domingo, 6 de noviembre de 2022

Paseo junto al mar

 

                                                                            Paseo junto al mar. La Caleta, en Cádiz, en una imagen de archivo. MANU GARCÍA


“La mer, la mer, toujours recommencée” (El mar, el mar, siempre empezando de nuevo)

                            El cementerio marino, Paul Valéry

 

         Muros impenetrables. Bloques cuadrangulares. Ventanas cerradas y vigilantes. Adoquines irregulares. Aire impuro. Ruido y griterío ensordecedor. Estrés. Locura colectiva inconsciente. Trasiego urbano.

         Aire limpio, respiración pausada. Un sol radiante de luz, calor y energía. Párpados deslumbrados que se cierran y, al abrirse, se alegran los semblantes. A la izquierda el dorado del astro, a la derecha el azul del mar.

         Mar que se extiende y se repliega. Horizonte que te permite ver sin mirar, alentando desde la lejanía sentimientos prometedores, palabras cálidas que dan impulso a tu corazón. Las olas se retuercen y se desploman en un orden caótico y armónico, anárquico y metódico, con un ritmo preciso. El mar es tan abierto que solo hay un escondite, tu intimidad; el diálogo contigo mismo, asentando tu propio ser. Luna que altera las mareas. Leyes físicas, impacto mágico.

         El mar es movimiento que se refleja acústicamente; nunca hay silencio. Rumores grandes o pequeños, agitados o serenos; el mar suma todos los sonidos, todas las escalas, todas las frecuencias. Son sonidos no amenazantes, por eso calman. Es como si estuvieran diciendo: ¡No se preocupe, no se preocupe, no se preocupe! Dice la cultura popular que las caracolas, al pegarlas al oído, guardan en su interior el sonido del mar, un murmullo fluctuante como las olas que vienen y van.

                           

                            Necesito del mar porque me enseña:

                            no sé si aprendo música o conciencia:

                            no sé si es ola sola o ser profundo

                            o sólo ronca voz o deslumbrante

                            suposición de peces y navíos.

                            (El mar, Pablo Neruda)

         Una señora pequeña, con un gorrito redondo de tela camina lentamente  acurrucada hacia dentro, seria, sosegada; un pescador que sabe de la utilidad de lo inútil, pasa sus horas vivas, que no muertas, respirando calma y satisfacción porque el mar le ha ofrecido un jurel y una dorada para el almuerzo familiar; una joven deambula descalza, exhibiendo tics en el rostro, un leve tartamudeo solitario y parpadeos incesantes, que parece que se agitan siguiendo los vuelos desordenados de las gaviotas o acaso tratando de olvidar los atropellos de la vida; un hombre gestiona negocios o asuntos públicos desde la orilla; una mujer con varices camina por el borde del mar con los pies chapoteando en el agua para mejorar la circulación de la sangre; algunos se aíslan más si cabe con unos auriculares escuchando música o algún programa de radio amable; unos van y otros vienen, transitando; rápidos para activar su cuerpo o lentos para templar su alma.

         Un hombre extravagante, de vocación reportero y de antigua profesión armador de un barco de pesca, el Frescomar4, con bañador rojo y una camisa floreada azul y blanca. Mueve la cabeza de un lado a otro. La cara perturbada, como si tuviera un mal sabor de boca, chasqueando la lengua. Las orejas del color del azufre.

         Nuestro hombre padece de dolores de cabeza frecuentes. En el escondite sagrado y salvaje de su cuerpo los silencios le hablan. Vive en permanente desacuerdo con el mundo. Mira al mar buscando respuestas y se da cuenta de lo solo que se encuentra. Piensa que todos los cerebros están desordenados, que todos los hombres tienen su Bruto en el alma. Sus espaldas cargan una enorme cantidad de peso muerto. Está instalado en el silencio, como si su mundo fuera una tumba.

                           

                            “Para mi cuerpo dolorido,

                            para mi triste alma lacerada,

                            para mi yerto corazón herido,

                            para mi amarga vida fatigada…

                            ¡el mar amado, el mar apetecido,

                            el mar, el mar, y no pensar nada…!

