una dulcedumbre que dejaba una impronta cálida, un destello entrañable. Y resultaba atractivo, magnético.

Sobre las diez de la noche, después de cenar con su pareja y sus hijos se entretuvo un rato pasando imágenes del móvil, pero se aburrió pronto. Salió a la terraza y regó el jazmín y la dama de noche. Se tumbó en la hamaca mientras escuchaba Serenade de Schubert. Una lagartija reptaba por la pared encalada.

Sus ojos se enfrentaron a un cielo azul oscuro que se esparcía en todas direcciones: inmenso, misterioso y puro; envoltura cálida, placenta desde los orígenes del tiempo. Con la boca abierta, sorprendido. Porque oír en el silencio de la noche estrellada nos permite ver en la oscuridad. La naturaleza viva supera en todo a cualquier imagen tecnológica. Y nos retrata, vaya si nos retrata: somos tan poca cosa frente a la profundidad del cielo; o ante la belleza, agitada o tranquila, del mar; o en la alta montaña cuando se abre un paisaje inabarcable; ¡solo equivocadamente creemos tener el mundo a nuestros pies! ¡qué soberbia la de los seres humanos! Se iban diluyendo sus malestares, sus contradicciones, que ahora le parecían poco importantes; se armonizaba lo de fuera y lo de dentro. Se sintió conmovido y alegre, dejando transcurrir el tiempo: Su alma en calma estremecida.

El mundo le parecía grande, extenso, inabordable; por eso prefería ir recortando su ámbito, su espacio de movimiento; y tanto lo disminuía que lograba a veces reducirlo a su corazón; es donde veía claro, donde descubría algo de verdad, donde se sentía seguro. En el silencio encontraba la vía para su yo íntimo: sentimientos propios, ideas libres, gustos personales.

Se alejaba lentamente de su alma todo el fragor mundano, todo pensamiento vano, toda fantasía estéril; y recorría desordenadamente, sin palabras, las huellas de su vida; sentía que su cuerpo y su mundo interior se unificaban; que no estaba en el vacío sino en la plenitud; que de alguna manera recuperaba la inocencia primera.

Se hacía preguntas tratando de comprender al mundo, en busca de un sentido de la vida. Casi siempre eran preguntas sin respuesta; se le escapaban. Pero seguía indagando: sobre la soledad, la nada, el vacío, la muerte… No tenía un lenguaje trazado, protector, para enfrentarse con lo espiritual, con lo subjetivo. Era agnóstico; huía del lenguaje desgastado de las creencias religiosas y también de los fanatismos políticos; no hace falta ninguna autoridad religiosa o política para preservar la autonomía y la dignidad de los hombres. Recordaba un proverbio sioux que decía que la religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno, mientras que la espiritualidad es para quienes ya han estado en él. Y así, su espiritualidad laica la alimentaba exclusivamente de su mundo interior, de su propia conciencia personal, mediante la reflexión vital, las lecturas, las experiencias artísticas. Solo en su “ética del silencio” encontraba algún sentido, desparramado entre las palabras.

Y también porque a algunos hombres, a algunas mujeres, los había visto levantarse hastiados, hundidos, desde sus propias ruinas; desde su vida limitada: prisioneros, constreñidos; y, sin embargo, retomar el rumbo de una moral de la resistencia; engrandecerse, adquirir proporciones colosales; y entonces pensaba que la capacidad de crecimiento de cada hombre es inagotable.

Sobrevivió dignamente con una sabia decisión: proteger a los suyos, a todos los hombres corrientes, en el navegar de la vida, en ocasiones frente al mundo.

 

“Andaban… se detenían,

hablaban, se interrumpían, y durante los silencios,

las bocas calladas, sus almas cuchicheaban”.

(Víctor Hugo, Les Contemplations, “Bajo los árboles”).

 

Dicen que no hablan las plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,

Ni el onda con sus rumores, ni con su brillo los astros,

Lo dicen, pero no es cierto, pues siempre cuando yo paso,

De mí murmuran y exclaman:

-         Ahí va la loca soñando.

(Rosalía de Castro)