viernes, 26 de marzo de 2021

La solitud: Soledad autocomplaciente


                                                                                        Pescador en soledad                                              

    Si usted, amable lector, ha seguido con un poco de atención mis escritos se habrá dado cuenta, por las veces que lo cito, de que un autor de referencia para mí es Michel de Montaigne con sus Ensayos. El otro día me encontré con un joven que estaba haciendo el Trabajo Fin de Grado de la carrera de Filosofía y que tenía un profesor admirador de Montaigne, al que definía como “filósofo de calle”. Al principio me gustó, pero después, cuando lo pensé, no. ¿Puede tener la filosofía otro interés más específico que no sea reflexionar sobre la experiencia humana? Además, Montaigne lo hace con un bagaje cultural envidiable: en torno a mil citas de los antiguos clásicos  (Plauto, Cicerón, Ovidio, Horacio, etc.) perfectamente engarzadas en su discurso.

    Montaigne es reconocido como el creador del género literario del ensayo. Reflexiona sobre la vida sin prejuicios, atendiendo a la vida misma, con su extraordinaria variedad. En este sentido, la filosofía actual se orienta hacia la fenomenología y la hermenéutica, y mama, si no quiere desconectarse de los tiempos, de las ciencias empíricas (su historia, su metodología) y, sobre todo de las disciplinas humanísticas (sociología, psicología, antropología cultural y filosófica, ética, historia, etc.). El camino, con su referencia a los autores clásicos, lo trazó en sus tiempos, a mi modo de ver Michel de Montaigne en sus Ensayos.

    Hoy quiero escribir sobre la otra cara de la soledad, la positiva, la que nos procura enriquecimiento personal. La llaman “solitud”, una palabra hoy en desuso en nuestro país, pero cada vez más usada en las lenguas europeas. Solitud es la capacidad de disfrutar del paso del tiempo sin la necesidad acuciante de compañía. La soledad no deseada se distingue por un sentimiento de vacío, en tanto que la soledad buscada es una oportunidad para disfrutar y dirigir nuestra propia vida.

    En una ocasión, en conversación con una poetisa, ella defendía que solo había arte en la poesía, no en la vida. Es evidente que las producciones culturales como tal se encuentran en la literatura, la escultura, la pintura, etc. Sin embargo, yo también defiendo que cada persona, al construir/producir su vida, salvo que se sea un botarate (todos los somos en bastante medida), pone en pie su talento, su inspiración, su vocación, para acercarse al buen gusto, a la sensibilidad, a la gracia y a la elegancia; en definitiva, a la belleza. Se trataría de transformar en arte y buen gusto el hecho de ser diferente a los demás. Es lo que expone María Zambrano en su libro “El hombre y lo divino”, donde encuentra en el hombre una dimensión divina, misteriosa, que se realiza en la hermosura, en la belleza. Aunque también convivamos con lo grosero, lo soez, lo chabacano. Así es la vida. También hay poesía de buena y de mala calidad.

    Vaya por delante que me encanta una cervecita o un vinito en buena compañía. Porque no debemos confundir solitud con individualismo; solitud es un alejarse más o menos duradero para acercarse; individualismo es aislamiento, competitividad, aunque estemos unos junto a otros. La independencia radical es individualismo destructivo, para sí mismo y para los demás.

    Ahora bien, de lo que ahora hablamos es de la soledad deseada, que requiere de una persona autosuficiente en tres aspectos: económico (autarquía), emocional (ataraxia) y moral (autonomía).

La autarquía

     La palabra “autarquía” viene a significar “calidad o estado de bastarse a sí mismo” o, también “la capacidad de autogobernarse”. Es un término usado en economía para indicar la condición de las personas que luchan por su autoabastecimiento. Es un estilo de vida en el cual la persona busca satisfacer por sí mismo sus necesidades básicas. “Si solo deseo lo que depende de mí, ¿quién podrá esclavizarme?

    Entre los griegos, indicaba un ideal de vida: vivir en total libertad, sin depender de otros, sin deber nada a nadie; desligarse del sistema social en el que se está inmerso para, por sí mismo, satisfacer sus necesidades básicas. Satisfechas estas últimas, mostrar cierta indiferencia ante las riquezas y los bienes materiales, distinguiendo entre necesidades básicas naturales y necesidades superfluas ofrecidas por el mercado en la sociedad de consumo. En definitiva, no necesitar más de la cuenta y no ser esclavos de nuestros deseos. Para ser feliz, piensan los clásicos, no se necesita de otra cosa que el ejercicio de la virtud según la naturaleza y guiado por la razón.

    En esta línea, desde luego en una sociedad mucho más compleja que la de los griegos, hay que interpretar el avance que para la vida de la mujer ha supuesto en el último siglo su incorporación a la vida laboral. Ha conseguido, además de su realización profesional, una independencia económica respecto del hombre que antes no poseía.

    Ya entre los romanos, el propio Séneca, seguidor estoico, fue criticado por ser poseedor de una gran fortuna y llevar una vida demasiado refinada. Así, discute con uno de sus críticos: “¿Quieres saber hasta qué punto tú y yo no le damos el mismo valor a las riquezas? Si mis riquezas se pierden, no me quitarán nada de mí mismo; tú, en cambio, te quedarás pasmado y te parecerá que estás perdiendo algo fundamental si se alejan de ti. En mí, las riquezas ocupan algún lugar; en ti, el más alto. En suma, las riquezas son mías, tú eres de las riquezas”.

La ataraxia

    Etimológicamente significa “ausencia de turbación o imperturbabilidad del ánimo”. Es la disposición del ánimo propuesta por los epicúreos, estoicos y escépticos, gracias a la cual una persona, mediante la disminución de la intensidad de las pasiones y los deseos que puedan alterar el equilibrio mental y corporal, y la fortaleza frente a la adversidad, alcanza dicho equilibrio y finalmente la felicidad, que es el fin de estas tres corrientes filosóficas.  Es un estado del alma y la mente que no admite la entrada del sufrimiento ni de las emociones perturbadoras. La ataraxia es, por tanto, tranquilidad, serenidad e imperturbabilidad en relación con el alma, la razón y los sentimientos.

    Para los epicúreos, el placer es lo que conduce a la felicidad. Sin embargo, existen placeres que son contraproducentes porque conducen a un dolor mayor que el placer inicial; estos placeres producen intranquilidad y deben ser evitados por la razón, ya que alejan de la "ataraxia", la serenidad de ánimo.