                            (Ocaso, Manuel Machado, extracto)

 

         En la playa ventila el miedo. La luz refulgente acompaña su silencio. Las palabras de los transeúntes le ayudan a vivir, a renacer, casi dan respuestas a sus preguntas esenciales. Posee una memoria prodigiosa. Dedica aquella mañana a hacer a los paseantes dos sencillas preguntas: ¿Por qué le gusta caminar por la playa? ¿Qué le gusta del mar? Y va anotando en su cabeza de manera fidedigna las palabras que le dicen los caminantes.              

         Los mayores declaran: ¡Es una gozada, una maravilla! / Necesito andar, es una necesidad, simplemente. / Me gusta la vista del mar. / Soy una persona bastante nerviosa y esto me viene muy bien, me relaja un montón. / Respiro aire puro, es una terapia.

         Pero se sorprende sobremanera con las respuestas científicas de los jóvenes: El poder curativo del mar viene desde civilizaciones muy antiguas. / El mar nos aporta iones negativos que producen serotonina y nos ayudan a relajarnos, a darnos alegría. Mejoran nuestro humor y reducen el estrés. / El yodo que se encuentra en la brisa marina es rico en sales minerales y un bactericida natural para prevenir las infecciones. / La temperatura fría o templada del agua del mar activa nuestro corazón y mejora el sistema circulatorio. / ¡Es sanador, es liberador, es terapéutico! Desconecta del asfalto, del alquitrán, pisas tierra húmeda. / Los sonidos del mar son ancestrales. / El color azul, el olor, la sal, nos da calma y tranquilidad. / Ayuda a concentrar la atención en un estado de meditación.

         Y aquel hombre de cuerpo tostado, satisfecho, se zambulló y nadó en el mar abrazándolo.

 

                            Si muero, que me pongan desnudo,

                            desnudo junto al mar.

                            Serán las aguas grises mi escudo

                            y no habrá que luchar.

                            Si muero que me dejen a solas.

                            El mar es mi jardín…

                            Oiré la melodía del viento,

                            la misteriosa voz…

                            Soñando, sollozando, cantando, yo volveré a nacer.

                            (Junto al mar, José Hierro, extracto)


El éxito, una luz cegadora

 

                                                                                                            Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, de Johann Wenzel Peter.


‘El éxito diría yo’ “… actuaría como los fuegos artificiales, una vez alcanzada la máxima altura y brillo para despertar la admiración del respetable que asiste mirando extasiado, entonces se cae de golpe, quedando sólo de su recuerdo el mítico palitroque, sombra de cuanto fue, pálido reflejo de un esplendor pasado”.

          (Instrucciones para fracasar mejor, Miguel Albero)

“Dios nos dijo que habría pobres entre nosotros, lo que no precisó es que tuvieran que ser siempre los mismos”.

          (Cuadernos para el diálogo, Joaquín Ruiz Giménez)

“Sólo existe verdadera alegría cuando se encuentra al mismo tiempo obstaculizada: la alegría es paradójica o no es alegría”.

          (Lo real y lo doble: Ensayo sobre la ilusión, Clément Rosset)

El éxito se nota en la sonrisa imperecedera, que al abrir la boca exhibe una dentadura blanquísima y reluciente. En unos cuerpos “perfectos”, que tienen el arte de posar con naturalidad y que están delineados por espléndidos vestidos.

Paraíso en la Tierra:

Mar de fondo azulado, transparente y sereno; suntuosos palacios, castillos de los siglos XVIII y XIX, casas colosales con acceso privado a la playa, alfombras carmesís, decoración fastuosa, arañas de lentejuelas, espejos rectangulares de pared en los que petimetres y currutacas se ven las caras, manteles de hilo, cristalería de Bohemia, vajilla de La Cartuja, cubertería de plata, relojes de anticuario, jardines versallescos con pinos centenarios, yates a lo “James Bond”.

