viernes, 14 de mayo de 2021

La delicadeza: Una flor en el desierto


                                                                                                            W. Turner, Lago de Lucerna


Hay días en que la Naturaleza nos ofrece sensaciones gratificantes. Así, en primavera, un mediodía de sol a la orilla del mar es una experiencia sublime. En esas fechas, el astro rey, radiante y luminoso, calienta pero no quema, y el mar, como casi siempre, es un remanso de paz que nos abre a la inmensidad empequeñeciendo los sinsabores particulares y momentáneos de nuestra vida. Los dos, sol y mar, acarician el alma con una belleza deliciosa.

Calor e infinitud son dos vivencias que engrandecen nuestra alma y que podemos ampliarlas practicando la delicadeza. Ésta, es una disposición del espíritu que consiste en la capacidad de desarrollar finura, ternura y suavidad en el trato con los demás para hacerles la vida más agradable. Se trata de un esfuerzo, de una exigencia para ponerse en el punto de vista y en la situación del otro. No soporta lo grosero, lo vulgar, la falta de respeto a las opciones, gustos y preferencias de los demás. El refinamiento en las maneras y en las costumbres hace la vida más grata y hasta encantadora. La delicadeza conlleva un exquisito miramiento en la acción y en las palabras para respetar la dignidad humana.

        La delicadeza del gusto, según Immanuel Kant, se produce cuando los órganos de los sentidos son tan sutiles que no permiten que se les escape nada, y al mismo tiempo son tan exactos que perciben cada uno de los ingredientes del conjunto. 

        La persona que actúa con delicadeza es sencilla, respetuosa, afable, serena, tolerante y con capacidad de autodominio. La persona que no es delicada es tosca, desconsiderada, egoísta, torpe, grosera, descuidada, caprichosa, ordinaria en sus modales, maleducada en sus hábitos de conducta; una persona sin tacto para tratar a los demás.

        Algunas acciones de delicadeza son muy sencillas: saludar y despedirse, utilizar palabras cercanas como gracias, por favor, disculpa, etc., ceder el paso en la acera, dejar el asiento a los mayores, llamar a las personas por su nombre, evitar pasar entre dos o más personas cuando están hablando, respetar el turno de palabra, etc.

        La delicadeza conecta con el ser humano en lo que es, no en su apariencia. Capta al otro no como un objeto de usar y tirar, sino que se abandona en él, no lo instrumentaliza.

        El que es “muy delicado” en sentido peyorativo es que quiere ser atendido el primero; mientras que la persona delicada siempre se posterga, colocando primero a los demás.

        La persona delicada no es fuerte con el débil y débil con el fuerte; es generosa   

y elegante con todos y, especialmente, con los débiles. Se contrapone a la altivez del estirado o al cálculo del interesado.

        Deja de manejarse en clave de derechos exclusivamente, dejando claro que vamos a cumplir con nuestros deberes.

        A la persona delicada le produce alegría encontrarse con las personas, aportando alegría y buen humor en cada encuentro; son cansinas las personas que todo lo critican o que manifiestan continuamente malhumor. No tenemos la culpa de la cara que tenemos sino de la que ponemos.

        Es cambiar una cara seria por una sonrisa para relajar el ambiente; es respetar a los que quieren estar solos; es acompañar en silencio a los que necesitan compañía.

        Las personas delicadas respetan la lentitud de una buena conversación, escuchando en silencio. Dejan que las cosas, aún las más banales, se expresen por sí mismas. Saborean la pluralidad de enfoques. La delicadeza es laica y tolerante.

        Destaca de los demás los aspectos positivos de su personalidad, asumiendo que todas las personas tenemos contradicciones.

        La delicadeza sabe guardar la vida privada de los demás, los secretos, aunque no se haya solicitado explícitamente. Se aleja de la maledicencia y el chismorreo.

          No exhibe la intimidad, pero tampoco se esconde al encuentro con el otro, menos aún lo ningunea ignorándolo.

        Es conveniente no confundir la delicadeza con la ñoñería, la susceptibilidad, la melindrosidad o la melancolía. Algo delicado no tiene porqué ser frágil necesariamente. Acuérdese de aquella canción de M-Clan que dice: Carolina trátame bien, no te rías de mí, no me arranques la piel. Carolina trátame bien, o al final te tendré que comer.

        En definitiva, la delicadeza es una cierta aristocracia del alma, que a la mujer la convierte en Dama y al hombre en Caballero.



Publicado en La Voz del Sur.

                               

Una silenciosa tarde de verano

 


                                                                                Pintura de Hopper

 

                   Quien no ha gustado del silencio no saborea la palabra”

                                      (R. Panikkar, El silencio de Buddha)

En este momento en que vivo, sufro una pena luctuosa tan honda, que me he acordado de aquella tarde de verano.

Me llamo Ángeles y tenía entonces catorce años. Había ido con mi madre en tren a casa de mi tía a la capital. Después de comer, sobre las cuatro, salí a comprarme un helado. Saboreándolo, bajé lenta por una calle que me llevó a una plaza. Me senté en un banco de piedra con respaldar, debajo de un árbol. Las ramas cernían el exceso atmosférico: la luz cegadora, el calor sofocante, la misteriosa calma de la naturaleza. Y yo allí, en esa burbuja de silencio. Aquella plaza, aquel parquecito, fue el primer espacio de melancolía y soledad imborrable de mi memoria. La luz: inspiración; el calor: energía, vida; el silencio: misterio, magia.

Era una plaza rectangular y el árbol que me cubría estaba en el centro de uno de los laterales cortos del rectángulo. En el centro de la plazoleta había una fuente de agua hermosa y sonora, con una diosa griega sentada en un pedestal. Zonas discontinuas de césped creaban caminos para pasear. En una esquina, un quiosco, cerrado a esa hora, donde se intercambiaban tebeos, se compraban chucherías y sobre todo lo que más me gustaba, frutos secos. Yo tenía, entonces, pasión por los cacahuetes. ¡Qué tontería, verdad! Rodeaba aquel lugar un conjunto de viviendas señoriales pintadas de blanco con grandes ventanales y balcones.  Los vecinos, distantes, con las persianas abatidas, disfrutaban de la penumbra y la siesta.