    Para el estoicismo, la ataraxia consiste principalmente en adecuar los deseos propios a la racionalidad de la naturaleza (logos), aprendiendo a diferenciar las cosas que dependen de la propia persona de las que son independientes de ella. Es importante alcanzar la libertad y la tranquilidad sin preocuparse de las comodidades materiales, la fortuna externa, y dedicándose a una vida guiada por los principios de la razón y la virtud. Para encontrar la ataraxia, también es necesario eliminar los miedos a los dioses y a la muerte, así como no quejarse por las inclemencias del devenir.

    Para los escépticos, la ataraxia consiste en suspender el juicio o epojé; no enjuiciar los acontecimientos que nos va presentando la vida, sino en aceptar la vida misma tal como va sucediendo, sin sentirnos afectados por el contexto en que vivimos.

  En la vida actual, entiendo que la ataraxia (serenidad de ánimo) pasa por ser independiente emocionalmente. La dependencia emocional se caracteriza por cierta incapacidad para cuidar de sí mismo dejando en manos de otras personas la responsabilidad de tomar decisiones sobre parcelas de nuestra vida. Esto implica una anulación de sí mismo en favor de la pareja, los padres o algunos amigos.

    Las personas dependientes se caracterizan por una baja autoestima y un alto grado de inseguridad en sí mismo; dificultad para tomar decisiones; necesidad de agradar excesiva dependiendo de la opinión de los demás; mostrarse dispuesto a una relación de subordinación o de obediencia y falta de confianza en el propio criterio.

    Todas las personas tienen cierto nivel de dependencia afectiva y no hay que olvidar que para relacionarse hay que tener un cierto grado de dependencia sana, si no, la relación humana termina siendo disfuncional y terminamos funcionando de forma individualista. El problema existe cuando una persona se deja controlar por la necesidad de aprobación y por la baja autoestima.

La autonomía moral

    La palabra autonomía expresa la capacidad que tiene el individuo de darse a sí mismo sus propias normas o leyes para vivir. Es la capacidad del ser humano racional de valorar aspectos de carácter moral por sí mismo, como, por ejemplo, distinguir lo que está bien de lo que está mal, o lo que es justo de lo injusto; y también, el poder de tomar decisiones morales en relación con la propia conducta de una manera voluntaria, consciente, auténtica y libre de influencias interpersonales. Aún a sabiendas de que la autonomía moral está condicionada por el entorno social. Por el contrario, una moral es heterónoma cuando la voluntad de la persona se rige no por criterios morales propios, sino por imperativos que proceden de agentes externos, es decir, que otros le dictan las normas para actuar y vivir.

   La autonomía moral se guía exclusivamente por la razón y atiende a principios morales que no se basan en deseos, intereses o emociones y que deben ser extensibles (universalizables) al resto de las personas. Niega, por tanto, que el conjunto de normas morales proceda de agentes sobrenaturales como las deidades. Se basa en la propuesta que Inmanuel Kant hizo: “Atrévete a pensar”, y que se convirtió en lema de la Ilustración y de las corrientes del libre pensamiento.

  Ahora bien, esta triple dimensión de la autosuficiencia del ser humano: autarquía, ataraxia y autonomía moral, es un ideal, una referencia que debe servir a modo de criterio para orientar nuestro modo de vivir.

 Después de esta disertación conceptual, pasemos ahora a algo más vivo, más refrescante. Siempre me ha asombrado la imagen del pescador a orillas del río o del mar; su soledad satisfecha y autocomplaciente. Por eso, he hecho una entrevista a un veterano pescador. Tiene cuarenta años. Se llama Borja. Está casado y tiene un gracioso y simpático hijo. Su afición le viene del padre que lo llevaba de pequeño de pesca; al principio como un juego y después se convirtió en una afición. Dice: “He pescado tanto en el mar como en aguas continentales, tanto en orilla como en barco. En el mar he pescado casi en toda la provincia de Cádiz, desde Sanlúcar hasta Barbate, pasando por Cádiz o el Puerto. Y en aguas continentales por toda la sierra gaditana, desde el lago de Arcos al pantano de Guadalcacín o el de los Hurones…”.

    Le pregunto: ¿Cuánto pesca? ¿Mucho o poco? Contesta: “Esto en mi caso es igual que la frecuencia con la que voy a pescar: no tiene importancia, lo importante es ir a pescar. En mi caso, además, practico la pesca con vida (captura y suelta). Hay días de 80 o 100 capturas (sin exagerar, que de eso buena fama tenemos ya los pescadores) y hay días que no sientes ni una picada. Y tan buenos son unos días como otros puesto que, si todos los días pescases mucho, al final perdería toda la gracia”.

¿Por qué le gusta a usted pescar?

     “Por muchas razones: la emoción de la picada notada en las manos a través de la caña; la incógnita de lo que aportará el día; la emoción ante una gran captura; la tranquilidad del sitio; no escuchar un coche u otra gente en horas. Es una forma de liberar la mente y entrar en una paz interior que en mi caso no consigo encontrar en otras cosas. Eso es lo maravilloso de poder pescar, te da paz para ordenar tus cosas con total tranquilidad y te da el gusto maravilloso y nada fácil de dejar la mente en blanco y descansar”.

Es una actividad solitaria, ¿le gusta estar solo y en silencio?

     “Si, según el momento puede ser una fuente de energía. Además, se puede estar solo rodeado de muchísima gente. No es una cosa de gustar u odiar, es más de querer estar solo o no. Yo nunca estoy solo. Ni en lo más alejado del mundo me siento solo”.

Y hasta aquí lo más significativo de esta agradable entrevista con Borja que se prestó tan generosamente y que para mí ha sido un placer.

Por último, y de forma muy concisa, algunas actividades que pueden alegrar, enriquecer nuestra soledad deseada: Date tiempo para estar contigo mismo; escucha tus necesidades y tus deseos, establece tus objetivos y metas.  Programa y planea días para pasar tiempo a solas, ponte retos: Ve a lugares a donde jamás fuiste solo, al cine a ver una película que tengas muchas ganas de ver, a comer solo. Haz ejercicio, pasea, vete a la playa. Organiza tu tiempo de relación con tu familia y amigos. Rodéate de gente que te haga sentir bien. Lee. Escucha la radio. Haz partícipes a los demás de tus momentos de soledad.

    "Ya hemos vivido bastante para los demás, vivamos al menos para nosotros este retazo de vida. Volvamos hacia nosotros y hacia nuestro bienestar pensamientos e intenciones… Hemos de deshacer tan fuertes obligaciones y amar desde ahora esto y lo otro, mas sin desposarnos con otra cosa que no sea nosotros mismos. Es decir, que lo demás esté en nosotros, mas no tan unido y pegado que no se pueda desprender sin arrancarnos la piel y algún trozo de nosotros. Lo más grande del mundo es saber pertenecerse". (Ensayos, Libro I, Cap. XXXIX, pág. 267-268, editorial Cátedra).

