domingo, 6 de noviembre de 2022

Paseo junto al mar

 

                                                                            Paseo junto al mar. La Caleta, en Cádiz, en una imagen de archivo. MANU GARCÍA


“La mer, la mer, toujours recommencée” (El mar, el mar, siempre empezando de nuevo)

                            El cementerio marino, Paul Valéry

 

         Muros impenetrables. Bloques cuadrangulares. Ventanas cerradas y vigilantes. Adoquines irregulares. Aire impuro. Ruido y griterío ensordecedor. Estrés. Locura colectiva inconsciente. Trasiego urbano.

         Aire limpio, respiración pausada. Un sol radiante de luz, calor y energía. Párpados deslumbrados que se cierran y, al abrirse, se alegran los semblantes. A la izquierda el dorado del astro, a la derecha el azul del mar.

         Mar que se extiende y se repliega. Horizonte que te permite ver sin mirar, alentando desde la lejanía sentimientos prometedores, palabras cálidas que dan impulso a tu corazón. Las olas se retuercen y se desploman en un orden caótico y armónico, anárquico y metódico, con un ritmo preciso. El mar es tan abierto que solo hay un escondite, tu intimidad; el diálogo contigo mismo, asentando tu propio ser. Luna que altera las mareas. Leyes físicas, impacto mágico.

         El mar es movimiento que se refleja acústicamente; nunca hay silencio. Rumores grandes o pequeños, agitados o serenos; el mar suma todos los sonidos, todas las escalas, todas las frecuencias. Son sonidos no amenazantes, por eso calman. Es como si estuvieran diciendo: ¡No se preocupe, no se preocupe, no se preocupe! Dice la cultura popular que las caracolas, al pegarlas al oído, guardan en su interior el sonido del mar, un murmullo fluctuante como las olas que vienen y van.

                           

                            Necesito del mar porque me enseña:

                            no sé si aprendo música o conciencia:

                            no sé si es ola sola o ser profundo

                            o sólo ronca voz o deslumbrante

                            suposición de peces y navíos.

                            (El mar, Pablo Neruda)

         Una señora pequeña, con un gorrito redondo de tela camina lentamente  acurrucada hacia dentro, seria, sosegada; un pescador que sabe de la utilidad de lo inútil, pasa sus horas vivas, que no muertas, respirando calma y satisfacción porque el mar le ha ofrecido un jurel y una dorada para el almuerzo familiar; una joven deambula descalza, exhibiendo tics en el rostro, un leve tartamudeo solitario y parpadeos incesantes, que parece que se agitan siguiendo los vuelos desordenados de las gaviotas o acaso tratando de olvidar los atropellos de la vida; un hombre gestiona negocios o asuntos públicos desde la orilla; una mujer con varices camina por el borde del mar con los pies chapoteando en el agua para mejorar la circulación de la sangre; algunos se aíslan más si cabe con unos auriculares escuchando música o algún programa de radio amable; unos van y otros vienen, transitando; rápidos para activar su cuerpo o lentos para templar su alma.

         Un hombre extravagante, de vocación reportero y de antigua profesión armador de un barco de pesca, el Frescomar4, con bañador rojo y una camisa floreada azul y blanca. Mueve la cabeza de un lado a otro. La cara perturbada, como si tuviera un mal sabor de boca, chasqueando la lengua. Las orejas del color del azufre.

         Nuestro hombre padece de dolores de cabeza frecuentes. En el escondite sagrado y salvaje de su cuerpo los silencios le hablan. Vive en permanente desacuerdo con el mundo. Mira al mar buscando respuestas y se da cuenta de lo solo que se encuentra. Piensa que todos los cerebros están desordenados, que todos los hombres tienen su Bruto en el alma. Sus espaldas cargan una enorme cantidad de peso muerto. Está instalado en el silencio, como si su mundo fuera una tumba.

                           

                            “Para mi cuerpo dolorido,

                            para mi triste alma lacerada,

                            para mi yerto corazón herido,

                            para mi amarga vida fatigada…

                            ¡el mar amado, el mar apetecido,

                            el mar, el mar, y no pensar nada…!

                            (Ocaso, Manuel Machado, extracto)

 

         En la playa ventila el miedo. La luz refulgente acompaña su silencio. Las palabras de los transeúntes le ayudan a vivir, a renacer, casi dan respuestas a sus preguntas esenciales. Posee una memoria prodigiosa. Dedica aquella mañana a hacer a los paseantes dos sencillas preguntas: ¿Por qué le gusta caminar por la playa? ¿Qué le gusta del mar? Y va anotando en su cabeza de manera fidedigna las palabras que le dicen los caminantes.              

         Los mayores declaran: ¡Es una gozada, una maravilla! / Necesito andar, es una necesidad, simplemente. / Me gusta la vista del mar. / Soy una persona bastante nerviosa y esto me viene muy bien, me relaja un montón. / Respiro aire puro, es una terapia.

         Pero se sorprende sobremanera con las respuestas científicas de los jóvenes: El poder curativo del mar viene desde civilizaciones muy antiguas. / El mar nos aporta iones negativos que producen serotonina y nos ayudan a relajarnos, a darnos alegría. Mejoran nuestro humor y reducen el estrés. / El yodo que se encuentra en la brisa marina es rico en sales minerales y un bactericida natural para prevenir las infecciones. / La temperatura fría o templada del agua del mar activa nuestro corazón y mejora el sistema circulatorio. / ¡Es sanador, es liberador, es terapéutico! Desconecta del asfalto, del alquitrán, pisas tierra húmeda. / Los sonidos del mar son ancestrales. / El color azul, el olor, la sal, nos da calma y tranquilidad. / Ayuda a concentrar la atención en un estado de meditación.