En la explanada de la plazuela había quince árboles. El que estaba encima mía era un roble muy alto, de unos veinte metros, y con una copa majestuosa de unos ocho metros de diámetro. Sus troncos, sus ramas, sus hojas, estaban distribuidas en forma de cúpula. Me recordó a la Biblioteca Municipal adonde acudía a estudiar, que tenía una bóveda en su interior. Era una antigua iglesia transformada en centro bibliotecario. La llamaban “la Capilla Laica”.

En aquel lugar, bajo aquel árbol, me sentí por primera vez única, un ser desgajado del mundo. La gravedad del entorno cayó sobre mí. Sentí una extrañeza sorda, leve, continua. Y una paradoja: estaba a gusto. ¡Pronto, muy pronto, si no ya, dejaría de ser una niña! Noté que mi mente me hablaba, un silencio parlanchín.  ¿Quién era yo? ¿Qué significaba para el mundo? Una melancolía recorrió mi alma. ¿Podía yo ser algo sin mis padres, sin mis hermanos? ¿Podría afrontar la vida sintiéndome ya sola? Experimenté un íntimo temblor. Al tiempo que pensaba, manoteaba con las manos en una equidistancia entre el mundo y yo, como si quisiera decir algo.

De pequeña, para paliar la soledad del dormitorio mi padre se inventaba cuentos para mí; para paliar los miedos de la noche me acompañaba un peluche que me había regalado mi madre, un conejito al que llamé “Distante”, no sé por qué; con él me comunicaba y él con sus orejitas me escuchaba.

Ahora, mi alma divagaba por los vericuetos de la vida. Pero no era yo quien ponía las palabras; las palabras fluían solas, ellas venían a mí, desordenadas, alborotadas, caóticas, dominantes. Ideas contradictorias, superpuestas, que se enredaban en una danza interior. No sabía por dónde empezar. Laberinto sentimental: mar de paradojas.

El helado me había dejado la boca seca. Las palomas solitarias que a esa hora pululaban por la plazoleta picoteaban aquí y allá.

Esta tarde lenta de miedo adentro, las ideas surgían infinitas, en el infinito se desenvolvían; pero yo, ¡yo era muy pequeña, muy poquita cosa! ¿Sería, acaso, yo tan firme como este roble? Me veía insegura, blanda, manejable. ¿Quién soy yo, además de un cuerpo del que no estoy descontenta? ¡Si pudiera saberlo de una vez por todas! ¿Me adaptaré cómodamente a un escenario de adulto?

Ayer fui con mis amigas por primera vez a una discoteca de esas juveniles que abren por la tarde, a las seis. El ruido era ensordecedor. Las bases de los ritmos reiterativos: boom, boom, boom. La percusión se imponía a la melodía, si es que la había. El juego de luces me mareaba. Mis amigas bailaron sin parar. Risas inagotables se entrecruzaban por la pista de baile; no me enteraba de qué bromas iban precedidas. ¡Solo ruido, mucho ruido! Yo sentada en un sofá, me aburría. "¿Acaso soy un bicho raro? ¿Una joven viejuna? La mayoría de los chicos no me entienden y los demás no cuentan conmigo”. A punto estuve de quedarme dormida a pesar del estruendo.

En la placita, las ideas me bullían en la cabeza anhelantes de ser expresadas, de ser oídas por alguien, pero estaba sola; inquieta por el deseo de decir algo que no podía decir; se me quedaron dentro, bloqueadas para siempre. ¿Podría, acaso, la vida satisfacer mis anhelos? Me defendía bastante bien, pero ¿sería siempre así? ¿Qué sabían los demás de mí? ¿Qué es ser mujer? Yo veía a mi alrededor a todas las mujeres “más mujeres que yo”.

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“Una “contradictio in terminis””: Hablar, escribir del silencio.

“El callar”: Se ajusta al gesto medido, a la expresión contenida, a una cierta mímica facial, al arte de la parquedad… Cuando el hombre calla se auxilia de su fisonomía, su actitud, su compostura, su mirada; es la gramática del cuerpo. Se instala en la perplejidad y la paciencia.

“El silencio y el lenguaje”: El silencio hace hablar al lenguaje y en el lenguaje se expresa el silencio. En ambos casos, lo que realmente importa es la intensidad de lo que se dice o se calla.

“El ars meditandi”: Exige una lucha contra la distracción, una concentración de la atención. El silencio ayuda a detener el pensamiento, a suspender el tiempo, a acoger nuevas perspectivas, a olvidarse de uno mismo, a anticipar la quietud de la tumba. Los bosques son una catedral vegetal del silencio y la meditación.

“La poesía”: Constante búsqueda de un lenguaje tan absoluto que pueda identificarse con el silencio mismo. “Enamorado del silencio, al poeta no le queda más recurso que hablar” (Octavio Paz).

“Pecho sin secreto es carta abierta”: Fue Aristóteles el que dijo que uno es esclavo de sus palabras y dueño de sus silencios. Muchas veces me he arrepentido de haber hablado, pero nunca jamás de haberme callado. El hombre nunca se posee del todo más que en el silencio.

“Persona palabrera no es verdadera”: Porque, en ocasiones, es la palabra, más que el ruido, la que obstruye el silencio. El locuaz impenitente huye del vacío constitutivo de toda alma. No respira, no da la adecuada pausa a su melodía interna. Ignora la reciprocidad que alimenta la conversación. El “autista parlanchín” solo se oye a sí mismo; es un hombre que vive en la superficie, cómodo con cualquier programa cibernético infinito.