   "Thoreau creía que en el fondo todos somos artistas y que nuestro cuerpo, nuestra vida, son los materiales con que trabajamos". (Solitud, Michael Harris, pos. 2788, editorial Paidós).

 

Publicado en "La Voz del Sur"

 

 

 

 

 

La soledad "no deseada"

 

                                                                                                                                                                                                           Nighthawks, Edward Hopper

          La soledad tiene mala fama; al decir de muchos es triste. Las personas huyen de la soledad. El maestro Aristóteles afirmó: «El hombre es social por naturaleza». Acaso se equivocó. Digo yo: «La persona es desde que nace, también, un ser en soledad». Por eso huimos de ella como alma que se la lleva el diablo. Pero, ¡ay, del que huye toda la vida y se difumina en la masa! Sobre la soledad se han escrito tantas cosas y se han vivido tantos episodios que decir algo nuevo es casi imposible. Acaso contar pequeñas cosas.

Se nos educa de pequeño para la socialización, no para vivir la intimidad como un espacio-tiempo de disfrute y crecimiento personal; no para aceptar la soledad como experiencia positiva en el proceso de maduración de la autonomía personal. Debemos tener en cuenta que la soledad como opción no es confinamiento.

Porque la soledad es condición originaria y genuina del ser humano. No podemos escapar de la soledad existencial, siempre nos acompaña. Es una característica común a todos los seres humanos. Pero esta condición de nuestro ser es natural. Es el momento para estar solo, para vivir la vida y hacer de ella lo que nos parezca más oportuno, luchando por sacar lo mejor que llevamos dentro. Nadie puede hacerlo en nuestro lugar. Somos los únicos responsables de nuestra existencia, nos creamos a nosotros mismos ante la indiferencia cósmica del universo. El acto de morir es la experiencia humana más solitaria, que aviva, mientras vivimos, nuestra condición de soledad existencial.

“El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad. No se busca tanto la grata presencia de los demás, sino que se rehúye la aridez de la propia conciencia”. (Schopenhauer).

“Nacemos solos y morimos solos, y en el paréntesis, la soledad es tan grande, que necesitamos compartir la vida para olvidarla”. (Erich Fromm).

 

La manera en que vivimos la vida es única. No se puede expresar con ideas. Las palabras no pueden expresar la amplitud y la profundidad de las experiencias: lo que nos hace sentir vivos, lo que nos preocupa. Las palabras son insuficientes. Nuestra experiencia del mundo nunca podrá ser experimentada por el otro, a lo mucho comprendida. Por esto, es absurdo ver la vida con los ojos de los otros antes que con los nuestros, como si no nos bastara ya con nuestra propia vida. Por más acompañados que estemos (por la pareja, los hijos, los amigos, los conocidos…) la soledad está ahí y, a veces, se manifiesta como vacío existencial. Lo que te deja más confuso y solo es la incomprensión de ti mismo, de tus propios pensamientos, y de cómo engarzarlos con el entorno.

“A mis soledades voy, de mis soledades vengo, porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos”. (Félix Lope de Vega).

 

Porque es verdad: En los pensamientos del hombre común, creo yo, que hay distorsiones, deformaciones, malformaciones. Me refiero a los pensamientos íntimos, quizás secretos. No son, por supuesto, desestructuraciones mentales que hubiera de abordar un psicólogo o un psiquiatra; pero sí un cierto desorden lingüístico, mental, emocional, un mundo misterioso, que brota de un sinsentido profundo, qué sin ser locura, se le asemeja.

La soledad que está ahí, que permanece siempre, se manifiesta de manera especial en los procesos de transición: Durante la pubertad y la adolescencia se está forjando la identidad personal, teniendo como referencia a los amigos y a los profesores. Surge una desbordante emocionalidad mezclada con intensos impulsos sexuales. Ante ambos, el joven tiene dificultades para regularlos. Al mismo tiempo se hace preguntas de respuesta compleja: ¿Quién soy?, ¿Adónde me dirijo?, ¿Cómo soy yo y cómo quiero ser?, ¿cuál es mi destino?, ¿En qué trabajaré?, ¿Cómo me ven y me aceptan las chicas o los chicos?, ¿Por qué la muerte? Son demasiados procesos nuevos para vivirlos sin inquietud. Son procesos íntimos acompañados de soledad.

La ruptura de la pareja, la definición de la identidad sexual, quedarse parado, la muerte de algún ser querido, son otros procesos de transición que exacerban la presencia de la soledad.

Recuerdo que una amiga me contó que, encontrándose en una conversación íntima con su padre, un hombre mayor ya, le preguntó si sentía sinsabores de la vida. El padre le dijo que sí, que todo el mundo tiene sensaciones extrañas, inexpresables, pero que no se las iba a contar, que pertenecían a su vida privada y secreta que quería preservar. Mi amiga se asombró y, por supuesto, lo respetó. La hija había intentado entrar en los rincones profundos del alma de su padre, donde las personas escondemos los puntos de equilibrio de nuestra psique, unos alentadores, otros siniestros.

“... la suya es una soledad de doble filo, en la que el miedo a la intimidad combate con el terror a la soledad”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 905, Capitán Swing).

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Según “Un estudio sobre la soledad” de la ONCE (2015):

Un 19,5% de los españoles vive solo y un 80,1% vive acompañado. Por tanto, uno de cada cinco.

Del 20% que viven solos algo más de la mitad (59’5%) viven solos porque quieren, porque les gusta, porque así lo han decidido, mientras que el resto (40’5%) viven solos porque no tienen más remedio.

Según la Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de Estadística (INE) de 2018, un total de 4.732.400 personas vivían solas en España. De esta cifra, 2.037.700 (un 43,1 por ciento) tenían 65 o más años, y de ellas, 1.465.600 (un 71,9 por ciento) eran mujeres. Con esta radiografía de la población se ha identificado un perfil muy claro de las personas que viven en soledad: mujer y que ha cumplido ya los 65 años.

Haciendo una proyección hacia el futuro, dentro de 15 años, hacia 2033, uno de cada cuatro españoles tendrá 65 años o más. Habrá más de doce millones de personas en esas edades, ahora son nueve millones.