         Y aquel hombre de cuerpo tostado, satisfecho, se zambulló y nadó en el mar abrazándolo.

 

                            Si muero, que me pongan desnudo,

                            desnudo junto al mar.

                            Serán las aguas grises mi escudo

                            y no habrá que luchar.

                            Si muero que me dejen a solas.

                            El mar es mi jardín…

                            Oiré la melodía del viento,

                            la misteriosa voz…

                            Soñando, sollozando, cantando, yo volveré a nacer.

                            (Junto al mar, José Hierro, extracto)


El éxito, una luz cegadora

 

                                                                                                            Adán y Eva en el Paraíso Terrenal, de Johann Wenzel Peter.


‘El éxito diría yo’ “… actuaría como los fuegos artificiales, una vez alcanzada la máxima altura y brillo para despertar la admiración del respetable que asiste mirando extasiado, entonces se cae de golpe, quedando sólo de su recuerdo el mítico palitroque, sombra de cuanto fue, pálido reflejo de un esplendor pasado”.

          (Instrucciones para fracasar mejor, Miguel Albero)

“Dios nos dijo que habría pobres entre nosotros, lo que no precisó es que tuvieran que ser siempre los mismos”.

          (Cuadernos para el diálogo, Joaquín Ruiz Giménez)

“Sólo existe verdadera alegría cuando se encuentra al mismo tiempo obstaculizada: la alegría es paradójica o no es alegría”.

          (Lo real y lo doble: Ensayo sobre la ilusión, Clément Rosset)

El éxito se nota en la sonrisa imperecedera, que al abrir la boca exhibe una dentadura blanquísima y reluciente. En unos cuerpos “perfectos”, que tienen el arte de posar con naturalidad y que están delineados por espléndidos vestidos.

Paraíso en la Tierra:

Mar de fondo azulado, transparente y sereno; suntuosos palacios, castillos de los siglos XVIII y XIX, casas colosales con acceso privado a la playa, alfombras carmesís, decoración fastuosa, arañas de lentejuelas, espejos rectangulares de pared en los que petimetres y currutacas se ven las caras, manteles de hilo, cristalería de Bohemia, vajilla de La Cartuja, cubertería de plata, relojes de anticuario, jardines versallescos con pinos centenarios, yates a lo “James Bond”.

Ejecutivos de gris:

Antiguos linajes (“hijos de…”), príncipes y princesas, duques, marqueses y condes; financieros y empresarios; gestores y abogados de grandes firmas; “top model” e “influencers”; deportistas profesionales, cineastas y escritores… Españolísimos de nuestra patria; todos ellos chicos y chicas de Harvard o Berkeley, educación apropiada a sus sólidas cuentas corrientes, parlantes políglotas sin mucho que decir. Todos con despacho junto al salón, aunque muchos de ellos no han trabajado nunca ni piensan hacerlo. Algunos nunca se jubilarán porque nunca han trabajado. Todos dignos de medallas y condecoraciones. Algunos, los de superior inteligencia, se comunican mejor con los relinchos poéticos de los caballos de raza española y los ladridos místicos de los perros de caza que con las personas. Afecto, mucho afecto; cariño, mucho cariño; risas, muchas risas; orgullo, mucho orgullo. Duermen la siesta con el “Cinco días” o el “Expansión” encima de la tripa. Son los ilustres de la Tierra, familias ricas por la gracia de Dios. Ídolos de nuestro tiempo, de todos los tiempos. “Hijos de …”.

Maniquís parlantes:

Hombres: Chaqué gris o negro, pingüinos con corbata de seda; Mujeres: Pamelas de enormes alas; cabello semirrecogido con ondas; pendientes de oro blanco de los años cincuenta; gargantilla de diamantes; uñas de color cinabrio; vestido drapeado de color azul cielo largo “midi”; escote cuadrado, manga francesa y lazada de organza en la espalda; tacones de aguja más altos que la torre Eiffel; por último, para redondear, un romántico “bouquet” de peonías blancas. Son mujeres y hombres elegantes, emperejilados y presumidos.

Selección de personal:

Estricta y rigurosa elección de los criados, con un único criterio:  su carácter amable, sumiso y servil. Por los interiores de las casas y por los jardines de las familias aristocráticas desfilan uniformados los sirvientes, escogidos de todos los lugares del país: La Cagasucia, el Tiñoso, la Pinanta, el Escalichao, la Maricoles, el Moñigo, La Marisantos, el Jonymelavo, la Mica, el Sindiós… Ellas, las chachas, con cofia y guantes blancos y, hasta hace no mucho, obligadas a media genuflexión cuando era solicitada su presencia, o en alguna audiencia. Los sirvientes, ellos, obligados a agachar la cerviz y, tal vez, a llevar calzoncillos blancos nuevos todos los días, como parte del salario en especie, y con la consigna de que debían de ponerse lo de atrás delante, no sé por qué.

¡Son el modelo ideal, el cogollito de la raza española, el deseo de mi corazón de oro! ¡Qué injusta y envidiosa la lucha de clases!

¡Corazón, corazón / corazón pinturero/ qué pedazos de artistas / hay en las revistas / de mi peluquero! (La Parodia Nacional).