“Seguir hablando”: Logomaquia: Discusión en la que se atiende a las palabras y no al fondo de los asuntos. El hombre interesante es diligente en el escuchar y tardío en el hablar. Si solo dijéramos cosas útiles, se haría un gran silencio en el mundo. ¿Qué ocurriría si las voces de los hombres se apagaran para siempre?

 

 “Toda palabra es una duda,

todo silencio es otra duda.

Sin embargo,

el enlace de ambas

nos permite respirar”.

(Roberto Juarroz)

“Si alguien ama mucho, habla poco”

(Historia del silencio, Alain Corbain)



Publicado en La Voz del Sur

"¿Por qué él o ella y no yo?"


                                                                    Sophia Loren y su elocuente mirada a Jayne Mansfield


“Cantaba, saltaba e inventaba juegos mejor que nadie. Recibía los mejores regalos, los mejores caramelos, los mejores cumplidos… Yo tenía trece años, era un colegial. Me había eclipsado por completo. Sin embargo, yo también estaba acostumbrado a que los compañeros me admiraran. En mi clase era el cabecilla y ganaba todos los premios. No soportaba aquella situación. Cogí a la niña en el pasillo y la agarré de la nuca. La despeiné y le arañé su preciosa cara. En aquel instante admiraba a esa niña y la odiaba con todas mis fuerzas… Así fue como conocí la envidia por primera vez. ¡Qué horrible es odiar! Susurré: ¡No te atrevas a eclipsarme!” (De la novela “La envidia” de Yuri Olesha).

 

La envidia es el pecado capital de las mil metáforas: el alma pequeña para Aristóteles, la carcoma del alma para San Cipriano, el gusano roedor para Cervantes, el ojo malvado de Francis Bacon, la vieja pálida y débil para Cesare Ripa, el vórtice de la envidia para Nietzsche, el tema de Caín en Unamuno, el mordisco para Francesco Alberoni, el tormento de la impotencia de Salvador Natoli, el veneno del alma para Scheler, el monstruo de los ojos verdes para Marina Porras…

 

“Una conversación entre mujeres:

-         ¡Me cae mal!

-         Oye, ¡pero si ni la conoces!

-         Sí, ¡pero me cae mal!

 

"Envidia viene de la palabra latina "invidia", que es un derivado del verbo "invidere", que significa 'mirar mal'. La envidia es una mala mirada: una mirada rencorosa, llena de veneno. Pero también significa 'mirar demasiado de cerca'. Cuando no se pone suficiente distancia con aquello que miras, tienes más posibilidades de mirarlo mal y, por lo tanto, de envidiarlo. En esa mirada se expresa un disgusto, un malestar, respecto del bien, de las cualidades y de la superioridad del otro. "La mirada del envidioso es oblicua; rápida y fulminante, porque quien la tiene no quiere ser descubierto". (La envidia, Marina Porras, pág. 18, Fragmenta Editorial).

 

“En el colegio le decían: “¿Qué es el viento? Las orejas de Eugenio en movimiento”. Lo insultaban por el tamaño de sus pabellones auditivos; algunos lo llamaban Dumbo. De esta manera lo infravaloraban porque sacaba unas notas estupendas”.

 

¿Qué envidiamos? Envidiamos multitud de cosas que tienen nuestros semejantes y que deseamos: el dinero, el poder, el status, la fama, el talento, la belleza, la salud, las buenas relaciones intrafamiliares, la popularidad de un compañero de clase, el tener muchos amigos, la promoción profesional de un colega, la casa lujosa del vecino, el reparto desigual de una herencia entre hijos… Y también: la elegancia del otro, la sonrisa, la aureola de luz que lo rodea, el tono y el ritmo de su voz, la fluidez y la seguridad en la exposición de sus ideas, su personalidad contundente, los elogios que recibe…

“Una mujer guapa y rica, que ve cómo una amiga menos hermosa y más pobre y puede que hasta más sosa alcanza el amor de un hombre cuya conquista pretendía; o esa escritora consagrada que contempla cómo avanza en el éxito intelectual una amiga a la que siempre ha tenido por torpe".

 

Las expresiones de la envidia: “Si somos todos iguales, ¿por qué él o ella y no yo?”; “Yo quiero tener lo mismo que tiene aquél” o "Yo no quiero que aquél tenga más que yo"; “Las cosas no me quieren. Las cosas le quieren”. Si pudiéramos simplificar el concepto de la envidia en una palabra esta sería con seguridad la preposición “sin”, así como el conector que representaría al envidiado sería la preposición “con”.

 

Desde pequeño supe que la naturaleza no me había dotado con virtudes destacables. En una familia de guapos, mi rostro me parecía ridículo. A veces, en clase, señalaban mi sentido común. Cualquier cumplido que me hacían me parecía un premio de consolación. Pronto tuve que espabilar…”

 

Los sentimientos de la envidia: La envidia se lleva por dentro, en la intimidad subjetiva; es algo vergonzoso que no debe exhibirse bajo ninguna circunstancia. Se vive como una declaración de inferioridad. Te sientes “un don nadie”.

El origen de la envidia está en un movimiento de expansión: “quiero más dinero, quiero más éxito, quiero más fama, quiero más reconocimiento…”; al no conseguirlo se arrastra uno hacia el fracaso y la depresión.

Te gustaría reducir el talento o las cualidades del otro; un sentimiento que no busca que a uno le vaya mejor, sino que al otro le vaya peor.

Y cuando el envidiado fracasa sientes alegría. Este sentimiento es una de las mayores fuentes de hipocresía, porque, cuando lo tienes, aunque estás contento en tu interior, te muestras falso y aparentemente preocupado.

El envidiado trata de no sobresalir, de no brillar, porque no quiere atraer la mirada aviesa de los demás, el “mal de ojo”. De este modo, prefiere vivir en la mediocridad.

 

 “¿En qué soy peor que él? ¿Es más inteligente? ¿Es de mayor nobleza?  ¿De sustancia más delicada? ¿Más fuerte? ¿Más importante? ¿Por qué debo reconocer su superioridad? Éstas eran las preguntas que yo me hacía”.