En un estudio reciente realizado por La Caixa y coordinado por el Dr. Javier Yanguas (2018), el 39’8% de las personas mayores de 65 años presentan soledad emocional. El 34’3% de las personas entre 20 y 39 años también sufren soledad emocional provocada por un déficit en relaciones significativas y el 26’7% presentan soledad social como falta de pertenencia e identificación con un grupo.

 

         “¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco a poco estos sentimientos se irradian al exterior, de manera que la persona solitaria se aísla progresivamente, se distancia progresivamente... Lo que quiero decir es que la soledad avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra en un abismo a quien la padece”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 109, Capitán Swing).

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Todos los estudios reflejan que el grupo en el que más incide el desamparo es el de los mayores. Los contornos de su vida son cada vez más estrechos y limitados. No soportan la vida ociosa, improductiva, la falta de actividad con que llenar el vacío de los días. Algunos se vuelven más insociables y maniáticos, más cascarrabias; en el fondo, demandan afecto y compañía.

El cascarrabias es una persona que se enfada con facilidad, casi sin motivo. A medida que pasa el tiempo, cuando las fuerzas decaen con el transcurso de los años, y el demonio del sin sentido se acerca nos volvemos gruñones. Todo nos molesta. Cualquier pequeña dificultad se convierte en el Everest. 
           Los nervios se agitan incontrolados. Los tentáculos demoníacos del alma nos estorban aspavientándose en un movimiento incomprendido. La vida cae a plomo sobre los hombros. El rencor vence a la esperanza. La neurosis, la histeria asoma su cabecita. Y todo esto con una tristeza profunda que fluye, que no es depresión pero que se le acerca.

Se les oye hablar solos en conversaciones con personas del pasado, asumiendo los dos papeles. Escasez de contacto humano mezclada con un torbellino de emociones internas entre las que predomina la rabia. En nuestros días se llama distimia o depresión menor, y disminuye de forma sustancial la calidad de vida de una persona mayor. Es evidente que el deterioro de la salud provoca un decaimiento del estado anímico.

El origen etimológico de distimia es significativo: el prefijo dis- (mal, difícil), thymos (ánimo, espíritu, mente), más el sufijo -ia (cualidad). Sería, pues, una mente en la que se ha instalado una cierta dificultad para funcionar. Esta dificultad se manifiesta en síntomas corporales y relacionales: ansiedad, irritabilidad casi permanente, inquietud sofocante, insultos a las personas con las que convivimos, pérdida del sentido. Es jodido porque brota de manera natural, sin esperanza de retorno al sosiego, a la serenidad. El refrán lo expresa de manera rotunda: “Años y desengaños, hacen al hombre huraño”.

Es el humor perturbado, los cambios bruscos de humor. Las investigaciones apuntan como causa a una alteración de la serotonina, un neurotransmisor que afecta de forma directa al estado de ánimo. La química se mueve, hay subida y bajada de sustancias que, sin saberlo, nos ponen así.
Desesperanza o pesimismo hacia el futuro, trastornos del sueño o somnolencia, irritabilidad e irascibilidad, ánimo decaído, falta de motivación, obstáculos para experimentar placer o disfrutar, dificultad para tomar decisiones, etc. Estos son algunos síntomas de la persona con distimia.

Pero la relación entre vejez y distimia no es ineludible. Hay personas mayores que viven con una serenidad y un disfrute fuera de toda duda. Así como hay personas de mediana edad e, incluso jóvenes, que viven esta especie de tristeza honda y duradera que da tono a toda su vida.

“… Si hubiera podido expresar lo que sentía, mis palabras habrían sido un lamento infantil: "No quiero estar sola. Quiero que alguien me quiera. Me siento muy sola. Tengo miedo. Necesito que me amen, que me toquen, que me abracen”. La sensación de necesidad era lo que más me asustaba, como si hubiera destapado un abismo atroz”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 151, Capitán Swing).

“Las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven bestias”. (Don Quijote de la Mancha, segunda parte, capítulo 11; Miguel de Cervantes).

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Los datos parecen señalar que, junto con los mayores, los jóvenes son el grupo en el que los individuos más se sienten solos. Efectivamente, hay numerosos grupos en las redes sociales, pero se quejan de falta de amigos. “Me cuesta hacer amigos”. No deja de ser curioso que en la era de las comunicaciones hallan simultáneamente tantas experiencias de soledad. A través de las redes sociales son muchas las personas que se enorgullecen al ver como aumenta el número de sus “amigos” pero que en realidad siguen estando solas. Y es que los jóvenes acogen con suma satisfacción el reconocimiento virtual de los demás, pero carecen de relaciones de carne y hueso, dándoles un interés secundario. Pongamos un caso: En una vivienda de dos plantas, un hermano en cada una. Llama el padre, desde fuera, por teléfono a uno de ellos para darle una indicación y que se la comunique al hermano. Dice el hijo: «Ahora le mando un whatsapp», estando en la misma casa a pocos metros de distancia. A través de Internet se consiguen relaciones fluctuantes, fugaces y superficiales, pero las relaciones de intimidad, que son las únicas que nos hacen salir de la soledad no deseada, solo se consiguen con contactos asiduos, corporales y espirituales, con otras personas.

“... la tecnología pondría la fama al alcance de cada vez más gente, que sería un sucedáneo de la intimidad, su adictivo impostor". (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 3656-3663, Capitán Swing).
          “No necesitamos tener cientos de amigos o conexiones como nos prometen las redes; los humanos lo que necesitamos son pocas relaciones pero de calidad”. (Elsa Punset).

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Para terminar, pero no por ello menos importante, están las situaciones de soledad estructural o cultural, que no puedo desarrollar aquí por limitaciones de espacio. Algunos ejemplos: la situación de la mujer, los homosexuales, los enfermos de sida, los enfermos mentales o los mendigos ambulantes. Para leer sobre esta soledad les recomiendo un libro espléndido: “La ciudad solitaria; aventuras en el arte de estar solo”, Olivia Laing, Editorial Capitán Swing”, 2017.

 

“Reed W. Larson señala: “Para aprovechar las oportunidades que proporciona la soledad, cada persona debe ser capaz de transformar un estado de ánimo básicamente aterrador en un estado productivo…””. (Solitud, Michael Harris, pos. 495, editorial Paidós).

“La soledad tiene dos rostros: puede ser una mortal consejera, pero, cuando se la domestica, puede convertirse en una amiga infinitamente preciosa”. (La Soledad Domesticada; Jean Michel Quinodoz).

