miércoles, 29 de septiembre de 2021

Cándido, El Colgao

 


Nací con el rostro pálido, sin sangre. Y con cara de pez: La boca abierta, los labios gruesos y prominentes, y los ojos separados, con las pupilas fijas en un punto indeterminado. Mi aspecto se avenía bien con mi espíritu, pues siempre viví en un estado permanente de asombro y estupor.

     A los cinco años quería con fervor a mi abuelo. Me entusiasmaba ver cómo, contoneándose tanto, conseguía el equilibrio apoyado en su cayado. Él me decía: “Sin el apoyo de mi bastón no habría podido vivir”.

     Mi padre, campesino, trabajaba de sol a sol para darnos de comer. Cuando llegó la edad escolar me dijo: ¡Cándido, hijo, tú eres muy listo. No trabajarás en el campo. Vas a estudiar!

     Y así, en el colegio tuve una compañera: “La Vane”. Me gustaba mucho. Un día me pidió prestado el portaminas. Se lo dejé. El maestro explicaba la tabla de multiplicar. Al día siguiente me lo requirió de nuevo y se lo entregué. Y así durante varias jornadas. Hasta que un día reclamó: ¡Dame mi portaminas! Ese tono ordenancista sonó distinto. Tragué saliva y se lo di. Una y otra vez, siempre. Entonces, observé, asombrado, que me había enajenado el portaminas. Y acaso, los sentimientos. Mi generosidad se había convertido en costumbre para La Vane, y la costumbre se había transformado en una exigencia, en un derecho suyo.

     “La Vane” abusaba de mi pero no supe atajarlo. Su trato, a veces cariñoso, doblegaba mi voluntad. ¿Era un lelo? ¿Me traicionaban los sentimientos? ¿O las dos cosas a la vez?

     Toda mi vida era someter mi alma a cambio de afecto, de aceptación. Me di cuenta que vivía más cómodo colgado emocionalmente de otras personas. Necesitaba una percha de la que colgarme para vivir. No me importaba el color: blanca, amarilla, roja o negra; ni el material: de plástico, de madera o metálica; ni su función: para falda, americana, camisa o pantalón. Yo era un ser débil, dependiente; el sentido de mi vida lo adquiría del exterior, de otras personas.

     Mi madre me proporcionó la percha más firme que jamás tuviera. Con siete años me llevó a la iglesia del pueblo: un pórtico lleno de estatuas, unos techos altísimos sostenidos por gruesas columnas, unos ventanales de grandes dimensiones con vidrieras de vistosos colores y, al fondo, un escenario con la imagen de un señor. Me dijo que era Dios, crucificado. Que era todo Amor, omnipotente y omnipresente. Lo primero me gustó: ¡Qué mejor que un Ser todo Amor y encima todopoderoso! Era un verdadero perchero de forja. Me elevaba espiritualmente y era de hierro, fuerte, potente. Lo de omnipresente me gustó menos porque me recordaba a los fantasmas que yo veía circular a menudo por mi habitación. Me quedé embobado: una mezcla de misterio y miedo. En mi cabeza musitaba palabras de comunicación con el Ser Invisible. 0, ¿era conmigo mismo?

     Conocí al cura y mi madre me hizo monaguillo. El sacerdote empezó a darme clases de latín. Un día, una beata le llevó al cura una cajita bien enlazada llenita de dátiles que dejaron en la sacristía. No pude evitar la tentación: me comí la caja entera. Cuando el cura se dio cuenta, colérico, me echó una maldición: ¡Eres un tragón, ojalá te cagues por las patas abajo! ¡Un ladrón, Dios te va a castigar en la tierra y en el cielo! Me acongojé. Y tuve que resolver el primer gran dilema de mi vida: Si Dios no me quita el hambre, ¿en qué me ayuda? ¿Qué es antes comer o rezar? ¿De qué me sirve rezar si me muero de hambre? Lo resolví con agudeza y con los pocos conocimientos de latín que me había enseñado el cura: “Panis primo, postea religioni”.