Ejecutivos de gris:

Antiguos linajes (“hijos de…”), príncipes y princesas, duques, marqueses y condes; financieros y empresarios; gestores y abogados de grandes firmas; “top model” e “influencers”; deportistas profesionales, cineastas y escritores… Españolísimos de nuestra patria; todos ellos chicos y chicas de Harvard o Berkeley, educación apropiada a sus sólidas cuentas corrientes, parlantes políglotas sin mucho que decir. Todos con despacho junto al salón, aunque muchos de ellos no han trabajado nunca ni piensan hacerlo. Algunos nunca se jubilarán porque nunca han trabajado. Todos dignos de medallas y condecoraciones. Algunos, los de superior inteligencia, se comunican mejor con los relinchos poéticos de los caballos de raza española y los ladridos místicos de los perros de caza que con las personas. Afecto, mucho afecto; cariño, mucho cariño; risas, muchas risas; orgullo, mucho orgullo. Duermen la siesta con el “Cinco días” o el “Expansión” encima de la tripa. Son los ilustres de la Tierra, familias ricas por la gracia de Dios. Ídolos de nuestro tiempo, de todos los tiempos. “Hijos de …”.

Maniquís parlantes:

Hombres: Chaqué gris o negro, pingüinos con corbata de seda; Mujeres: Pamelas de enormes alas; cabello semirrecogido con ondas; pendientes de oro blanco de los años cincuenta; gargantilla de diamantes; uñas de color cinabrio; vestido drapeado de color azul cielo largo “midi”; escote cuadrado, manga francesa y lazada de organza en la espalda; tacones de aguja más altos que la torre Eiffel; por último, para redondear, un romántico “bouquet” de peonías blancas. Son mujeres y hombres elegantes, emperejilados y presumidos.

Selección de personal:

Estricta y rigurosa elección de los criados, con un único criterio:  su carácter amable, sumiso y servil. Por los interiores de las casas y por los jardines de las familias aristocráticas desfilan uniformados los sirvientes, escogidos de todos los lugares del país: La Cagasucia, el Tiñoso, la Pinanta, el Escalichao, la Maricoles, el Moñigo, La Marisantos, el Jonymelavo, la Mica, el Sindiós… Ellas, las chachas, con cofia y guantes blancos y, hasta hace no mucho, obligadas a media genuflexión cuando era solicitada su presencia, o en alguna audiencia. Los sirvientes, ellos, obligados a agachar la cerviz y, tal vez, a llevar calzoncillos blancos nuevos todos los días, como parte del salario en especie, y con la consigna de que debían de ponerse lo de atrás delante, no sé por qué.

¡Son el modelo ideal, el cogollito de la raza española, el deseo de mi corazón de oro! ¡Qué injusta y envidiosa la lucha de clases!

¡Corazón, corazón / corazón pinturero/ qué pedazos de artistas / hay en las revistas / de mi peluquero! (La Parodia Nacional).

                                               *****

Un amigo profesor de Filosofía y Ética en un instituto, me contó que un día en la asignatura de “Ciudadanía” preguntó a sus alumnos de trece o catorce años ¿A qué persona admiras de tu entorno? La respuesta fue unánime: A un jugador de fútbol portugués, cuyo nombre es innecesario mencionar. Ninguno eligió a su padre o a su madre, a algún amigo o a su profesor preferido. Yo le dije: “Natural. Es joven, guapo, muy rico y famoso. Ya no hay referencias humanas cercanas, solo mediáticas”. El balón, el esférico dicen los cursis, ya no es únicamente un instrumento de juego omnipresente desde niño entre los varones; se ha convertido en un símbolo de las aspiraciones de los jóvenes y de los anhelos truncados de los mayores.

No hace muchos años el triunfador era un ser humano virtuoso. A la persona justa, prudente, amorosa o humilde se la consideraba como una persona admirable, digna de estima e imitación. No es la situación más habitual en la sociedad contemporánea.

Ahora, añoramos ser ¡el rey!, el emperador!, ¡el jeque!, ¡el empresario modelo!, ¡el presidente!, ¡el hombre divino! ¡Oh, qué fatigosa es la ascensión en la pirámide social! Actualmente la tendencia es que el éxito venga determinado por la riqueza, el poder, la fama; en definitiva, por la ‘posición social’. ¡El colmo de un nuevo rico es aspirar al amor de una mujer que se llame Gloria! Hoy el valor de una persona no reside en sus cualidades, sino en el precio que puede obtener por sus servicios. 