Caminar: Mucho zapato

 



Este es el final de un refrán sugerente: “Poca cama, poco plato y mucho zapato”. Lo escuché por primera vez a un buen amigo que es un hombre de una sola pieza: íntegro y sencillo, cariñoso sin contraprestaciones, atado con gusto y por voluntad propia a su familia y a la Naturaleza. Se expresa con frases cortas ligadas a su ser, por eso, acaso, un poco misteriosas. Este refrán sintetiza para él las dos claves para una vida sana: Caminar, mucho caminar; y una vida frugal: Se puede gozar plenamente, decía, con muy poca cosa. “Con pan y vino se anda el camino”.

Caminar, sí, me gusta caminar. ¿Por qué? Acaso, no lo sé. Solo sé que me gusta. Pierdo peso y me mejora el humor, el carácter. Acompaso el ritmo de mis pies con el fluir de mis pensamientos. Sí, sí, en cierto sentido es un tiempo de encuentro con uno mismo; otros van a una iglesia o a una cafetería tranquila. Mi cuerpo y mi alma se van ajustando. Es como si mi mente fuera decantándose, apisonándose, aplanándose en el suelo firme. Y así, paso a paso, se va dibujando en mi ser lo básico, lo necesario, que queda grabado como por escrito en mi pecho, para que conste. Después de caminar, una vez en casa, afronto la realidad con mayor viveza y dinamismo.

"Estar sentado el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire libre... La carne sedentaria -lo he dicho en otra ocasión- es el auténtico pecado contra el espíritu". ("Ecce Homo, "Por qué soy tan inteligente", Fiedrich Nietzsche", citado en “Andar, una filosofía”; Frédéric Gros, pos. 120, editor digital Titivillus).

¿Para qué? ¿Por qué? Es una actividad agradable, amena. Solo o en compañía, estirar las piernas te hace salir de la vida sedentaria. Cabe recordar que en una parte muy importante de la historia el hombre ha sido un ser nómada.

Por fin te has decidido a estirar las piernas, a cambiar de aire, a airear la mente. Cuando sales a caminar lo primero que te das cuenta es de que vas con lo puesto: zapatillas, pantalón deportivo y camiseta; y con tu cuerpo, aún entumecido, agarrotado, antes de caminar. Ya sea un paseo urbano o campestre, el cuerpo se relaja y el alma descansa. Una calma jocunda se extiende por tus extremidades, y se asienta fácilmente en tu ánimo. Te distraes. Las preocupaciones se disuelven, si son bobadas. Te olvidas de la agitación del mundo y redescubres la ligereza de vivir. Sientes que dispones de tu cuerpo y de tu mente. Deslizas los ojos sin detenerte en ninguna imagen. Comienzas a conversar contigo mismo. Enfocas la mirada en el horizonte. Tu pensamiento vuela. Se piensa mejor con los pies: son los amigos más fiables de nuestros pensamientos.

A los paseantes les llama Baudelaire flâneurs: Personas que caminan sin rumbo exacto, sin prisa alguna, sin destino concreto, sin otro objetivo que caminar por caminar.

¡Qué sí! ¡Qué sí! Que caminar tiene muchos beneficios. Que si no andas te vas a poner como el tambor de la lavadora: redondo, redondo, redondo. A mí me gusta especialmente pasear por la playa, pero da lo mismo que sea por el campo o por la montaña, incluso la ciudad. Deambular por la playa tiene efectos positivos sobre las terminaciones nerviosas de nuestros pies y la arena es una superficie ideal para estimularlas. Gracias a la humedad del mar y a su baja presión respiramos mejor.

Andar por la playa es bueno para el sistema cardiovascular: reduce el riesgo de padecer una enfermedad cardíaca y la diabetes tipo 2; disminuye el peligro de ser hipertensos. Para el sistema nervioso, disminuye la ansiedad y el estrés. Es lo que un experto de la Universidad de Stanford, Gregory Bratman, llama la “rumiación mórbida”: pensamientos que vuelven una y otra vez a la mente, que pueden tornarse obsesivos y que son a menudo la causa del estrés, la ansiedad y la depresión. El que haya tenido un problema gordo y haya caminado triturándolo entenderá bien este concepto. Para el sistema muscular fortalece los huesos, las articulaciones y tonifica la musculatura.

"Tu "moral" mejora; te vuelves franco y cordial, hospitalario y resuelto... En el desierto, los licores espirituosos solo provocan asco. Hay un vivo placer en la mera existencia animal". (Caminar, Thoreau, pos. 325, editor digital Daruma).

Sí. Cuando somos mayores, y el cansancio del cuerpo y del alma puede con nosotros, no hay que rendirse. Hay que seguir, superarse. Al ritmo que se pueda; no renunciar. Distanciarnos de nuestro entorno habitual. Hay que vivir. Conozco a algunos amigos, relativamente mayores, que son muy andarines; salen al alba. Incluso, en los clubs de montañeros hay personas de todas las edades.

La conquista de lo salvaje (Thoreau) "... ¿Qué provecho saco de una larga caminata por el bosque? El provecho es nulo: no se ha producido nada que pueda luego venderse… A ese respecto, la marcha es desesperadamente inútil y estéril. En términos de economía tradicional, es tiempo perdido, malgastado, tiempo muerto, sin producción de riqueza. Y sin embargo para mí, para mi vida no diría siquiera interior, sino total, absoluta, el beneficio es inmenso: es un largo momento en el que he estado en la vertical de mí mismo, sin que me invadieran las preocupaciones volátiles, ensordecedoras, ni me alienara el parloteo incesante de los charlatanes. Me he capitalizado de mí mismo durante todo el día... Receptividad de la marcha: no dejo de recibir toneladas de presencia pura". (Andar, una filosofía; Frédéric Gros, pos. 1005-1009, editor digital Titivillus).

Hay muchas formas de caminar. De manera muy general, se puede afirmar que la manera de deambular está asociada a nuestras emociones. No es lo mismo caminar rápido que hacerlo lento.

Marchar más rápido, con largas zancadas, fuertes movimientos de los brazos, mayor vaivén de las caderas, con los hombros sueltos a los lados, implica un ritmo más dinámico. Quienes fluyen al transitar se muestran relajados, abiertos, aventureros; sugiere que la persona es inquieta y desea cumplir sus metas lo antes posible: una persona determinada y firme. Transmiten una actitud juvenil y despreocupada.

Pasear lento y rígido, con pasos más cortos, con un balanceo más reducido del cuerpo y de los brazos, con el cuerpo o los hombros inclinado hacia adelante o encorvado, dan la apariencia de mayor edad. O, también, sugiere un tipo de persona más introvertida, tímida o vulnerable. En ocasiones puede denotar situaciones de tristeza o depresión.