     Mi padre, que era cinéfilo, tenía una buena colección de películas de vídeo que yo veía. En la adolescencia le quité horas a las tareas del instituto para ver aquellas cintas. Del cine, encerrado en mi habitación, aprendí muchas de las cosas que sé sobre la vida.

     Sobre todo a enamorarme platónicamente. Me quedaba embelesado viendo en la pantalla a Annie Girardot en “Mourir d’aimer”. En el minuto diecisiete decía ella mirando al horizonte: ¡cuántas bocas de amor están unidas, cuántas vidas se cuelgan de otras vidas exhaustas en su entrega palpitante!

     Se despertó en mí el gusanillo romántico y retomé mi antigua creencia religiosa en los milagros: ¡El amor para toda la vida! ¡Lo que Dios une que no lo separe el hombre! Desde entonces rechacé las perchas ocasionales y recicladas de las tintorerías y las tiendas. Solo quería perchas que tuvieran en su barra inferior fieltro o satén. A partir de ese momento decidí orientarme únicamente hacia lo excelso; ir por la vida volando.

Siempre me había gustado la belleza natural. La belleza sublime me acobardaba, me intimidaba. Y Annie no era un bellezón pero tenía un poder de atracción sobre mí ilimitado. ¡Esos ojos vueltos hacia mí, que solo a mí me miraban!, creaban una conexión interior llena de ensoñaciones. Disfrutaba observando lo redondita que era su cara, sus caderas, sus muslos… en fin, toda su anatomía. Me recordaba a una chica del pueblo “La Tanqueta”, también fuerte y ahombrada, y de personalidad plomiza.

     Yo era un joven poco cultivado, huraño y retraído; que vivía de sueños y delirios, y que entretenía mi tiempo en juegos solitarios. Lo normal dada mi edad y condición. ¡Me pasaba más tiempo colgado de mi propia percha, que en el yo sustancial!

Conocí mujer a mis treinta y ocho años con una fuerza salvaje. Fue a “La Termostato”, una divorciada. Amiga con derecho a roce. Puro fuego. Era rubia, y descubrí, ¡idiota!, que algunas rubias tienen su molletito castaño. ¡No acabo de entender por qué! Lo cierto es que internet, que todo lo sabe, me corroboró el dato. Una revista científica de la Universidad de Harvard indicaba que el setenta y ocho por ciento de las rubias tienen el pubis moreno, pero tampoco explicaban por qué. Y también observé, varias semanas después, porque soy lento en comprender las cosas, que las mujeres tienen en sus armarios muchas perchas con más ropa que los hombres.

Un día en que yo estaba especialmente distraído, me mandó al supermercado a comprar los mandaos y cuando llegué los ordené entre la pequeña alacena, la nevera y el cuarto de baño. De pronto, ella me espetó:

-      ¿Estás tonto o qué? ¡Calzonazos! ¡Has puesto el papel higiénico en la nevera!

Me puse triste. Ella reaccionó cariñosa:

-      ¡Qué papanatas eres! Ven, anda, dame un beso.

Yo, mientras tanto, le regalaba vestidos, joyas, perfumes, y, de vez en cuando, le arrimaba algún dinerillo. Ella, astuta como una serpiente, me decía «cariño» y ejercía sobre mí un poder de embrujo. “La- Termostato” conocía todos los mecanismos de dominio de la historia de la humanidad. Solo poseía un defecto: Estaba siempre con un copazo y un pitillo entre las manos y, cuando meaba, nunca tiraba de la cisterna. Pero les aseguro que fue, en ese tiempo, en el único que sí mereció la pena el intercambio de bienes y servicios.

Como el hambre apretaba y la calderilla disminuía, me marché a Francia a hacer la vendimia. Un día tomé café en París con mi amigo François-Marie Arouet, alias “Voltaire”, un escritorzuelo de tres al cuarto, que había publicado un libro que se llamaba «Cándido o el optimismo». Lo leí por ser mi tocayo el protagonista del libro.

