martes, 14 de junio de 2016

Elogio noble de la banalidad


     La vida es un cuento, un relato narrado por multitud de personajes locuaces, un gallinero lleno de ruido y de furia. Por eso, antes que las palabras prefiero las acciones. Y algunas son muy sencillas,   neutras, insignificantes, y nos reconcilian con la naturaleza o con nosotros mismos: oler la tierra húmeda, contemplar una puesta de sol, caminar en la ciudad o en la montaña, comer el pan recién salido del horno de leña,   los viejitos tomando el sol, tomar un café después de comer,  compartir una copa de vino con unos amigos, practicar deporte… y otras muchas más.

     Todas estas acciones parecen tener un rasgo común: Necesitan de tiempo, mucho o poco; y de una disposición entregada e inocente a perder ese tiempo que nos requiere la acción, sin horario ni calendario. Se suspende el carácter utilitario, productivo del tiempo. Parecen seguir el lema: “Mientras voy y vengo en el camino me entretengo”.

     La forma más lograda en que se presentan estas acciones banales es ese sueño ligero que llamamos “a duermevela”. Período, generalmente breve, que precede a perder la conciencia con el sueño profundo. Palabra compuesta de dormir y velar. Es la modorra versátil de la madre que descansa al tiempo que vela el sueño o el juego de sus hijos.

     Requiere cierto silencio y una luz tenue. Y ahí aparecen en el pensamiento, entre el consciente y el subconsciente, brillantes ideas, espléndidas composiciones audiovisuales que, por desgracia, suelen desvanecerse cuando queremos recordarlas al recuperar el estado de vigilia. Esas visiones de duermevela son una fuente para la creación literaria o artística.

     Estas acciones triviales no requieren gran ingeniería mental, ni finalismo alguno. Están del lado de lo natural, del placer, de lo que nos hace sentir vivos y felices. Descubrimos la plenitud en lo aparentemente vacío, lo especial en lo rutinario.

     Elogiar lo banal sería hacer una loa de lo inútil en un mundo falsamente productivo, de lo simple que se esconde detrás de lo complejo, de la lujuria que se asocia ineludiblemente con el amor. Ninguna acción tiene valor si solo se ve recompensada en el futuro, ya sea por la salvación cristiana o por una humanidad redimida en un supuesto paraíso terrenal. Que el futuro no nos distraiga del presente. Nuestra única tarea es vivir, respirar, sentir, disfrutar. Ninguna utopía sana puede generar un hombre culpable o triste.

     La banalidad es parte inherente y necesaria de la conducta humana. Tiene que ver con el dios de las pequeñas cosas.  Está del lado de lo espontáneo. Nos proporciona serenidad y sosiego. Supone una especie de descanso, al menos transitorio, del mundanal ruido.

                                       


jueves, 9 de junio de 2016

Citas aladas

“La costumbre, violenta y traidora maestra de escuela. Poco a poco, a la chita callando, nos pone encima la bota de su autoridad; mas con este suave y humilde principio, al haberla asentado y plantado con la ayuda del tiempo, nos descubre de pronto un furioso y tiránico rostro, contra el que ya no tenemos ni siquiera la posibilidad de alzar los ojos”.

               Michel de Montaigne
               Ensayos completos, Cátedra, Libro 1º, cap. XXIII, pág. 149

“Pero nosotros queremos sofistas, en el mejor sentido de la palabra, o, digámoslo más modestamente, en uno de los buenos sentidos de la palabra: queremos ser librepensadores. No os estrepitéis. Nosotros no hemos de pretender que se nos consienta decir todo lo malo que pensamos del monarca, de los Gobiernos, de los obispos, del Parlamento, etc. La libre emisión del pensamiento es un problema importante, pero secundario, y supeditado al nuestro, que es el de la libertad del pensamiento mismo”.

                Antonio Machado, Juan de Mairena I, Cátedra, pág. 209


martes, 7 de junio de 2016

Le entró por las orejas


Ya desde el vientre de su madre escuchaba el ruido estridente de las máquinas de una fábrica de hierro que había junto a su casa. Después, en el colegio, sus compañeros se reían, cantándole: “¿Qué es el viento? Las orejas de López en movimiento”. Él interpretó que debería ser un portento y puso sus orejas a oír durante toda la vida. Tanto escuchó que el mundo le pareció un gallinero y empezó a seleccionar mensajes: palabras originales, sonidos naturales, música clásica… Quería extraer armonía en el ruido.

Hablaba poco porque sus palabras no resultaban muy convenientes a los demás.