A los grandes caminantes de la historia (Thoreau, Nietzsche, Rousseau, Haslitt, Stevenson, Rimbaud…) les gusta caminar solos. Algunos de ellos caminaban entre tres y ocho horas diarias.

Más allá de las formas estándar de circular, cada persona tiene su estilo propio. Recuerdo a un hombre rocoso, corpulento, voluminoso, que arrastraba su cuerpo tambaleándose lateralmente, meciéndose como un paso de Semana Santa, o como cuando uno anda con chanclas sobre un pedregal. Los brazos no se movían alternativamente avante y atrás sino verticalmente arriba y abajo. Sus opiniones en política oscilaban, como su cuerpo, a derecha e izquierda, o viceversa, según por donde anduvieran sus intereses económicos. De carácter jovial y afable, jamás se le vio ebrio.

Una mujer, ni joven ni vieja, no era original por sus andares. Aunque era vagarosa, y se movía continuamente, presumía de cambiar todos los días de ruta, de dirección, aunque fuera a los mismos sitios. No le gustaba repetir los caminos. Si era posible hacía la ruta en zigzag. Era aventurera, sin destino fijo. Un poco salvaje, abierta y soñadora. Repartía versos suyos por las calles sin esperar nada a cambio.


          Recuerdo a un profesor, a su vez sacerdote, delgado y enjuto como un fideo, con su traje gris impecable y sus zapatos siempre brillantes. Caminaba sedoso como una pluma mecida por la brisa, casi invisible. Pero su originalidad consistía en transitar con la cabeza inclinada lateralmente, hacia la derecha, en un gesto religioso un poco forzado pero inmutable. Parecía un figurante de El entierro del conde de Orgaz de el Greco. Como profesor de literatura pidió a sus alumnos un cuaderno de dos rayas para anotar unos apuntes de lo más escuálidos. Parecía querer educarlos para ser copistas de la Edad Media.

Y si hay andares míticos, ahí están los de algunos actores. Me los sugirió un sabio, amigo de la vida. De la época dorada del cine destacó, como no, a Henry Fonda en “Falso culpable”. De todos es conocida la anécdota de que cuando un periodista le preguntó al gran director John Ford qué era el cine, éste contestó que el cine era ver andar a Henry Fonda. “Alto, delgado y parsimonioso, Hank (que así le gustaba que le llamaran cuando llegó a Hollywood) caminaba con pasos característicamente largos y se movía con una plácida pero inconfundible autoridad, con andares que sólo pueden ser calificados de felinos en su delicada deliberación. Podía cambiar su forma de arrastrar los pies por aquello de añadirle un matiz al tipejo que interpretaba”.  https://www.jotdown.es/2013/06/andares-oda-a-los-actores-que-supieron-que-hacer-con-sus-piernas/

O Gregory Peck. “El andar más señorial que ha dado el cine. Sí, la razón es bastante obvia: Atticus Finch en “Matar a un ruiseñor”. Aunque —debe quedar claro— Peck nunca pudo ocultar que para sobrellevar su metro noventa debía caminar como si en realidad no estuviera por encima de nadie: más un faro que una nube”.

O Gary Cooper en “Solo ante el peligro”, Robert Michum en “La hija de Ryan”, Steve Mcqueen en “La gran evasión” o James Dean en “Gigante”. De los recientes: Clint Eastwood o Robert de Niro, por ejemplo.

Son famosos los paseos de Greta Garbo por Nueva York. Recorría diez kilómetros en círculo. Llegó a decir: “Pasear es mi mayor placer. A veces voy adónde vaya la persona que tengo delante. No habría podido sobrevivir aquí sin pasear. No podía pasarme las veinticuatro horas en este apartamento. Salía a observar a los seres humanos”.

Es común establecer un paralelismo entre el camino y la vida. Como se hace una larga caminata así se “recorre” la vida: ¿Vas apresuradamente, queriendo llegar pronto a tu destino? ¿O caminas despacio, disfrutando del paisaje? ¿Te gusta caminar solo y en silencio? ¿O prefieres ir acompañado? ¿Vas con la mirada fija en el suelo? ¿O eliges otear el horizonte?

"La lentitud consiste en adherirse perfectamente al tiempo, hasta el punto de que los segundos se desgranan, gotean como la lluvia sobre la piedra. Este estiramiento del tiempo profundiza el espacio. Es uno de los secretos de la marcha: un acercamiento lento a los paisajes, que los vuelve progresivamente familiares. Es como cuando se frecuenta a alguien y la amistad va acrecentándose… (Andar, una filosofía; Frédéric Gros, pos. 414-424, editor digital Titivillus).

El camino y la vida tienen un doble reto: avanzar a través del tiempo y aceptar el silencio que nos abre a nuestras reflexiones más íntimas, en el diálogo entre el cuerpo y el alma.

Pero en el camino como en la vida vivimos también en una conexión plena con el presente más inmediato, con todo lo que me rodea y con todo lo que en ese momento pasa por mí.

En el camino y en la vida tenemos proyectos, metas, que nos proponemos; etapas parciales en las que debemos avanzar con constancia. Llevamos una mochila (en el caso del alma nuestra historia personal) que no debe ir muy cargada si queremos llegar lejos. A esto se refería el poeta cuando hablaba de andar “ligeros de equipaje”.

En la mochila no debemos llevar cosas innecesarias para que su peso no supere nuestra fuerza. Esto nos obliga a preguntarnos acerca de lo esencial y necesario para vivir.

"Frugalidad no es exactamente austeridad. Quiero decir con esto que la austeridad conlleva siempre la idea de resistir la tentación del exceso: demasiada comida, demasiada riqueza, demasiados bienes, demasiado placer. La austeridad denuncia la tendencia del placer al exceso… La frugalidad, en cambio, es descubrir que la sencillez satisface por completo, descubrir que se puede gozar plenamente con muy poca cosa: con el agua, una fruta y el soplo del viento. ¡Ah!, escribe Thoreau, ¡poder embriagarse con el aire que se respira!" (Andar, una filosofía; Frédéric Gros, pos. 1039-1044, editor digital Titivillus).

En el camino como en la vida hay unos pasos que recorrer. Conectan un origen (un “aquí”) con un destino (un “allí”) En el recorrido una acción que nos va definiendo. No hay camino cierto. Cada uno de nosotros va configurando su camino, su sendero, su historia personal, llena de aciertos y de errores, de momentos felices y tragos amargos. La existencia precede a la esencia, que dice la máxima existencialista. Estamos arrojados a esta marcha que nos lleva siempre al frente. Detenerse, abandonar el camino, es dar un salto al abismo, a la muerte.