                                               *****

Un amigo profesor de Filosofía y Ética en un instituto, me contó que un día en la asignatura de “Ciudadanía” preguntó a sus alumnos de trece o catorce años ¿A qué persona admiras de tu entorno? La respuesta fue unánime: A un jugador de fútbol portugués, cuyo nombre es innecesario mencionar. Ninguno eligió a su padre o a su madre, a algún amigo o a su profesor preferido. Yo le dije: “Natural. Es joven, guapo, muy rico y famoso. Ya no hay referencias humanas cercanas, solo mediáticas”. El balón, el esférico dicen los cursis, ya no es únicamente un instrumento de juego omnipresente desde niño entre los varones; se ha convertido en un símbolo de las aspiraciones de los jóvenes y de los anhelos truncados de los mayores.

No hace muchos años el triunfador era un ser humano virtuoso. A la persona justa, prudente, amorosa o humilde se la consideraba como una persona admirable, digna de estima e imitación. No es la situación más habitual en la sociedad contemporánea.

Ahora, añoramos ser ¡el rey!, el emperador!, ¡el jeque!, ¡el empresario modelo!, ¡el presidente!, ¡el hombre divino! ¡Oh, qué fatigosa es la ascensión en la pirámide social! Actualmente la tendencia es que el éxito venga determinado por la riqueza, el poder, la fama; en definitiva, por la ‘posición social’. ¡El colmo de un nuevo rico es aspirar al amor de una mujer que se llame Gloria! Hoy el valor de una persona no reside en sus cualidades, sino en el precio que puede obtener por sus servicios. 

El éxito, en la vida académica o laboral, se forja en la competitividad, en la competencia. Se trata de competir por los mejores resultados. ‘Si tienes talento, energía y habilidad llegarás a la cima’. Es la meritocracia. Pero, ¿ésta se basa exclusivamente en las capacidades personales y en el esfuerzo? Falso. La meritocracia, salvo excepciones, es una de las grandes mentiras de Occidente. Todos conocemos cómo intervienen los amiguismos, los contactos, los enchufes, la sumisión, el peloteo, los chantajes… Acaso ¿no conocemos en la cúspide de la política o en los medios de comunicación (en las tertulias, en la prensa, en los programas de ocio) a auténticos botarates?

En el contexto tecnológico y cultural actual, el éxito se mide en el número de ‘likes’ (me gusta) y ‘followers’ (seguidores). Si tienes pocos ‘likes’ y ‘followers’ te quejarás llorando a moco tendido; si tienes muchos ‘likes’ y ‘followers’, ebrio por la debida atención del público, con la baba caída, te sentirás triunfante, empingorotado como un pavo real.

Evidentemente, aquí, me interesa el éxito en un sentido amplio, no solo economicista. El desarrollo económico se ha convertido en el bien supremo. Pero a mí me gusta vivir en un espacio donde corra el aire. El éxito es efímero. No hay éxito que no aparezca en la vida combinado con el fracaso. El Éxito, así, con mayúscula, no existe. Existen las metas, los logros y existe la cima de la montaña, pero cuando se llega, si se llega, ¿después qué? La vida sigue en el valle.

El éxito es, a mi modo de ver, la realización con convicción de los proyectos personales que nos marcamos en la vida, que pueden ser pequeños o grandes, a corto o a largo plazo; que recogen las aspiraciones y los sueños de cada individuo, y que se vinculan con el desarrollo de nuestras capacidades, lo que hace ya algunos años se llamaba vocación. Es la realización de uno mismo de manera discreta: el don que somos capaces de entregar, secreta y generosamente, a los que nos rodean, El hombre decide qué quiere ser y lo ejecuta; ya no le mandan los dioses como antaño, ni las pautas exclusivamente materialistas e individualistas del capitalismo. Y cuidado con equivocarse de proyecto eligiendo una sola dimensión (por ejemplo, la profesional), o en lugar de querer ser felices elegir ser exitosos. O ser negligentes en la realización de nuestro proyecto. ¡Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente!

Algunos pequeños/grandes éxitos:

Hacer el camino de Santiago; tener un huerto; disfrutar la paz que nos da el mar; sacar adelante una pequeña tiendecita de barrio; aprobar unas oposiciones con sangre, sudor y lágrimas; sacar adelante una pequeña empresa a base de salarios justos y mucho sacrificio; salir de una infancia de hambre, con el apoyo tenaz, ilusionado e imprescindible de tus padres, y conseguir una posición digna en la vida; llegar a final de mes con el salario mínimo interprofesional; seducir al hombre o la mujer del que estoy enamorada/o; tener un círculo de personas que crean en ti y a las que quieras mucho; vivir del arte; no quedarte en el suelo, sino ser capaz de levantarte; tener confianza en ti mismo. Son pequeños triunfos, callados, silenciosos; pequeñas conquistas. Es lícito tener estos proyectos y luchar contra viento y marea, de manera firme y decidida, por alcanzarlos. Suelo y cielo; pan y sueños. Hay que competir si es necesario, pero sin arrollar a nadie. Son las pequeñas victorias de los “aristócratas de la intemperie”.

Elogio de un triunfador alegre:

Se llamaba Esteban. Trabajaba de administrativo. Era un hombre de gustos muy sensibles. Prefería las relaciones cara a cara, los contactos con aire secreto, mejor que la fama. Le gustaba relacionarse con personas que le hiciesen sentir como en su hogar. En su tiempo libre, con un amigo y una amiga, era payaso. Se ponía una camiseta y unos pantalones de muchos colorines vivos, hechos con restos de ropas viejas; unos tirantes y una pajarita; una peluca y un gorro; enormes zapatos y una gran nariz roja. Y acudía gratis a fiestas infantiles de sus amigos o al hospital a divertir a los niños. Pocas veces, muy pocas veces, los contrataban por un módico precio algún centro comercial como animadores. Contaban historias emocionantes inventadas y hacían reír a los niños. Era un triunfo común de los payasos y, por participación, del público. Pero nadie sabe lo bien que se lo pasaban y lo felices que eran Esteban y sus dos amigos. Eran hombres anónimos que no les importaba perder su tiempo; por el contrario, era una manera de dar plenitud a sus vidas. Con esta actividad divertida nunca tuvieron miedo de arruinarse. Y Esteban decía: ¡Qué bonito regalo el cariño de los niños! ¡Qué suerte! Lo que somos lo hemos alcanzado los tres amigos, no por ser 'hijos de...'.