 

La comparación: La envidia comienza con el “método comparativo”. Es una pasión que se desarrolla en la relación con los demás: el propio bien o el propio valor, tanto si es material como espiritual o intelectual, se mide siempre a partir del bien o el valor del otro.

La envidia se desarrolla siempre en una relación horizontal: con los hermanos, con los amigos, con los compañeros de clase, con los vecinos, etc. Los que ostentan una posición de superioridad (los magnates, los jefes políticos, los reyes…)  están al margen de la envidia del ciudadano común. El ciudadano tiene como espejo a sus iguales.

La envidia es también una cuestión de distancia: cuanto más cerca estamos de lo que envidiamos, más fuerte es la pulsión envidiosa.

Scheler… enfatiza que la comparación es una estructura universal de lo humano, aunque puede asumir diferentes connotaciones: el hombre noble es consciente de su propio valor "antes" de compararse con el otro. El hombre común la desarrolla solo ""en el momento" de la comparación y "en virtud", precisamente, de ella"". (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 355-361, Antonio Machado Libros).

 

“En realidad su trabajo no es tan bueno, pues los hay mejores”; “no es tan inteligente como parece”; “su novio en realidad no es tan guapo como dicen”; “ha conseguido el puesto de trabajo mediante enchufes”; “es muy inteligente, pero su falta de tacto con las personas le hará fracasar”.

 

El resentimiento: Es la envidia cuando se instala en la personalidad con el paso del tiempo. Es la “envidia existencial” que se suscita no tanto por un objeto, sino por la existencia misma del otro. Es un rencor, un reconcomio, que nos arrastra hacia la maledicencia, la calumnia, el deseo de venganza o hacia la aviesa alegría por el mal ajeno.

La envidia cuando te conviertes en un resentido lo eres para siempre. El envidioso se puede curar, pero el resentido solo puede pensar desde la infelicidad.

"El hombre del resentimiento, dice Nietzsche "maltrata; su espíritu gusta de rincones escondidos, caminos transversales, puertas secretas, le encanta todo lo que está oculto, como si ese fuera "su" mundo, "su" seguridad, "su" alimento; sabe perfectamente en qué consiste callar, no olvidar, esperar el momentáneo empequeñecimiento, la humillación. (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 334-349, Antonio Machado Libros).

 

“La envidia calumnia, desacredita, denigra, descalifica, desconsidera, deshonra, desprecia, desprestigia, difama, elimina, estigmatiza, falta, ignora, infama, marginar, menosprecia, ningunea, relega, silencia, subestima, vilipendia…”

   

La envidia y la patología democrática: En la democracia, según Elena Pulcini, la envidia tiene su propio e ideal caldo de cultivo: "Si todos somos iguales, ¿por qué él o ella sí y yo no?".

La envidia actúa como gran niveladora: si no puedo ser como (o más que) tú, entonces, lo que deseo es que tú seas como yo (o menos que yo), miembro indistinguible dentro de la masa de semejantes en la cual nadie tiene derecho a sobresalir. El "gusto por la nivelación" elabora estrategias para obstaculizar cualquier pretensión de distinción y de excelencia, da origen a una sociabilidad que se constituye bajo el lema de una "aurea mediocritas", en la cual a nadie se le autoriza para sobresalir por encima de la confortante uniformidad de la masa.

Cuanto más uniforme se va haciendo la sociedad, dice Tocqueville, más insoportable se hace "la mínima desigualdad" y va a alimentar, en una espiral de reciprocidad, la pasión por la igualdad.

Sucede, como consecuencia, que las personas se sienten culpables de la propia distinción y del propio éxito y se pliegan a los códigos colectivos uniformizantes y a aceptar de hecho la nivelación: nos bajamos a nosotros mismos al nivel del otro. Así, renunciamos de manera inconsciente a nuestra propia originalidad y a nuestra diferencia.

 

"Queda, cuando menos, el hecho de que podamos extraer una lección de todas estas consideraciones: la igualdad es una conquista irreversible de la modernidad, siempre que dicha igualdad no se sostenga en la envidia, sino en un sentimiento de justicia. En el primer caso, la igualdad desemboca, efectivamente, en un igualitarismo nivelador lesivo para la libertad, mientras que en el segundo parece capaz de acoger y contener las diferencias". (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 1686-1693, Antonio Machado Libros).

 

Tres citas de autores:

Dante cuenta en "La Divina Comedia" como a los envidiosos se les cosen los ojos con alambre. "Y como a su pupila el sol no hiere, / así a las sombras de las que hablo ahora / la luz del cielo hacerse ver no quiere / que un alambre sus párpados perfora / y cose, como le hacen al salvaje / gavilán, que su furia no demora" (La Divina Comedia, Dante, El Purgatorio, Canto XIII).

"¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias". (Don Quijote de la Mancha, Cervantes, Segunda Parte, Capítulo VIII).

De lo que llaman los hombres                                    

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia,

y la otra no es caridad.

(Proverbios y cantares VI, Antonio Machado).

 

¿Cómo superar la envidia?

Desarrollando lo más auténtico de la persona: su originalidad, su singularidad. Saber qué quieres hacer de tu vida y no tener pereza para conseguirlo.

Admirar las cualidades y los éxitos ajenos que les han permitido a otros alcanzar sus sueños.

Emular a los más valiosos como estímulo para expandir nuestra propia personalidad y ampliar nuestras propias habilidades.

La indignación justa frente a los que disfrutan de éxitos y privilegios sin merecerlos.

Apoyar una sociedad que sea capaz de garantizar los derechos humanos y una distribución más equitativa de los recursos.

Fomentar valores como la generosidad, la solidaridad (o su versión cristiana: la caridad), la misericordia, la gratitud, la fraternidad, la compasión.