El éxito, en la vida académica o laboral, se forja en la competitividad, en la competencia. Se trata de competir por los mejores resultados. ‘Si tienes talento, energía y habilidad llegarás a la cima’. Es la meritocracia. Pero, ¿ésta se basa exclusivamente en las capacidades personales y en el esfuerzo? Falso. La meritocracia, salvo excepciones, es una de las grandes mentiras de Occidente. Todos conocemos cómo intervienen los amiguismos, los contactos, los enchufes, la sumisión, el peloteo, los chantajes… Acaso ¿no conocemos en la cúspide de la política o en los medios de comunicación (en las tertulias, en la prensa, en los programas de ocio) a auténticos botarates?

En el contexto tecnológico y cultural actual, el éxito se mide en el número de ‘likes’ (me gusta) y ‘followers’ (seguidores). Si tienes pocos ‘likes’ y ‘followers’ te quejarás llorando a moco tendido; si tienes muchos ‘likes’ y ‘followers’, ebrio por la debida atención del público, con la baba caída, te sentirás triunfante, empingorotado como un pavo real.

Evidentemente, aquí, me interesa el éxito en un sentido amplio, no solo economicista. El desarrollo económico se ha convertido en el bien supremo. Pero a mí me gusta vivir en un espacio donde corra el aire. El éxito es efímero. No hay éxito que no aparezca en la vida combinado con el fracaso. El Éxito, así, con mayúscula, no existe. Existen las metas, los logros y existe la cima de la montaña, pero cuando se llega, si se llega, ¿después qué? La vida sigue en el valle.

El éxito es, a mi modo de ver, la realización con convicción de los proyectos personales que nos marcamos en la vida, que pueden ser pequeños o grandes, a corto o a largo plazo; que recogen las aspiraciones y los sueños de cada individuo, y que se vinculan con el desarrollo de nuestras capacidades, lo que hace ya algunos años se llamaba vocación. Es la realización de uno mismo de manera discreta: el don que somos capaces de entregar, secreta y generosamente, a los que nos rodean, El hombre decide qué quiere ser y lo ejecuta; ya no le mandan los dioses como antaño, ni las pautas exclusivamente materialistas e individualistas del capitalismo. Y cuidado con equivocarse de proyecto eligiendo una sola dimensión (por ejemplo, la profesional), o en lugar de querer ser felices elegir ser exitosos. O ser negligentes en la realización de nuestro proyecto. ¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!

Algunos pequeños/grandes éxitos:

Hacer el camino de Santiago; tener un huerto; disfrutar la paz que nos da el mar; sacar adelante una pequeña tiendecita de barrio; aprobar unas oposiciones con sangre, sudor y lágrimas; sacar adelante una pequeña empresa a base de salarios justos y mucho sacrificio; salir de una infancia de hambre, con el apoyo tenaz, ilusionado e imprescindible de tus padres, y conseguir una posición digna en la vida; llegar a final de mes con el salario mínimo interprofesional; seducir al hombre o la mujer del que estoy enamorada/o; tener un círculo de personas que crean en ti y a las que quieras mucho; vivir del arte; no quedarte en el suelo, sino ser capaz de levantarte; tener confianza en ti mismo. Son pequeños triunfos, callados, silenciosos; pequeñas conquistas. Es lícito tener estos proyectos y luchar contra viento y marea, de manera firme y decidida, por alcanzarlos. Suelo y cielo; pan y sueños. Hay que competir si es necesario, pero sin arrollar a nadie. Son las pequeñas victorias de los “aristócratas de la intemperie”.

Elogio de un triunfador alegre:

Se llamaba Esteban. Trabajaba de administrativo. Era un hombre de gustos muy sensibles. Prefería las relaciones cara a cara, los contactos con aire secreto, mejor que la fama. Le gustaba relacionarse con personas que le hiciesen sentir como en su hogar. En su tiempo libre, con un amigo y una amiga, era payaso. Se ponía una camiseta y unos pantalones de muchos colorines vivos, hechos con restos de ropas viejas; unos tirantes y una pajarita; una peluca y un gorro; enormes zapatos y una gran nariz roja. Y acudía gratis a fiestas infantiles de sus amigos o al hospital a divertir a los niños. Pocas veces, muy pocas veces, los contrataban por un módico precio algún centro comercial como animadores. Contaban historias emocionantes inventadas y hacían reír a los niños. Era un triunfo común de los payasos y, por participación, del público. Pero nadie sabe lo bien que se lo pasaban y lo felices que eran Esteban y sus dos amigos. Eran hombres anónimos que no les importaba perder su tiempo; por el contrario, era una manera de dar plenitud a sus vidas. Con esta actividad divertida nunca tuvieron miedo de arruinarse. Y Esteban decía: ¡Qué bonito regalo el cariño de los niños! ¡Qué suerte! Lo que somos lo hemos alcanzado los tres amigos, no por ser 'hijos de...'.