Aquellos hombres, algunos elegidos de aquellos hombres, de todos los tiempos, ellas y ellos, llevaban dos monedas por ojos, y parece que los incontinentes orinaban oro, los estreñidos defecaban platino y los constipados moqueaban plata.

Y entre ellos, un enamorado triunfador y amartelado con su “cuqui”, cantaba en la ducha al ritmo de “La lista de la compra” de La Cabra Mecánica: “Tú que eres tan guapa y tan lista / tú que te mereces un príncipe, un dentista, / ¡tú! / te quedas a mi lado / y el mundo me parece / más amable, más humano / menos raro”.

                                               *****

                            “Si puedes encontrarte con el triunfo y el fracaso,

                            Y tratar a esos dos impostores de la misma manera (…)

                            Tuya es la Tierra y todo lo que hay en ella,

                            Y, lo que es más, ¡serás un Hombre, hijo mío!”

                                      (‘If’, R. Kipling)

 


Desvaríos de un demente


                                                                                   El pensador de Rodin

1. La mejor escuela: la calle. Nos da el título no institucional de Sabio Mundano, experto en Ciencias del Conocimiento de la Intemperie.

2. Tonterías tras tonterías. El que inventó la mudez debería haberla extendido. Iré a mi cirujano para que me corte la lengua.

3. Busco la palabra que me dé aliento y no lo consigo; el verbo no libera, no salva; pero alivia la pesadumbre de vivir; como una sonrisa.

4. El buen orador dice mucho con las palabras justas; el charlatán común dice casi nada con abundante retórica.

5. Solo una Palabra, entre cien mil, en la noche estrellada, merece un brindis por la Vida.

6. Hay personas que necesitan un coro para vivir, y así derrochan su vida; otras, que lideran el coro, encima del escenario, someten y se doblegan al público; coros delirantes dirigidos por lunáticos; hedor de muchedumbre.

7. Padecer el tiempo imperativo: "Haz esto, haz lo otro". Disfrutar el subjuntivo y sus expresiones de deseo: "¡Ojalá te vaya bien!", "Qué tengas un buen día!

8. Vivir: Transcurrir de exterminio de la ilusión, de la quimera. Lo llaman madurez. Entre el mundo y los otros, y cada uno, un muro pétreo infranqueable.

9. El piloto perdido y extraviado por mil vericuetos, alejándose de su soledad. Mira a su alrededor y dentro de sí, y huye de la miseria.

10. Las piezas, los fragmentos, en el transcurso de la vida, van encajando lentamente en nuestra mente, aceptando la complejidad y acercándonos a la unidad; vitalmente no acaban de encajar, siguen las contradicciones.

11. Las quejas y los reproches que más molestan, los de la propia conciencia. ¡Maldita culpabilidad!

12. Vivir contenido, limitado, aunque no constreñido; si te constriñes, te destruyes; si te contienes, atisbas la vida.

13. Ritualizar la vida. Rutinas, solo rutinas. Hastío improductivo. Caída. Sin embargo, detesto entrar en la rueda de la competencia.

14. Algunas personas son "infelices", en el sentido de poca cosa; otras son "pletóricas", lo invaden todo, incluidos a "los infelices".

15. No hay deseo más estúpido que el de ser íntegro. Los temblores desintegran.

16. Sin riesgo, no hay éxito. Sin prudencia, no hay satisfacción.

17. Siempre te deja desnudo; nunca te viste. La vida es inanición, no lo olvides.

18. Cuando ya solo queda el ruido de la compañía, en el naufragio del amor, en la soledad rotunda; dos mentes aturdidas, desenfrenadas. ¿Cuándo se extraviaron los caminos?

19. La religión, tal vez no lo divino, entrelazada con la política: sustento de los poderosos; la política ligada a la religión de palio, procesión y folklore. ¡Mezcla explosiva, gente perniciosa!

20. Alabanza del "hombre descocado', el que ha perdido el 'coco', que ya no es racional, solo razonable; el libertino responsable.

viernes, 19 de agosto de 2022

La urdimbre de los vínculos humanos

 

Instalación de Chiharu Shiota.
Instalación de Chiharu Shiota.

La vulgaridad es contagiosa, siempre; la delicadeza jamás”.

(Cuadernos, Emil Cioran).

Todo hombre sabio se esforzará en situar la felicidad en la consecución de aquello que dependa principalmente de él mismo, y no hay otra forma de alcanzarla que cultivando la delicadeza en el sentimiento”.

(De la delicadeza en el gusto y la templanza en la pasión, David Hume).

La urdimbre de los vínculos humanos. La urdimbre es la trama, la red, de hilos que se utilizan en el telar. Aquí la utilizamos como metáfora aplicada a los vínculos humanos. Donde la persona individual, sus interacciones con los demás y con el sistema social en su conjunto, con la naturaleza, conforman una especie de red o trama, cuyos hilos se entrecruzan.