"... por tal motivo la emulación es digna y propia de personas dignas, mientras que envidiar es vil y de gente vil, pues mientras que uno, por la emulación, se prepara a sí mismo para alcanzar esos bienes, otro, por envidia, lo hace para que el prójimo no los alcance...". (Retórica, Aristóteles, Libro II, Cap. XI, 1388b, pág. 178, Alianza editorial).


Publicado en La Voz del Sur.

La compasión

 

                                                    “Homeless”, obra de Thomas Benjamin Kennington

 

         “El aire está lleno de nuestros gritos. Pero la costumbre ensordece”

                   Esperando a Godot, Samuel Beckett

 

         La imagen edulcorada de la sociedad de consumo en Occidente. La realidad: Sufrimiento y dolor. Vayan algunos hechos reales a escala planetaria: pobreza; hambre y desnutrición; paro; privación de agua potable; viviendas infrahumanas o, incluso, sin ellas; enfermedades; analfabetismo; ausencia de conexión a internet; tráfico de seres humanos; guerras; exilios; terrorismo; suicidios; locura; desarraigo… Después de esto, ¿acaso no sería posible hablar de una crueldad globalizada? ¿De una globalización de la indiferencia?

Pero el sufrimiento no es algo que se asocia únicamente al contexto en que vivimos o a personas desahuciadas tiradas en medio de la calle, sino que es algo inherente, constitutivo, de la persona humana. ¿Qué la vida es un bien? Es difícil afirmarlo taxativamente. Esta idea forma parte del engaño, del triple engaño: la vida es buena, la vida es bella, la vida es real. Tres ideas platónicas, tres ideas sobre las que se ha construido la teología de los últimos dos mil años.

Para reflexionar sobre el sufrimiento y una ética de la compasión seguiré un enfoque exclusivamente antropológico, El pensador que, a mi modo de ver, ha tratado con profundidad el sufrimiento ha sido Schopenhauer.

“El dolor es consustancial a la vida”. “Toda vida no es sino padecer”. “Vivir es sufrir”. Estas tres frases podrían resumir perfectamente la antropología de Schopenhauer. El hombre es un homo patiens, un ser doliente. Veamos cómo lo argumenta. Según él, en el hombre hay dos elementos:

La carencia, la necesidad: somos seres menesterosos, indigentes, vulnerables. Lo expresa con claridad Rousseau en el Emilio o de la educación: “Nacemos débiles, necesitamos fuerzas; nacemos desprovistos de todo, necesitamos asistencia; nacemos estúpidos, necesitamos juicio”.

Y de la carencia nace el otro elemento, el deseo: impulso, energía, aspiración vital; voluntad de vivir, de sobrevivir, de seguir existiendo. Somos “seres en falta”, anhelamos lo que no somos, lo que no tenemos.

Pero el deseo no se conforma con pequeñas cosas, lo quiere todo, es infinito. Por ello, precisamente, el dolor es inevitable. Esta es la causa decisiva en el sufrimiento de los seres humanos: transitar entre la carencia, la necesidad; y el deseo, el anhelo.

Pero advierte Schopenhauer que tan pronto como la necesidad y la carencia conceden una tregua al hombre, es decir, el sufrimiento disminuye, comparece el aburrimiento y se hacen necesarias las diversiones; cuando la existencia está asegurada, el hombre no sabe qué hacer con ella; y surge la tendencia a liberarse de la existencia y hacerla imperceptible, “matar el tiempo”, esto es, escapar del aburrimiento. Los momentos “felices” de la vida humana son aquellos que vivimos sin sentir la existencia, son aquellos en los que la existencia se hace imperceptible. Sentir la existencia es siempre sinónimo de sentirla como una carga, como el peso del mundo. Por esto, dirá Schopenhauer, que la vida es un estar arrojado entre el dolor y el aburrimiento.

En definitiva, no puede haber ni satisfacción ni felicidad duraderas. Todo goce es efímero. Como ser deseante y doliente, todo alivio que se genera, o bien produce un nuevo dolor o bien produce aburrimiento. En este contexto, es donde adquiere sentido una ética de la compasión para afrontar el sufrimiento individual y colectivo. Veamos.

La compasión no es empatía

La compasión (cum-passio) -la capacidad de compartir el padecimiento ajeno- no precisa de ninguna doctrina, no atiende a preceptos ni se rige por código alguno. La compasión es un movimiento del ánimo que nos guía hacia aquello que en el otro reconocemos como propio; se desenvuelve en el perímetro de la debilidad, la fragilidad, la flaqueza, la capacidad de errar y de desesperar.

 

La empatía, según la RAE, “es una capacidad de identificarse con alguien y compartir sus sentimientos”. Solo los sentimientos. Por eso, deriva en lástima y la lástima implica pasividad. La persona que siente lástima manifiesta un sentimiento pasivo o, lo que es lo mismo, expresa tristeza pero ausencia de acción.

         Lo que diferencia a la compasión de la empatía es que la compasión tiene la motivación de aliviar el sufrimiento, es decir, no sólo se trata de estar con el otro en su sentir, sino de llevar a la acción el propósito de liberarlo.

A mi modo de ver, la compasión tiene tres elementos: Es un sentimiento (proximidad emocional): el deseo de que los demás estén libres de sufrimientos; es un razonamiento (proximidad física): que surge de la constatación de que todos los seres humanos somos iguales.   No somos compasivos porque sepamos qué es el “bien” sino porque hemos vivido y hemos experimentado el mal: el hambre, el aburrimiento, el vacío, el sinsentido; es una acción (proximidad responsable): no se trata de padecer “por”, sino de padecer “con”, “juntos”, “en el camino”. La compasión significa inmersión total en la condición del ser humano.

 La compasión no es caridad

Compasión no es ¡Ay, pobre! ¡Qué penita me da!, como si el que lo dice fuera más capaz o superior al otro. A diferencia de la caridad, la compasión emerge en el ánimo ecuánime, justo.