Tanto en el camino como en la vida debemos aceptar los contratiempos, las dificultades, que forman parte del viaje. Esos imprevistos que están en la vida y que cuando los superamos vamos desarrollando habilidades y adquiriendo experiencia. Nuestra capacidad de superación aparece en la medida en que enfrentamos retos, corremos riesgos y buscamos soluciones a las circunstancias adversas.

Eternidades "Llegará un día en el que dejaremos también de estar preocupados, acaparados por nuestras tareas, prisioneros de ellas -conscientes de habernos inventados muchas, de imponérnoslas nosotros mismos-". (Andar, una filosofía; Frédéric Gros, pos. 942, editor digital Titivillus).

En el camino y en la vida, nunca caminamos solos. Siempre encontramos personas delante nuestra y tras nosotros. Habrá quienes nos acompañen un trecho y puede llegar un momento en el que vayamos a diferentes ritmos o nuestros caminos se separen.

"... Detesto la solemnidad de los solemnes, pero creo que, si algo es realmente importante en este mundo, eso es conseguir que nuestras cosas tengan un sentido, en las dos acepciones de la palabra; es decir, una razón de ser, pero también una dirección. Un sustento y un horizonte. Una finalidad y una orientación". (Caminar, Prólogo, Hazlitt y Stevenson, pos. 78, Editor digital Titivillus).


Publicado en "La Voz del Sur".

 

 

sábado, 20 de marzo de 2021

"¿Por qué él o ella y no yo?"

    

                                                                         (Sofía Loren y su elocuente mirada a Jayne Mansfield)

    “Cantaba, saltaba e inventaba juegos mejor que nadie. Recibía los mejores regalos, los mejores caramelos, los mejores cumplidos… Yo tenía trece años, era un colegial. Me había eclipsado por completo. Sin embargo, yo también estaba acostumbrado a que los compañeros me admiraran. En mi clase era el cabecilla y ganaba todos los premios. No soportaba aquella situación. Cogí a la niña en el pasillo y la agarré de la nuca. La despeiné y le arañé su preciosa cara. En aquel instante admiraba a esa niña y la odiaba con todas mis fuerzas… Así fue como conocí la envidia por primera vez. ¡Qué horrible es odiar! Susurré: ¡No te atrevas a eclipsarme!” (De la novela “La envidia” de Yuri Olesha).

    La envidia es el pecado capital de las mil metáforas: el alma pequeña para Aristóteles, la carcoma del alma para San Cipriano, el gusano roedor para Cervantes, el ojo malvado de Francis Bacon, la vieja pálida y débil para Cesare Ripa, el vórtice de la envidia para Nietzsche, el tema de Caín en Unamuno, el mordisco para Francesco Alberoni, el tormento de la impotencia de Salvador Natoli, el veneno del alma para Scheler, el monstruo de los ojos verdes para Marina Porras…

    “Una conversación entre mujeres:

-             ¡Me cae mal!

-             Oye, ¡pero si ni la conoces!

-             Sí, ¡pero me cae mal!

    "Envidia viene de la palabra latina "invidia", que es un derivado del verbo "invidere", que significa 'mirar mal'. La envidia es una mala mirada: una mirada rencorosa, llena de veneno. Pero también significa 'mirar demasiado de cerca'. Cuando no se pone suficiente distancia con aquello que miras, tienes más posibilidades de mirarlo mal y, por lo tanto, de envidiarlo. En esa mirada se expresa un disgusto, un malestar, respecto del bien, de las cualidades y de la superioridad del otro. "La mirada del envidioso es oblicua; rápida y fulminante, porque quien la tiene no quiere ser descubierto". (La envidia, Marina Porras, pág. 18, Fragmenta Editorial).

    “En el colegio le decían: “¿Qué es el viento? Las orejas de Eugenio en movimiento”. Lo insultaban por el tamaño de sus pabellones auditivos; algunos lo llamaban Dumbo. De esta manera lo infravaloraban porque sacaba unas notas estupendas”.

    ¿Qué envidiamos? Envidiamos multitud de cosas que tienen nuestros semejantes y que deseamos: el dinero, el poder, el status, la fama, el talento, la belleza, la salud, las buenas relaciones intrafamiliares, la popularidad de un compañero de clase, el tener muchos amigos, la promoción profesional de un colega, la casa lujosa del vecino, el reparto desigual de una herencia entre hijos… Y también: la elegancia del otro, la sonrisa, la aureola de luz que lo rodea, el tono y el ritmo de su voz, la fluidez y la seguridad en la exposición de sus ideas, su personalidad contundente, los elogios que recibe…

    “Una mujer guapa y rica, que ve cómo una amiga menos hermosa y más pobre y puede que hasta más sosa alcanza el amor de un hombre cuya conquista pretendía; o esa escritora consagrada que contempla cómo avanza en el éxito intelectual una amiga a la que siempre ha tenido por torpe".

    Las expresiones de la envidia: “Si somos todos iguales, ¿por qué él o ella y no yo?”; “Yo quiero tener lo mismo que tiene aquél” o "Yo no quiero que aquél tenga más que yo"; “Las cosas no me quieren. Las cosas le quieren”. Si pudiéramos simplificar el concepto de la envidia en una palabra esta sería con seguridad la preposición “sin”, así como el conector que representaría al envidiado sería la preposición “con”.

    Desde pequeño supe que la naturaleza no me había dotado con virtudes destacables. En una familia de guapos, mi rostro me parecía ridículo. A veces, en clase, señalaban mi sentido común. Cualquier cumplido que me hacían me parecía un premio de consolación. Pronto tuve que espabilar…”

    Los sentimientos de la envidia: La envidia se lleva por dentro, en la intimidad subjetiva; es algo vergonzoso que no debe exhibirse bajo ninguna circunstancia. Se vive como una declaración de inferioridad. Te sientes “un don nadie”.

    El origen de la envidia está en un movimiento de expansión: “quiero más dinero, quiero más éxito, quiero más fama, quiero más reconocimiento…”; al no conseguirlo se arrastra uno hacia el fracaso y la depresión.

   Te gustaría reducir el talento o las cualidades del otro; un sentimiento que no busca que a uno le vaya mejor, sino que al otro le vaya peor.

    Y cuando el envidiado fracasa sientes alegría. Este sentimiento es una de las mayores fuentes de hipocresía, porque, cuando lo tienes, aunque estás contento en tu interior, te muestras falso y aparentemente preocupado.

    El envidiado trata de no sobresalir, de no brillar, porque no quiere atraer la mirada aviesa de los demás, el “mal de ojo”. De este modo, prefiere vivir en la mediocridad.