El primer hilo, el individuo concreto, tiene una obligación para con los demás y con la sociedad, pero el cuidado comienza con la atención a uno mismo. Dice Platón (El mito de Cronos, Político 274d 11-13) que los hombres “abandonados del cuidado de los dioses”, entiéndase politeísmo, están llamados “a cuidar de sí mismos”. No elegimos nacer, y cuando nacemos somos seres indefensos, vulnerables, dependientes. Sin el cuidado de nuestros padres no habríamos aprendido a vivir, a bajar de la cuna, a buscar nuestro alimento.

Y esta es la paradoja de nuestra existencia: somos finitos, inconsistentes, frágiles, contradictorios; y, al mismo tiempo, tenemos la responsabilidad de construir, de poner en acto, nuestro “ser posible”; ¿por qué vamos a consentir que nuestro ser se empequeñezca, se contraiga?; somos deficientes, pero pensamos a largo plazo para construir nuestro caminar en el tiempo. ¡Sí, no cabe duda, es un trabajo agotador!

En la antigüedad, los socráticos ponían el fundamento de la existencia humana en el logos, en la razón. Y Descartes (1596-1650) propuso su famosa frase: “Cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo), como base del existir humano. Y en la actualidad, parece ser que la “técnica” es la que ha tomado el timón de los destinos de la humanidad. Sin embargo, lo fundamental en la existencia humana no es la razón, sino el amor; no es el logos, sino el eros; no es el cerebro, sino el corazón; como atinadamente lo expresa Feuerbach: “Solo existes si amas; el ser solamente es ser si es el ser del amor… El amor es la verdadera prueba ontológica de la existencia de un objeto fuera de nuestra mente; no hay otra demostración sino el amor”. (citado en “Feuerbach y Kant: dos actitudes antropológicas”, Cabada Castro). Ya no es el “Cogito, ergo sum” (Pienso, luego existo) cartesiano, sino el “Sentio, ergo sum” (Siento, luego existo).

Para vivir, pues, hay que trenzar hilos de sentido, un entramado interior de principios que nos orienten en el camino de la vida, cultivar la reflexión para permanecer en la búsqueda de lo esencial. Los principios son racionales pero se sustentan, se forjan, en los sentimientos, que se nutren, a su vez, de la intuición que es un “ver previo” a lo racional. Y uno de los sentimientos básicos, porque somos frágiles e inconsistentes, es la ternura, la delicadeza. La ternura es vivida por el ser humano en un doble movimiento, hacia dentro y hacia afuera de sí mismo. Algo parecido a lo que ocurre con el doble movimiento del corazón, sístole y diástole, contracción y expansión, ambos necesarios para su buen funcionamiento.

Cada persona debiera estar plantada en su propia maceta de barro. Si uno es pequeño no es ajustado plantarse en un macetón. Con esto queremos decir que cada uno debe elegir su medio: sus amigos, su lugar de trabajo (si puede), su tiempo para las cosas. Para florecer con unas buenas raíces (personas íntimas sanas y enriquecedoras, lecturas), tallo fuerte y robusto (principios de vida flexibles pero muy firmes), hojas verdes (los buenos sentimientos que dan color a la vida) y flores (que nos den belleza y sentido). Pero una maceta aislada necesita que la rieguen; el jardín, el bosque, la lluvia, los otros. La convivencia y el diálogo con los otros es esencial para vivir, para explorar el arte de vivir.

Atención, cuidado, ternura, delicadeza para con los otros. Significa calidez, apertura de corazón, generosidad, escucha atenta, aceptación, tolerancia, gesto amable, fidelidad… Pre-ocuparnos, “anticiparnos a” las circunstancias adversas que se le puedan presentar al otro. La delicadeza no es blanda, sino fuerte, firme, audaz; es un acto de coraje. ¡Necesitamos delicadeza! Reivindicar “el derecho a la ternura” como un derecho humano privado y público, y, a la vez, como una obligación ética y política. Solo si potenciamos el sentido de la delicadeza, el ser humano será capaz de invertir el dominio de la ideología de mercado.

Hay dos caminos: apostar por vivir valores humanos o elegir el cálculo de intereses. La primera opción apuesta por ser sensibles a la vida de los demás, tanto en sus triunfos como en sus fracasos. Se caracteriza por la flexibilidad del pensamiento, por la intuición, que se sustenta en el sentido común y en los sentimientos. El cálculo de intereses se basa en el individualismo, la competencia, el utilitarismo; en “que te doy, para ver que te puedo sacar”; en utilizar a los demás como medio para mis fines; tiene una mirada lenta, dura e inflexible.

Por último, he seleccionado algunas reflexiones, algunas citas, muy pocas, de una joyita literaria del siglo XVIII: “De cómo tratar a las personas” de Adolph Knigge (1752-1796), publicado en la editorial “Arpa y Alfil S.L.”. Es un libro fantástico, precioso, fascinante, que hay que digerir lentamente. Contiene los mandamientos de una moral mundana y sabia al mismo tiempo; una “Ética mínima” que diría la filósofa Adela Cortina; una deontología básica para cualquier ser humano. No son simples recetas de comportamiento o reglas de urbanidad sino que reflexiona ampliamente sobre la complejidad de las conductas humanas.

Dada la amplitud del libro me ceñiré a su apartado “Observaciones y reglas generales sobre el trato entre seres humanos”. Lo recomendaría especialmente para personas que se interesen por la antropología y la fenomenología de los asuntos humanos, aunque lo puede leer cualquier ciudadano. Está en la línea de pensadores tan conocidos y reputados como Aristóteles, Cicerón, Séneca, Baltasar de Castiglione, Montaigne, Gracián, Lord Chesterfield o Schopenhauer. Ahí van algunas citas, ordenadas según aparecen en el libro, para abrir boca y degustarlas lentamente.