La caridad deriva en limosna; pero la caridad sin justicia no se puede llamar caridad, y una justicia que no se abre al amor no es completa. La caridad se ciñe al círculo de “lo económico”. Es una piedad que se ejerce desde “lo alto”. El caritativo no se pone ni en el lugar del otro ni junto a él, sino frente y por encima de él. Paradójicamente, por tanto, ser caritativo no reduce el poder sino todo lo contrario, lo acrecienta. Desde las alturas de su condición, y como un acto de suprema afirmación de su propio yo, perdona al doliente, le concede la gracia, pero no lo hace por él, por el que sufre, ni por su familia, ni por sus amigos, ni por el mundo.

Los reyes, históricamente, pueden ser crueles; algunos empresarios pueden ser crueles; y, sin embargo, su crueldad no les impide ser piadoso, incluso caritativos. Al contrario. Precisamente porque tienen “poder” pueden serlo. La acción piadosa es una acción reservada al poderoso.

No puedo dejar de mencionar aquí una obra de Benito Pérez Galdós que viene al caso y que me impactó profundamente en lo humano y en lo literario: “Misericordia”. Seré breve y sintético. Benigna, la protagonista, aunque vive en un contexto histórico eclesial (se publicó en 1897) que lo impregna todo, en mi opinión, no necesita de un fundamento religioso; atiende espontáneamente, amorosamente, a todo el que lo necesita. Sin límites morales, como cuando se salta los intereses y la moralidad de doña Paca, su señora, para ayudar al moro Mordejai y a tantos menesterosos. Galdós rechaza el sentimiento de la lástima y condena la caridad cristiana como transacción mercantilista; denuncia la desigualdad social. Benigna actúa por amor, un amor inherente a su persona.

Algunos rasgos de la compasión

Mirar a los ojos, verle, trato horizontal; tratar al hermano como hermano; todos los hombres son mis hermanos. “En cada hombre hay algo sagrado”, dice Simone Weil. La misma idea subyace en “El hombre y lo divino” de María Zambrano.

La mujer compasiva, el hombre compasivo lo es porque ha sufrido mucho; y se ha desenvuelto entre la resignación y la rebeldía. No se ha dejado ahogar del todo y por eso ha podido dar aire a sus hijos, a sus hermanos. Y no guarda rencor. Se ríe bobamente, como si el sufrimiento no fuera con ella o con él.

El verdadero amigo no elimina nuestro sufrimiento, pero nos ayuda a soportarlo; nos da acogida, hospitalidad, acompañamiento; Nos consuela con su presencia, sus palabras y sus silencios. Es compasivo el hombre, la mujer, que sabe guardar un secreto que alguien le confía. La mujer, el hombre compasivo no hurga en la intimidad del otro ni se aprovecha de lo que sabe para destruirlo. El hombre compasivo es respetuoso.

El hombre compasivo anima al «homo patiens», al hombre doliente, a que se distraiga para reducir su dolor; si puede lo distrae.

Una ética de la compasión se apoya en la convicción de que el azar, la casualidad, el hundimiento de proyectos, intervienen en la configuración de la experiencia de manera ineludible. ¡Vidas que se destrozan sin saber cómo! Pero, además, uno no elige en qué familia nace, ni en qué barrio; ni elige su orientación sexual; ni su origen étnico; ni el color de la piel; ni las discapacidades. Las casualidades están en la primera línea de todas nuestras decisiones diarias.

Un ser humano para seguir siendo «humano» necesita estar abierto, que no complaciente, a la posibilidad de lo inhumano. Lo humano solo podemos vivirlo si somos capaces de entrever lo inhumano de cada situación, el sufrimiento, el verdadero rostro del que tenemos enfrente. Ese rostro que los medios de comunicación y las redes sociales tantas veces nos enmascaran.

La ética es una «respuesta» que nace de la inquietud por la suerte del otro. Nadie se vuelve moral por buena voluntad al estilo rousseauniano, ni por haber decidido universalizar la máxima de sus acciones al estilo kantiano, sino por «responder» al encuentro con el otro, porque el otro me interpela de una manera imprevista, improvisada, en una relación singular e irrepetible, en una heteronomía originaria.

La compasión es la forma genuina de la desapropiación; no pretende apropiarse del otro imponiéndole unos comportamientos morales: normas, principios, deberes, conductas; solo pretende ofrecer hospitalidad, acogimiento. La compasión es una ética de los afectos, de la fragilidad, de la vulnerabilidad, y que trata de dar una respuesta, aunque uno no sepa bien si se ha actuado correctamente. Porque en una ética de la compasión, en algún sentido, no se puede tener la conciencia tranquila.

No hay respuesta ética solo porque cumplamos correctamente las normas, los deberes; también cuando somos capaces de transgredir el orden normativo: el orden moral, jurídico y político, por ser compasivo.

Compasión es, cuando ante un error, un fallo o una falsa concepción de la vida en el otro, si no podemos hacer otra cosa, mantenemos un silencioso respeto. ¡Ya lo pagará! Ningún hombre merece un mal destino. Por mucho mal que haya hecho, no se merece un mal añadido. Bastante tiene con la mala conciencia de no haber hecho el bien. Hay compasión en las palabras hirientes que no se dicen.

 

Es un acto cruel delatar al compañero que ha realizado una supuesta mala acción. Es un acto compasivo disimular las carencias del otro, su ignorancia, sus dificultades de expresión; no destapar los defectos, los límites del otro. El acto compasivo es silencioso.

Porque hay problemas, situaciones que no se resuelven hablando, practicando una lógica; lo único que podemos hacer es acompañar a la persona. ¿Cómo acompañar a los que sufren por los que no están?

La mujer compasiva, el hombre compasivo es ecuánime: no distingue entre «los míos» y «los otros»; los míos, sí, los más cercanos; los otros, no son extraños para la persona compasiva, son hermanos. Todos merecen el mismo respeto, la misma ternura. Es imprescindible eliminar toda parcialidad. La compasión genuina es incondicional y gratuita.

