martes, 7 de junio de 2016

Doble cara


El instituto reunía dos espacios distintos: uno exterior, de hormigón, con estructura carcelaria, dura y opresiva; y otro interior, antiguo claustro del convento de los mercedarios, con bóvedas góticas de proporciones equilibradas, que llamaban al sosiego y la espiritualidad.

El balcón mostraba árboles repletos de hojas hermosas y  brillantes. La luminosidad del aire alegraba los ojos. El cielo azulado y estático apaciguaba el corazón. La explicación que había dado a sus alumnos y la conversación posterior creó un clima de enriquecimiento mutuo. Sonó el timbre y los alumnos recogieron. Él bajó la escalera con su cuerpo encogido hacia el suelo e íntimamente satisfecho de su trabajo.

Chema, ya en la planta baja, notó el calorcillo en la piel bajo su camiseta informal. Acumuló en un breve instante su vida y se sentía pletórico. Recordó a su madre que le hablaba tiernamente, sin cesar, todos los días de su vida; y que le ayudaba a organizar todas sus cosillas cuidando hasta el más ínfimo detalle. Y a su padre cuando volvía alegre y dicharachero del campo y se comía a besos a sus hijos. De pronto, sintió miedo. Conocía el ciclo de la vida: tanta dicha no duraría mucho.

Por la colosal escalera de jaspe, que subía a la planta alta del claustro, bajaba, según Chema, la profesora más elegante y sonriente del lugar: Ana. Chema, que estaba dando un paseo abstraído por el claustro, se sorprendió al verla.
-          ¿Qué hace por aquí la diosa del instituto? ¡Contigo la escalera es más bonita!  – dijo el profesor entre bromas y veras.

Ana sonrió afablemente.
-          Nunca me habían dicho una cosa tan delicada – contestó, colocándose bien su pelo rojizo.

Conversaron durante un rato al pie de la escalera de asuntos profesionales. Ella se expresaba con agudeza y su rostro mostraba una sutil sonrisa.



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       Un viernes lluvioso de invierno, soplando un intempestivo viento del norte, se peleaba Chema con su paraguas camino del teatro para ver Tartufo, de Molière. Comenzaba a oscurecer y la plaza del pueblo adquiría un aspecto desapacible y desértico. Se sintió solo y perdido.

Afortunadamente, en la cola de entrada a la sala, se encontró con su prima Lola. Habían jugado mucho de pequeños en las reuniones familiares y tenían una complicidad que no había borrado el tiempo. Lola era una persona de movimientos lentos y fluidos, y fiel con sus amigos a carta cabal.  Él, a su lado, siempre se había sentido feliz.
-           ¿Y tu madre? – le dijo, después de saludarla, mientras plegaba el paraguas.
-           Ahí anda, con sus achaques.
-          ¿Y tú, que tal?
-            Yo bien. Ahora mismo vengo del taichí – y esbozó una sonrisa de plena satisfacción.
-          ¿Qué es el taichí?  –preguntó él.
-          Unos ejercicios chinos de meditación. Y tú, ¿qué haces?
-          Pues trabajando y en familia, con mi mujer y mis hijos.

Los porteros del teatro al tiempo que recogían las entradas les iban entregando una reseña de la obra.
-          ¿Vienes mucho al teatro? –dijo Lola.
-          Sí, sí. Me gusta mucho. Vengo con mucha frecuencia.
-           Por cierto, el otro día tuve que pararle los pies en el taichí a una compañera tuya pelirroja. Dijo que tú eras un prepotente, un chulo, un machista, que te crees dueño del instituto.

Sonó el timbre que anunciaba el comienzo de la representación, llegó el acomodador y los colocó a cada uno en su asiento.

Comenzó la obra pero el pensamiento de Chema bullía en torno a lo que le había contado su prima.
               

El lunes llegó cabizbajo y melancólico. Entre clase y clase, en los pasillos de la zona exterior rocosa y fría del instituto,  se cruzaron. Ella, con unos libros colgando de la mano, le dio los buenos días. Él, que clavó sus ojos en el abultamiento de su nariz, contestó con un hola formal que era el inicio de una guerra soterrada y duradera.


           



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