¡En suma!, la máxima de que “cada uno vale ni más ni menos que lo que se hace valer” es la gran panacea de los aventureros, los fanfarrones, los soplagaitas y otras cabezas de poco fuste para medrar en este mundo nuestro, así que no doy un centavo por ese remedio universal. ¡Pero alto!, ¿realmente no nos sirve de nada esa máxima? ¡Sí, amigos míos!… sin caer en la fanfarronería ni en las mentiras infames, no se ha de desperdiciar la oportunidad de mostrarnos por nuestras facetas más ventajosas”.

Si te falta algo, si tienes preocupaciones, si te ha ocurrido alguna desgracia, si sufres carencias, si la razón, los principios y tu buena voluntad no bastan, no reveles tu sufrimiento y tu debilidad a nadie, ni siquiera a tu fiel mujer, pero sí a quien pueda ayudar. Pocos son los que están dispuestos a ayudarte a llevar tu carga; a menudo solo la hacen más pesada; incluso muchos de ellos retroceden en cuanto se dan cuenta de que la fortuna ya no te sonríe”.

No descubras nunca de manera innoble las debilidades de tus congéneres para elevarte a ti mismo. No saques a la luz sus errores y yerros para sacar ventaja a su costa”.

“… Todos se cuidan de sí mismos y de los suyos, sin preocuparse del hombre modesto que puede estar muriéndose de hambre en un rincón oscuro pese a sus muchos talentos. Así, más de una persona meritoria no obtiene reconocimiento alguno en toda su vida, y no tiene oportunidad de ser útil a sus conciudadanos…”.

Nunca te apartes de tus “principios” en tanto que los reconozcas como justos… Sé firme, pero ten cuidado y no conviertas algo con demasiada ligereza en un principio, sin antes haber reflexionado sobre todos los casos, y no insistas tercamente en pequeñeces”.

No intentes ridiculizar en sociedad a ninguna persona, ni siquiera a la más débil”.

Asimismo, no hemos de olvidar nunca que la gente quiere divertirse y entretenerse; que incluso la conversación más instruida a la larga resultará aburrida si no se sazona de vez en cuando con ingenio y buen humor; que. además, a la gente nada le parece más ingenioso, más sabio y más divertido que cuando se la elogia, cuando se le dice algo halagador; pero que está por debajo de la dignidad de un hombre sensato hacer el papel de bromista, y que es indigno de un hombre honesto desempeñar el papel de un vil adulador. Pero que hay un término medio…”.

Si estás deseoso de obtener un respeto duradero … no lo salpiques con maledicencias y burlas y no te acostumbres a un tono de parodia…. el hombre sensato y sensible ha de ser comprensivo con las flaquezas de los demás…

Pero tampoco pretendo declarar improcedente toda sátira, ni negar que la mejor manera de combatir algunos disparates y necedades, “en círculos menos familiares”, sea mediante una parodia sutil, no ofensiva ni demasiado personal…”.

“… Los prejuicios a veces oscurecen la mirada… No juzgues a la ligera las acciones de gente sensata…”.

Ten cuidado de no agotar la paciencia de tus oyentes con discursos aburridos y prolijos… un cierto laconismo, digo, puede consistir en el talento de decir mucho con pocas palabras, en mantener la atención suprimiendo pequeños e insignificantes detalles… Deja que hablen los demás, que contribuyan a la conversación. Hay personas que sin advertirlo monopolizan la palabra en todos los sitios, y por más que estuvieran en un círculo de cincuenta personas, pronto se adueñarían de la palabra”.

No te contradigas a ti mismo en la conversación, de modo que afirmes algo que hace tiempo has combatido”.

Hay que tener cuidado de no recordar cosas desagradables a personas con las que se conversa… Siempre nos encontramos con esos inopinados predicadores de la verdad que se toman como una obligación amargarnos nuestras manías más inocentes y felices, racionalizándolas”.

“… aconsejo… que se sea “íntimo” con el menor número posible de personas, que se tenga solo un pequeño círculo de “amigos”, y que éste se amplíe únicamente con suma precaución…”.

Cree siempre que la mayoría de las personas son la mitad de buenas de como las describen sus amigos, y la mitad de malas de como las describen sus enemigos, y siempre saldrás beneficiado”.

Desprecio la frase “de una persona se puede conseguir lo que se quiera una vez que se ha dado con su punto débil”. Solo un canalla puede y quiere hacer algo así, ya que solo a él le son indiferentes los medios para lograr lo que quiere; el hombre honorable no puede hacer de todas las personas lo que él quiere, y tampoco lo pretende”.

Es preferible que seas la pequeña lámpara que ilumina un rincón oscuro con su propia luz, que la gran luna de un sol ajeno, o el satélite de un planeta”.

(De cómo tratar a las personas, Adolph Knigge).

jueves, 7 de julio de 2022

La voracidad del hombre lobo

          A la Habana me voy / en un barco velero / dejaré de ser pobre / 

        y me haré caballero".

                            (Avaricia, Juan Eslava Galán)

        "… aprende a tratar como caníbal a cualquiera que te pida ayuda”.

          (Atlas Shrugged, Ayn Rand) *

                           

La vida es Jauja, prosperidad y abundancia, según la RAE. Esto lo descubrieron los españoles cuando conquistaron Perú en el siglo XVI acompañados de una cancioncilla que decía: “Todos queremos más, todos queremos más, todos queremos más, y más, y más, y mucho más”. Hoy es la melodía que rige al mundo.