 

Solo es compasivo el que tiene un trato singular con el otro; va más allá de etiquetas; distingue entre las ideologías y la persona. Adapta su estilo y su gesto al rostro y al momento del otro.

La compasión perdona, no pide venganza, no castiga; la compasión pide perdón, reconoce errores, humilla aceptando el valor del otro. Significa no guardar rencores, odios, en la memoria. Hacer «borrón y cuenta nueva», «pasar página»; porque si no la vida se hace insoportable.

Compasiva es la persona que respeta sin juzgar y, más aún, sin prejuzgar. Juzgar es diferenciar. Crear diferencias. Dividir. Donde hay diferencias hay encuentros y desencuentros. La rueda del dolor puesta en movimiento. El hombre compasivo elimina las diferencias; sabe contemplar lo que somos más allá de las diferencias.

“Porque en un principio no fue el canto de los ángeles ni la luz divina, no. En un principio fue el grito. Y el hambre” (La compasión difícil, Chantal Maillard).



Publicado en La Voz del Sur.

 

La lentitud: Café de sobremesa




Era una mujer muy querida. Menuda; ojos azules, mirada cálida; trabajadora concienzuda, bien organizada, la mente clara, el hablar pausado, sabía ganarse el respeto de sus subordinados con autoridad moral, sin aspavientos. Orfebre diseccionando y acariciando los movimientos del alma. Afrontaba la vida con una alegría natural, fresca, sin impostura. Dominaba el arte de la sucesión armoniosa del tiempo, de la serenidad. Interpretaba siempre los acontecimientos en favor de su viento íntimo. Jamás se enfadó en público. Combinaba sin trabas esfuerzo y placer.  Pero lo que más me llamaba la atención de su vivir era lo que ella llamaba el “momento más feliz del día”: el café de sobremesa. Su aroma, su sabor, su soporcito, las palabras dejadas caer poquito a poco… ¡Mira qué acto tan sencillo! ¡Y qué misterioso! Seguramente, supongo, le ayudaba a conciliar el día: entre obligación y ocio, entre responsabilidad y libertad; sería un tiempito de recuperación de fuerzas para afrontar la tarde con el mismo entusiasmo de la mañana. El día es muy largo si se vive minuto a minuto.  Una sola cosa no soportaba: la velocidad. “El ritmo de mi vida lo decido yo; vivir de prisa no es vivir, es sobrevivir”, decía. Por eso, trataba de aislarse de las pautas sociales vertiginosas.

Por cierto, se llamaba y se llama I. Seguramente, yo empatizaba con ella por lo tranquilo que soy. Creo que me enamoré de ella, pero… llegué tarde; o, acaso, nunca fui. Me llamo Baba Jess. Soy pausado, tardón, cachazudo; como cualquier hombre parsimonioso. Soy un hombre lento, vulgar. Mi vida no tiene un interés especial.

El hombre lento es básicamente inactivo, vive la vida mirando, como espectador. Disfruta contemplando el río o tumbado delante de la chimenea. Es un hombre congelado en el tiempo, sus miembros paralizados. Es como un reloj despertador al que se le están agotando las pilas y hace un dilatado tictac; las agujas de su reloj interior están siempre retrasadas. A veces dice: “¿No llevaré toda una vuelta de retraso? Con una vuelta de retraso se tiene un presente muy corto”.

El hombre calmoso, cuando mira las cosas fijamente, sin darse cuenta se pone a meditar. Si se trata de un objeto estudia cada detalle y, sobre cada detalle, se hace mil preguntas. Percibe movimientos que para los demás son casi imperceptibles: la danza de las nubes con el viento en calma, el movimiento de las flores siguiendo al sol, cómo crece la hierba.  

Con los amigos, en las conversaciones, habla como deletreando; y si quiere responder de prisa se atranca y empieza a tartamudear. En ocasiones responde a preguntas anteriores, cuando ya no toca. Alarga tanto el discurso que parece un monólogo monotemático. Entonces, los demás tuercen la cabeza como diciendo: ¡Me estás aburriendo, acaba de una vez! O: ¿De verdad, tú fuiste el espermatozoide más rápido de tu padre?

Hablando con los demás se da cuenta de que cuando se habla demasiado deprisa, el contenido de lo que se dice suele ser tan superfluo como la rapidez con que se expresa. Sus familiares y sus amigos le gritan con frecuencia: ¡Patoso, idiota, torpe, inútil, indeciso, vago! Cuando le dicen estas cosas se siente despreciado.

Por eso, ese hombre lento se ha propuesto hacer las cosas con rapidez y, para aprender, va a investigar la velocidad en su cuaderno de notas, que no escribe para nadie, solo para sí mismo. La primera palabreja con la que se encuentra en su indagación es: ¡Turbocapitalismo! ¿Qué es, por Dios? Parece que todo empezó con el reloj, la “máquina esencial” de la revolución industrial. A finales del siglo XIX, según cuenta Carl Honoré (Elogio de la lentitud, págs. 25-26, RBA libros), se creó la hora oficial. Hasta entonces, cada ciudad medía el tiempo según las horas de sol, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Pero, para posibilitar que los horarios de ferrocarril fueran eficientes, las naciones empezaron a armonizar sus relojes. En 1884, veintisiete naciones convinieron en reconocer Greenwich como el primer meridiano, lo cual condujo finalmente a la creación de la hora oficial global. En 1911, la mayor parte del mundo se regía por la misma hora.

Antes, en el siglo XVIII, Adam Smith, uno de los creadores de la economía clásica, se refería a las ventajas de la división del trabajo para la productividad en la producción de alfileres. Según Smith, un hombre que tuviera él solo que estirar el alambre, enderezarlo, cortarlo y encargarse de cada una de las dieciocho operaciones conducentes a la obtención de un solo alfiler, podría invertir un día entero. Con la división del trabajo, una pequeña fábrica integrada por diez empleados podía fabricar del orden de cincuenta mil unidades a lo largo de una jornada hacia 1770.