Y así, cuando comenzó a salirle la barba, observó que le crecían pelillos de color gris en unas orejas cada vez más grandes y arrugadas. Que era capaz de moverlas por separado en milésimas de segundo para escuchar con una precisión aún mayor. Que emitía sonidos que le devolvía una especie de eco.  Adquirió la capacidad de discernir tonos y timbres, intensidades y volúmenes, cadencias y ritmos, direcciones, velocidades y distancias. Lo que le permitió desenvolverse con soltura en la oscuridad.

Desde entonces no volvió a articular palabra.


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La delicadeza: Una flor en el desierto


Hay días en que la Naturaleza nos ofrece sensaciones gratificantes. Así, en primavera, un mediodía de sol a la orilla del mar es una experiencia sublime. En esas fechas, el astro rey, radiante y luminoso, calienta pero no quema, y el mar, como casi siempre, es un remanso de paz que nos abre a la inmensidad empequeñeciendo los sinsabores particulares y momentáneos de nuestra vida. Los dos, sol y mar, acarician el alma con una belleza deliciosa.

Calor e infinitud son dos vivencias que engrandecen nuestra alma y que podemos ampliarlas practicando la delicadeza. Ésta, es una disposición del espíritu que consiste en la capacidad de desarrollar finura, ternura y suavidad en el trato con los demás para hacerles la vida más agradable. Se trata de un esfuerzo, de una exigencia para ponerse en el punto de vista y en la situación del otro. No soporta lo grosero, lo vulgar, la falta de respeto a las opciones, gustos y preferencias de los demás. El refinamiento en las maneras y en las costumbres hace la vida más grata y hasta encantadora. La delicadeza conlleva un exquisito miramiento en la acción y en las palabras para respetar la dignidad humana.

        La delicadeza del gusto, según Immanuel Kant, se produce cuando los órganos de los sentidos son tan sutiles que no permiten que se les escape nada, y al mismo tiempo son tan exactos que perciben cada uno de los ingredientes del conjunto. 

        La persona que actúa con delicadeza es sencilla, respetuosa, afable, serena, tolerante y con capacidad de autodominio. La persona que no es delicada es tosca, desconsiderada, egoísta, torpe, grosera, descuidada, caprichosa, ordinaria en sus modales, maleducada en sus hábitos de conducta; una persona sin tacto para tratar a los demás.

        Algunas acciones de delicadeza son muy sencillas: saludar y despedirse, utilizar palabras cercanas como gracias, por favor, disculpa, etc., ceder el paso en la acera, dejar el asiento a los mayores, llamar a las personas por su nombre, evitar pasar entre dos o más personas cuando están hablando, respetar el turno de palabra, etc.

        La delicadeza conecta con el ser humano en lo que es, no en su apariencia. Capta al otro no como un objeto de usar y tirar, sino que se abandona en él, no lo instrumentaliza.

        El que es “muy delicado” en sentido peyorativo es que quiere ser atendido el primero; mientras que la persona delicada siempre se posterga, colocando primero a los demás.



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       La persona delicada no es fuerte con el débil y débil con el fuerte; es generosa y elegante con todos y, especialmente, con los débiles. Se contrapone a la altivez del estirado o al cálculo del interesado.

        Deja de manejarse en clave de derechos exclusivamente, dejando claro que vamos a cumplir con nuestros deberes.

        A la persona delicada le produce alegría encontrarse con las personas, aportando alegría y buen humor en cada encuentro; son cansinas las personas que todo lo critican o que manifiestan continuamente malhumor. No tenemos la culpa de la cara que tenemos sino de la que ponemos.

        Es cambiar una cara seria por una sonrisa para relajar el ambiente; es respetar a los que quieren estar solos; es acompañar en silencio a los que necesitan compañía.

        Las personas delicadas respetan la lentitud de una buena conversación, escuchando en silencio. Dejan que las cosas, aún las más banales, se expresen por sí  mismas. Saborean la pluralidad de enfoques. La delicadeza es laica y tolerante.

        Destaca de los demás los aspectos positivos de su personalidad, asumiendo que todas las personas tenemos contradicciones.

        La delicadeza sabe guardar la vida privada de los demás, los secretos, aunque no se haya solicitado explícitamente. Se aleja de la maledicencia y el chismorreo.

         No exhibe la intimidad, pero tampoco se esconde al encuentro con el otro, menos aún lo ningunea ignorándolo.

       Es conveniente no confundir la delicadeza con la ñoñería, la susceptibilidad, la melindrosidad o la melancolía. Algo delicado no tiene porqué ser frágil necesariamente. Acuérdese de aquella canción de M-Clan que dice: Carolina trátame bien, no te rías de mí, no me arranques la piel. Carolina trátame bien, o al final te tendré que comer.

        En definitiva, la delicadeza es una cierta aristocracia del alma, que a la mujer la convierte en Dama y al hombre en Caballero.