     “¿En qué soy peor que él? ¿Es más inteligente? ¿Es de mayor nobleza?  ¿De sustancia más delicada? ¿Más fuerte? ¿Más importante? ¿Por qué debo reconocer su superioridad? Éstas eran las preguntas que yo me hacía”.

    La comparación: La envidia comienza con el “método comparativo”. Es una pasión que se desarrolla en la relación con los demás: el propio bien o el propio valor, tanto si es material como espiritual o intelectual, se mide siempre a partir del bien o el valor del otro.

    La envidia se desarrolla siempre en una relación horizontal: con los hermanos, con los amigos, con los compañeros de clase, con los vecinos, etc. Los que ostentan una posición de superioridad (los magnates, los jefes políticos, los reyes…)  están al margen de la envidia del ciudadano común. El ciudadano tiene como espejo a sus iguales.

    La envidia es también una cuestión de distancia: cuanto más cerca estamos de lo que envidiamos, más fuerte es la pulsión envidiosa.

    Scheler… enfatiza que la comparación es una estructura universal de lo humano, aunque puede asumir diferentes connotaciones: el hombre noble es consciente de su propio valor "antes" de compararse con el otro. El hombre común la desarrolla solo ""en el momento" de la comparación y "en virtud", precisamente, de ella"". (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 355-361, Antonio Machado Libros).

    “En realidad su trabajo no es tan bueno, pues los hay mejores”; “no es tan inteligente como parece”; “su novio en realidad no es tan guapo como dicen”; “ha conseguido el puesto de trabajo mediante enchufes”; “es muy inteligente, pero su falta de tacto con las personas le hará fracasar”.

    El resentimiento: Es la envidia cuando se instala en la personalidad con el paso del tiempo. Es la “envidia existencial” que se suscita no tanto por un objeto, sino por la existencia misma del otro. Es un rencor, un reconcomio, que nos arrastra hacia la maledicencia, la calumnia, el deseo de venganza o hacia la aviesa alegría por el mal ajeno.

   La envidia cuando te conviertes en un resentido lo eres para siempre. El envidioso se puede curar, pero el resentido solo puede pensar desde la infelicidad.

    "El hombre del resentimiento, dice Nietzsche "maltrata; su espíritu gusta de rincones escondidos, caminos transversales, puertas secretas, le encanta todo lo que está oculto, como si ese fuera "su" mundo, "su" seguridad, "su" alimento; sabe perfectamente en qué consiste callar, no olvidar, esperar el momentáneo empequeñecimiento, la humillación. (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 334-349, Antonio Machado Libros).

    “La envidia calumnia, desacredita, denigra, descalifica, desconsidera, deshonra, desprecia, desprestigia, difama, elimina, estigmatiza, falta, ignora, infama, marginar, menosprecia, ningunea, relega, silencia, subestima, vilipendia…”

    La envidia y la patología democrática: En la democracia, según Elena Pulcini, la envidia tiene su propio e ideal caldo de cultivo: "Si todos somos iguales, ¿por qué él o ella sí y yo no?".

    La envidia actúa como gran niveladora: si no puedo ser como (o más que) tú, entonces, lo que deseo es que tú seas como yo (o menos que yo), miembro indistinguible dentro de la masa de semejantes en la cual nadie tiene derecho a sobresalir. El "gusto por la nivelación" elabora estrategias para obstaculizar cualquier pretensión de distinción y de excelencia, da origen a una sociabilidad que se constituye bajo el lema de una "aurea mediocritas", en la cual a nadie se le autoriza para sobresalir por encima de la confortante uniformidad de la masa.

    Cuanto más uniforme se va haciendo la sociedad, dice Tocqueville, más insoportable se hace "la mínima desigualdad" y va a alimentar, en una espiral de reciprocidad, la pasión por la igualdad.

    Sucede, como consecuencia, que las personas se sienten culpables de la propia distinción y del propio éxito y se pliegan a los códigos colectivos uniformizantes y a aceptar de hecho la nivelación: nos bajamos a nosotros mismos al nivel del otro. Así, renunciamos de manera inconsciente a nuestra propia originalidad y a nuestra diferencia.

    "Queda, cuando menos, el hecho de que podamos extraer una lección de todas estas consideraciones: la igualdad es una conquista irreversible de la modernidad, siempre que dicha igualdad no se sostenga en la envidia, sino en un sentimiento de justicia. En el primer caso, la igualdad desemboca, efectivamente, en un igualitarismo nivelador lesivo para la libertad, mientras que en el segundo parece capaz de acoger y contener las diferencias". (La envidia, pasión triste; Elena Pulcini, pos. 1686-1693, Antonio Machado Libros).

    Tres citas de autores:

    Dante cuenta en "La Divina Comedia" como a los envidiosos se les cosen los ojos con alambre. "Y como a su pupila el sol no hiere, / así a las sombras de las que hablo ahora / la luz del cielo hacerse ver no quiere / que un alambre sus párpados perfora / y cose, como le hacen al salvaje / gavilán, que su furia no demora" (La Divina Comedia, Dante, El Purgatorio, Canto XIII).

    "¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rencores y rabias". (Don Quijote de la Mancha, Cervantes, Segunda Parte, Capítulo VIII).

De lo que llaman los hombres                                                            

virtud, justicia y bondad,

una mitad es envidia,

y la otra no es caridad.

(Proverbios y cantares VI, Antonio Machado). 

    ¿Cómo superar la envidia?

    Desarrollando lo más auténtico de la persona: su originalidad, su singularidad. Saber qué quieres hacer de tu vida y no tener pereza para conseguirlo.

    Admirar las cualidades y los éxitos ajenos que les han permitido a otros alcanzar sus sueños.

   Emular a los más valiosos como estímulo para expandir nuestra propia personalidad y ampliar nuestras propias habilidades.

   La indignación justa frente a los que disfrutan de éxitos y privilegios sin merecerlos.

   Apoyar una sociedad que sea capaz de garantizar los derechos humanos y una distribución más equitativa de los recursos.

    Fomentar valores como la generosidad, la solidaridad (o su versión cristiana: la caridad), la misericordia, la gratitud, la fraternidad, la compasión.

    "... por tal motivo la emulación es digna y propia de personas dignas, mientras que envidiar es vil y de gente vil, pues mientras que uno, por la emulación, se prepara a sí mismo para alcanzar esos bienes, otro, por envidia, lo hace para que el prójimo no los alcance...". (Retórica, Aristóteles, Libro II, Cap. XI, 1388b, pág. 178, Alianza editorial).


Publicado en "La Voz del Sur".