A finales del siglo XIX, un asesor de dirección empresarial, Frederick Taylor, en la Acería Bethlehem de Pensilvania, utilizó un cronómetro y una regla de cálculo para determinar, hasta la última fracción de segundo, el tiempo que debería requerir cada tarea para obtener la máxima eficiencia.  “En el pasado, el hombre ha ocupado el primer lugar –dijo en un tono amenazador-. En el futuro, el “Sistema” debe ocupar el primer lugar”.

Ya en 1971, Klaus Schwab funda y preside el Foro Económico Mundial, organización sin finalidad de lucro, exponiendo la necesidad de correr en términos muy escuetos: “Estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño, a un mundo donde los rápidos se comen a los lentos”.

De modo que, efectivamente, vivimos de un modo frenético, en el reino de la prisa, en la sociedad de la velocidad:  

Comida rápida, aglomeración en las ciudades, coches vertiginosos, trabajo mecanizado sin sentido, asistencia médica en minutos, sexo rápido, ocio invadido por las plataformas de internet con mensajes cortos y banales, educación de los hijos basada en la competencia y en la multiplicidad de actividades extraescolares, modelo de búsqueda del éxito a cualquier precio en los medios de comunicación, etc. Todo es correr, todo medido temporalmente. ¡Ay, el jodido reloj! ¡Ay, el maldito capitalismo que enriquece, sin piedad por los parias del mundo, a los que ya son ricos!

Hoy todo se cuantifica: el tiempo, las ganancias, los “me gusta”, las notas de los escolares, los objetivos que exige la empresa al trabajador, las encuestas preelectorales, etc. Se sobrevalora al hombre de acción que cumple sin rechistar sus funciones dentro del sistema global o del subsistema que sea: empresa, sanidad, educación, ocio, instituciones religiosas… El hombre de acción es pura actividad: “en el principio fue la acción, no la palabra”; funciona como parte de la maquinaria en la búsqueda de un único fin: el éxito. No tiene límite de horas en el trabajo; no se pregunta por la finalidad de sus acciones; no piensa, solo ejecuta órdenes; puede variar su opinión en función de lo que piense el jefe; muestra satisfacción aunque no esté satisfecho; se conforma con su salario aunque crea que está mal pagado; defiende sutilmente sus intereses y, si es necesario, con agresividad; procura ocultar su subjetividad, sus sentimientos, cuando los tiene; no cuida la relación con los compañeros. En definitiva, estamos ante el hombre-máquina que siente vacío, insatisfacción, falta de sentido, pero que no está dispuesto a reflexionar o que cree imposible cambiar el rumbo de su vida.

En el último tercio del siglo XIX se pensaba que, con la máquina, se iba a obrar el milagro del tiempo libre. Sin embargo, con el neoliberalismo económico y la aceleración tecnológica de finales del siglo XX y lo que va de siglo XXI cada vez disponemos de menos tiempo; deseamos que todo sea más y más rápido; nos impacienta perder el tiempo y nuestra vida se convierte en una carrera constante contra el reloj. Esa es la gran paradoja de la aceleración tecnológica: disponemos de medios tecnológicos para acortar la duración de las tareas y, sin embargo, tenemos menos tiempo. Estamos acosados por el principio de celeridad: embutir el mayor número posible de cosas por hora, por minuto, por segundo.

Las consecuencias son evidentes. Muchas personas padecen las enfermedades de la prisa: el estrés, el insomnio, las jaquecas, los problemas cardiacos, los trastornos gastrointestinales o la hipertensión son algunas de las consecuencias de vivir apurado. Corremos como pollos sin cabeza; todo es transitorio, todo es superficial, todo es olvido.

Ya en 1877, R. L. Stevenson (En defensa de los ociosos, Gadir, 2010, pág. 34) propone el “Teorema de la vivilidad de la vida”: “Si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, ociosa ha de permanecer”. Stevenson no promueve la holgazanería. Lo que quiere es que el trabajo pierda su condición de valor absoluto. Sabe que no hay prosperidad sin esfuerzo, pero del hombre que vive para trabajar dice que “siembra prisa y recoge indigestión”, que tiene los “nervios desquiciados”, que es, en fin, “un elemento maligno para las vidas del resto de gentes”.

Lo natural en el ser humano es andar, no correr; andar es la velocidad de los sentidos. Dice Milan Kundera (La lentitud, Tusquets, pp. 47-48): “Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido… El grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido”. De esta cita desprende la siguiente conclusión: “nuestra época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente de sí misma” (pág. 147).

Vivimos en un tiempo fragmentado, atomizado, medido. El presente son picos de actualidad aislados, partículas de lo real, que dan tumbos en un espacio vaciado de sentido. Acaso tenga que ver con la de veces que se repite en nuestra sociedad actual la palabra “análisis” (dividir en partes). La aceleración no tiene dirección, lo que hay es, más bien, dispersión temporal. No hay una estructura ordenada que rija el tiempo y genere una duración. Y, por eso, deambulamos en lo fugaz, en lo efímero. Y de este modo, uno mismo se convierte en algo radicalmente pasajero. La fragmentación del tiempo genera una fragmentación de la identidad.

Es necesario ralentizar la vida para que los acontecimientos puedan cristalizar en historia personal y colectiva. Es necesario dedicar tiempo a la reflexión, a la autonarración de la vida para elaborar nuestra síntesis de sentido. La velocidad solo se reducirá en la medida en que la “vita activa” acoja de nuevo en su seno la “vita contemplativa”: cocina de calidad a fuego lento, ciudades lentas (reducción del tráfico, de la velocidad y del ruido), trabajo humanizado, caminar, leer, meditar, mindfulness (respiración profunda), yoga, pilates, la jardinería, el arte (la pintura, la escultura, el cine…), la música…

 


Publicado en La Voz del Sur