                               

Doble cara


El instituto reunía dos espacios distintos: uno exterior, de hormigón, con estructura carcelaria, dura y opresiva; y otro interior, antiguo claustro del convento de los mercedarios, con bóvedas góticas de proporciones equilibradas, que llamaban al sosiego y la espiritualidad.

El balcón mostraba árboles repletos de hojas hermosas y  brillantes. La luminosidad del aire alegraba los ojos. El cielo azulado y estático apaciguaba el corazón. La explicación que había dado a sus alumnos y la conversación posterior creó un clima de enriquecimiento mutuo. Sonó el timbre y los alumnos recogieron. Él bajó la escalera con su cuerpo encogido hacia el suelo e íntimamente satisfecho de su trabajo.

Chema, ya en la planta baja, notó el calorcillo en la piel bajo su camiseta informal. Acumuló en un breve instante su vida y se sentía pletórico. Recordó a su madre que le hablaba tiernamente, sin cesar, todos los días de su vida; y que le ayudaba a organizar todas sus cosillas cuidando hasta el más ínfimo detalle. Y a su padre cuando volvía alegre y dicharachero del campo y se comía a besos a sus hijos. De pronto, sintió miedo. Conocía el ciclo de la vida: tanta dicha no duraría mucho.

Por la colosal escalera de jaspe, que subía a la planta alta del claustro, bajaba, según Chema, la profesora más elegante y sonriente del lugar: Ana. Chema, que estaba dando un paseo abstraído por el claustro, se sorprendió al verla.
-          ¿Qué hace por aquí la diosa del instituto? ¡Contigo la escalera es más bonita!  – dijo el profesor entre bromas y veras.

Ana sonrió afablemente.
-          Nunca me habían dicho una cosa tan delicada – contestó, colocándose bien su pelo rojizo.

Conversaron durante un rato al pie de la escalera de asuntos profesionales. Ella se expresaba con agudeza y su rostro mostraba una sutil sonrisa.



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       Un viernes lluvioso de invierno, soplando un intempestivo viento del norte, se peleaba Chema con su paraguas camino del teatro para ver Tartufo, de Molière. Comenzaba a oscurecer y la plaza del pueblo adquiría un aspecto desapacible y desértico. Se sintió solo y perdido.

Afortunadamente, en la cola de entrada a la sala, se encontró con su prima Lola. Habían jugado mucho de pequeños en las reuniones familiares y tenían una complicidad que no había borrado el tiempo. Lola era una persona de movimientos lentos y fluidos, y fiel con sus amigos a carta cabal.  Él, a su lado, siempre se había sentido feliz.
-           ¿Y tu madre? – le dijo, después de saludarla, mientras plegaba el paraguas.
-           Ahí anda, con sus achaques.
-          ¿Y tú, que tal?
-            Yo bien. Ahora mismo vengo del taichí – y esbozó una sonrisa de plena satisfacción.
-          ¿Qué es el taichí?  –preguntó él.
-          Unos ejercicios chinos de meditación. Y tú, ¿qué haces?
-          Pues trabajando y en familia, con mi mujer y mis hijos.

Los porteros del teatro al tiempo que recogían las entradas les iban entregando una reseña de la obra.
-          ¿Vienes mucho al teatro? –dijo Lola.
-          Sí, sí. Me gusta mucho. Vengo con mucha frecuencia.
-           Por cierto, el otro día tuve que pararle los pies en el taichí a una compañera tuya pelirroja. Dijo que tú eras un prepotente, un chulo, un machista, que te crees dueño del instituto.

Sonó el timbre que anunciaba el comienzo de la representación, llegó el acomodador y los colocó a cada uno en su asiento.

Comenzó la obra pero el pensamiento de Chema bullía en torno a lo que le había contado su prima.
               

El lunes llegó cabizbajo y melancólico. Entre clase y clase, en los pasillos de la zona exterior rocosa y fría del instituto,  se cruzaron. Ella, con unos libros colgando de la mano, le dio los buenos días. Él, que clavó sus ojos en el abultamiento de su nariz, contestó con un hola formal que era el inicio de una guerra soterrada y duradera.


           



Tú eres tú


Tú eres tú,
rebelde cabello de espirales y bucles,
terso cuello de nardo,
sombra triste y hermosa en los ojos,
pecho pubescente para hambriento,
manos retraídas de finas tenacillas,
caderas ancladas en el eterno vaivén,
pasarela divina para tus piernas.

Tú eres tú,
sal blanca y cristalina,
soberbia nitidez descubierta,
catarata locuaz of the soul,
mujer de red inalámbrica,
farol de mil escorzos abruptos,
cruce de caminos y rostros,
brasa ferviente aunque tórrida,
combate victorioso sobre la melancolía.