Aquellos hombres, algunos elegidos de aquellos hombres, de todos los tiempos, ellas y ellos, llevaban dos monedas por ojos, y parece que los incontinentes orinaban oro, los estreñidos defecaban platino y los constipados moqueaban plata.

Y entre ellos, un enamorado triunfador y amartelado con su “cuqui”, cantaba en la ducha al ritmo de “La lista de la compra” de La Cabra Mecánica: “Tú que eres tan guapa y tan lista / tú que te mereces un príncipe, un dentista, / ¡tú! / te quedas a mi lado / y el mundo me parece / más amable, más humano / menos raro”.

                                               *****

                            “Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,

                            Y tratar a esos dos impostores de la misma manera (…)

                            Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,

                            Y, lo que es más, ¡serás un Hombre, hijo mío!”

                                      (‘If’, R. Kipling)

 


Desvaríos de un demente


                                                                                   El pensador de Rodin

1. La mejor escuela: la calle. Nos da el título no institucional de Sabio Mundano, experto en Ciencias del Conocimiento de la Intemperie.

2. Tonterías tras tonterías. El que inventó la mudez debería haberla extendido. Iré a mi cirujano para que me corte la lengua.

3. Busco la palabra que me dé aliento y no lo consigo; el verbo no libera, no salva; pero alivia la pesadumbre de vivir; como una sonrisa.

4. El buen orador dice mucho con las palabras justas; el charlatán común dice casi nada con abundante retórica.

5. Solo una Palabra, entre cien mil, en la noche estrellada, merece un brindis por la Vida.

6. Hay personas que necesitan un coro para vivir, y así derrochan su vida; otras, que lideran el coro, encima del escenario, someten y se doblegan al público; coros delirantes dirigidos por lunáticos; hedor de muchedumbre.

7. Padecer el tiempo imperativo: "Haz esto, haz lo otro". Disfrutar el subjuntivo y sus expresiones de deseo: "¡Ojalá te vaya bien!", "Qué tengas un buen día!

8. Vivir: Transcurrir de exterminio de la ilusión, de la quimera. Lo llaman madurez. Entre el mundo y los otros, y cada uno, un muro pétreo infranqueable.

9. El piloto perdido y extraviado por mil vericuetos, alejándose de su soledad. Mira a su alrededor y dentro de sí, y huye de la miseria.

10. Las piezas, los fragmentos, en el transcurso de la vida, van encajando lentamente en nuestra mente, aceptando la complejidad y acercándonos a la unidad; vitalmente no acaban de encajar, siguen las contradicciones.

11. Las quejas y los reproches que más molestan, los de la propia conciencia. ¡Maldita culpabilidad!

12. Vivir contenido, limitado, aunque no constreñido; si te constriñes, te destruyes; si te contienes, atisbas la vida.

13. Ritualizar la vida. Rutinas, solo rutinas. Hastío improductivo. Caída. Sin embargo, detesto entrar en la rueda de la competencia.

14. Algunas personas son "infelices", en el sentido de poca cosa; otras son "pletóricas", lo invaden todo, incluidos a "los infelices".

15. No hay deseo más estúpido que el de ser íntegro. Los temblores desintegran.

16. Sin riesgo, no hay éxito. Sin prudencia, no hay satisfacción.

17. Siempre te deja desnudo; nunca te viste. La vida es inanición, no lo olvides.

18. Cuando ya solo queda el ruido de la compañía, en el naufragio del amor, en la soledad rotunda; dos mentes aturdidas, desenfrenadas. ¿Cuándo se extraviaron los caminos?

19. La religión, tal vez no lo divino, entrelazada con la política: sustento de los poderosos; la política ligada a la religión de palio, procesión y folklore. ¡Mezcla explosiva, gente perniciosa!

20. Alabanza del "hombre descocado', el que ha perdido el 'coco', que ya no es racional, solo razonable; el libertino responsable.