No contaremos esta historia con afán sensacionalista. Ha de quedar claro que el deseo de poseer cosas, muchas cosas, no solo plata, es común a todos los mortales, en cualquier profesión, sin distinción de sexos; salvo algunos hombres generosos, desprendidos, que valoran más las relaciones humanas. ¡Bobos!

De nuestro personaje de hoy no se tenían antecedentes familiares o escolares conocidos. Solo algún informe no oficial, no contrastado, de alguna psicóloga de Servicios Sociales que afirmaba que era disruptivo, agresivo, violento.

Dante Pina, que así se llamaba, poseía una cabeza ovalada de pelos erectos y claros, con la barbilla y el hocico extremadamente alargados; los ojos amarillos como si padeciera ictericia; dientes caninos puntiagudos y acentuado sentido del olfato; tenía de nacimiento seis dedos en el pie izquierdo. Para expresar agresividad se erguía sobre sus pies e hinchaba el pecho, se le erizaba aún más el pelaje y mostraba los dientes, emitiendo gruñidos en señal de enfado, amenaza o ataque. No hacía falta un programa de identificación facial para observar un parecido entre el rostro de Dante y algún animal canino.

De adolescente, con quince años, organizó con un grupo de colegas un intento de robo mediante butrón en un banco, equivocándose de pared e irrumpiendo en una pizzería. Este atraco fracasó abortado por la policía que lo condujo a un Centro de Menores, de donde salió a los dieciocho años.

Comenzó a trabajar de albañil y se inscribió en la Escuela Taurina. Y aunque nunca llegó a tomar la alternativa, se hizo amigo de un torero de arte de la zona, del que acabó siendo apoderado durante algún tiempo, lo que le permitió ganar buenos dividendos. Y se dio cuenta de que mejor que el arte, era su parte: Solo sabía contar números, billetes; y se reía de los artistas, y de los poetas, y de los filósofos. Se presentaba como una persona elegante y engreída hasta que empezaba a escupir por su boca groserías y blasfemias cuando algo se le torcía.

Con veinticuatro años se hizo contratista de obras. Consiguió la autorización de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa, del Ministerio de Economía y Hacienda. Ganó varios concursos públicos de acuerdo con arquitectos que elaboraban el Proyecto de Obras señalando los precios de los distintos trabajos, el tiempo de ejecución, los criterios de supervisión y calidad, las formas de pago y demás condiciones de trabajo. Al principio, amaba su oficio como un medio para vivir; más tarde, se convirtió en un fin exclusivo del que acabó siendo prisionero. Cuando se acostaba trataba de convocar a la riqueza con la mente: Soñaba que le tocaba la lotería o los cupones, que le llegaba una herencia de algún inexistente tío lejano. La ambición le corría por las venas.

Se casó con María del Tránsito a los veintiséis años, habiendo construido su vivienda con las propias manos, ladrillo a ladrillo. Mientras trabajaba, en el caletre, solo tenía un sonsonete que le impedía pensar en cualquier otra cosa; un pensamiento único, excluyente: acumular pasta. Veía la vida por el ojo de una cerradura, espiando siempre cómo se movían los capitales. Con tanto número en la cabeza, los sentimientos le estorbaban; aunque siempre fue hosco y huraño, se iba olvidando de amar, de querer.

Se iba instalando en él una fobia al compromiso. En ocasiones se mostraba cariñoso, pero gustaba de aislarse con frecuencia en su soledad o en los bares, y entonces trataba a su mujer como si fuera una intrusa en la casa. A sus hijos los maltrataba con extrema violencia, volcando en ellos su insatisfacción laboral, económica. Con Tati, que así llamaban las vecinas a su mujer, era miserable hasta la mezquindad: ni un café, ni una cerveza, ni una comida con amigos. Gastar le disgustaba. Tacañería.

Coincidió su treinta y ocho cumpleaños con el inicio de la época de bonanza y expansión de la construcción. Y decidió irse a Marbella, afectado por la fiebre del ladrillo, la “fiebre del oro”. Y así lo hizo. Con una consigna reiterativa que le ofuscaba la mente: “Mejor ser un lobo muerto que un perro vivo”.

Tati se sintió insegura, abandonada, con una pesadumbre insoportable; con una rabia penetrante que la volvió loca, endemoniada. ¿Qué le he hecho? ¿Le parece poco tener un hogar? ¿Acaso no le gusto? ¿Tendrá otra? La idea de que hubiera otra le hería el corazón. Y la atrapó una de las peores enfermedades del alma humana: la desolación perenne, la desesperanza negra, la tristeza honda.

El mismo día que se marchó a Marbella, ella lo dio por desaparecido, por muerto. Y se juró a sí misma guardar luto riguroso de por vida, con un único vestido negro de una sola pieza con mangas cortas, incluso en invierno. Y su ánimo decayó hasta tal punto que las noches eran un duermevela sin reposo. Tati seguía atendiendo solícita y eficazmente a sus hijos, pero vivía como ausente, catatónica. En poco tiempo envejeció. Se mostraba como una señora de edad indescifrable, con el pelo escaso y cano, las carnes flácidas, peleando por mantener el rumbo de un navío desnortado y demasiado numeroso.

Dante se instaló en una vivienda marbellí y se asoció con un arquitecto de la zona con el que había hecho anteriormente trabajos ocasionales en la Costa del Sol. Empezaron por unas Viviendas de Protección Oficial que ganaron en Concurso gracias a las amistades y contactos del arquitecto, al Concejal de Urbanismo y al Alcalde. Y detrás vinieron otras muchas promociones de titularidad privada. Y así, tacita a tacita, ganó tanto que las cifras del balance de resultados aseguraban que el negocio iba viento en popa.

Y fue ampliando sus propiedades con la compra de varios chalecitos, donde se rodeó de un harén de bellezas ocasionales, hasta que conoció a Bárbara que lo sedujo y se fue a vivir con él. Una mujer de pelo estropajoso a la que pasaba una retribución mensual. Era, igual que Dante, una Diógenes de la sociedad moderna. Es verdad que no vivía en una tinaja ni vagabundeaba por las calles, pero almacenaba y acumulaba todo lo que pasaba por sus manos; su hogar era una leonera, un paisaje en ruinas: coleccionaba en una fiambrera las migas de pan que quedaban encima de la encimera, tickets de compra de verduras de hacía quince años, ocho pares de zapatillas viejas en el lavadero, cientos de extractos grapados referidos a la Construcción del Boletín Oficial del Estado amontonados en los rincones…

Él era asustadizo, hipocondríaco; la presión lo aturdía; se escondía tras los ansiolíticos que le recetaba un médico que desconocía que los mezclara con cocaína. Sin embargo, cuando se reunía con los arquitectos, los empresarios o los políticos, iba pulcramente vestido. Se mostraba muy seguro, firme, incluso jocoso, divertido. Era de misa dominical; de dádiva en el cepillo de la parroquia para que el Señor lo librara de las penas del purgatorio o de la chamusquina del infierno después de la muerte. Rogaba a Dios que sus negocios florecieran.

No dudaba en atravesar la línea roja que marcaba la Ley, eludiendo en lo que podía la mordida de Hacienda. Gestionaba con su abogado la manera de llevar el capital a algún paraíso fiscal. Se decía a sí mismo: “El tiempo es oro. El dinero abre las puertas; sin dinero la vida es un muro de hormigón”. Y corría, corría y corría de una obra a otra, sin descanso ni vacaciones. Su meta: Convertirse en un grande de España: vía nobleza, vía numerario del Opus, vía diputado de algún partido conservador.

Solía mandar por Navidad una postal a Tati y a sus hijos. Mensualmente les mandaba una miserable cantidad de dinero que mantenía tiesa la nevera. Una vez cada año y medio se dejaba caer por la casa un sábado a media mañana. Sus hijos se precipitaban como ratas debajo de los sofás, de las camas, en los armarios; tal era el miedo que tenían a que ejercitara la vieja costumbre de darles tundas y palizas a las primeras de cambio. Tati le ponía la comida y, sin mirarlo ni cruzar palabra, esperaba deseosa que se marchara pronto; cosa que el hacía después de dormir una prolongada siesta.

Al llegar de nuevo a Marbella vio en lo alto de una mesa camilla como se alzaba un castillo de camisas y camisetas, de pantalones y sábanas, esperando eternamente a ser planchados. Llegó un día en que en la casa no había aceite ni para aliñar una ensalada. Bárbara tenía un cuenco de su abuelo para comer y beber, aunque las lentejas le gustaba saborearlas en un trozo de pan. Solo les faltaba guardar los escupitajos que lanzaban con frecuencia al suelo de mármol. Tal era la pocilga en que habitaban, acompañados de un perro callejero flaco y pulgoso. No eran pobres, pero habían hecho de la acumulación y el desorden un “modus vivendi”.

Pasó un tiempo y llegaron los momentos malos. Una profunda crisis inmobiliaria asoló el país. En algunas de sus empresas el volumen de ingresos era inferior al de las deudas y tuvo que declararse en suspensión de pagos. Los salarios bajaron y los sindicalistas aguafiestas exigían cada vez mejoras salariales. Y Dante dando alaridos gritaba a los cuatro vientos: “¿Qué quieren, quedarse con la empresa? ¡Menos democracia y más mercado libre! ¡Más ayudas del Estado y menos intervención del gobierno!”. Y fue perdiendo la capacidad de sonreír. Sí, ahora reía, pero era una risa estruendosa casi siempre asociada al alcohol o al desprecio de los hombres; una risa ruidosa que salía a borbotones de la angustia que lo invadía. No era una sonrisa suave y amorosa.

Una tarde, decayendo ya el sol, entró en un bar de copas lúgubre y sombrío. En un rincón, sentado a una mesa baja y redonda, había un hombre harapiento y feo como él solo, que tomaba Möet Chandon. Dante se rio de manera escandalosa. El hombre que se sintió insultado, se levantó y le lanzó un crochet de izquierda que le reventó la nariz.

Llegó a su casa descompuesto, devorado por el diablo, emitiendo extraños sonidos al aire, temblando de pies a cabeza. Bárbara le sirvió una copa de ginebra a palo seco y le extendió en la mesa una raya de “oro blanco”. El estrés, la ambición desmedida, la codicia infinita, el alcohol, la cocaína… Y en un suspiro quedó desmayado, sin aliento; y a los pocos segundos, exánime, sin vida.  Se murió con cincuenta y tres años. Solo le llegó una corona de rosas negras de María del Tránsito para depositarla encima del ataúd. Los enterradores comentaron entre ellos que este hombre era el más rico del cementerio.

 

 “La riqueza se parece al agua del mar: cuanto más se bebe de ella, más sediento se está; y otro tanto vale para la fama”.

                                    (Aforismos sobre el arte de vivir, Schopenhauer)

 

“Atesorar unas botellas del burdeos favorito hasta que se agria no es una política inteligente, ¡y mucho menos hacerlo con una bodega entera: toda una existencia!”

                            (En defensa de los ociosos, Stevenson)

 

* Ayn Rand, fundadora del Objectivist Movement, punto de referencia de la nueva derecha americana)