        Hay quien vive colgado de las apariencias: lo acabas de conocer y ya te está diciendo los estudios superiores que tiene, el puesto dirigente que ocupa en el Ayuntamiento, los numerosos viajes que ha realizado o el chalet que tiene en no sé qué parte de la costa. Yo ante estos seres tan poderosos me achicaba y no veía en mí nada que valiera la pena. Muchas personas se cuelgan de cosas, de muchas cosas, de infinidad de cosas; yo no. Me gusta más colgarme de palabras.

Y, por eso, me aprendí de memoria algunas citas de mi amigo que, a modo de mantras, me hacían entender mejor la vida. Mucho después lo llamaron autoayuda. Me gustaba citarlas:

“Cuando uno no tiene lo que ha menester en un mundo, lo busca en el otro”.

 “¡Ay! Es el amor: el amor, el consolador del género humano, el conservador del universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor”.

“El primero que comparó a la mujer con una flor fue un poeta; el segundo un imbécil”.

“¿Qué es el optimismo? Es la manía de sustentar que todo está bien cuando uno está muy mal”.

“Los que creen que el dinero lo hace todo, suelen hacer cualquier cosa por dinero”.

Le agradecí a mi amigo “Voltaire” su gentileza, le elogié hipócritamente su libro y me volví a España.

     Un día, muy temprano, acompañé a mi hermana al hospital para una analítica. Me habían educado en la cortesía y la urbanidad y yo me colgaba de la percha de la elegancia. Siempre he sentido verdadero placer en dejar paso a una persona delante de una puerta o permitir avanzar a un coche en un cruce. Estando en la sala de espera, me puse en cola ante la máquina expendedora de café. Yo estaba detrás, hacia la derecha, de dos mujeres distraídas que cascaban lo suyo. Por la izquierda, se coló sigiloso un hombre, como un lobo solitario acostumbrado a morder, ávido de café. Como soy un poco palurdo me quedé con la boca abierta. Cuando me di cuenta el colega ya estaba sentado cómodamente en su silla saboreando su café.  Me sentí tan mal que llegué a pensar que tenía una avería en mi personalidad: Me faltaba carácter y me dejaba engañar fácilmente. “Frente a los enteraillos nunca seas un papafrita”, me aconsejaba siempre mi padre. Era un sabio consejo, pero yo nunca supe aplicarlo.

     Yo soy muy de amigos y de bares. Como nací con frío y era un blandengue he estado necesitado toda mi vida de calor humano y, por eso, me enganchaba emocionalmente, cual percha simbólica, a los amigos. Me costó mucho tiempo descubrir, porque mis dotes de observación no son los de Sherlock Holmes, que hacía el primo en asuntos económicos.

     Vino a dar un curso al pueblo el Instituto Económico de Formación y Fomento de Gorrones (IEFFG), fundación cultural vinculada a una Entidad Bancaria. Se apuntaron todos los políticos, los avispados del pueblo y yo. El leitmotiv de todo el curso fue “el pardillo nace y el competente se hace”.

     En el ostentoso Salón de Estudios de aquella Entidad Bancaria mi mente quedó confusa. Hasta entonces me habían enseñado a guiar mi conducta por valores y actitudes. Creía que el mundo era bueno, que se regía por la nobleza y los buenos sentimientos. Allí aprendí que lo que dominaba eran los intereses y me hice un experto en estrategias económicas cotidianas de expoliación. Eran técnicas de escaquearse a la hora de pagar en los bares. Las enumeré gradualmente según el grado de astucia e inteligencia que requerían: 

-           La más simple la practicaba “El Tancredo”: Se paralizaba y se ponía de lado. Se hacía el loco hasta el último momento. Tenía una paciencia infinita hasta que yo pagaba. Pobre de mí, ¡qué estúpido!

-      “La Ballenata”, aquella chica de mi juventud que decía: «tengo la boca como un zapato» para que algún chico la invitara. Yo la convidaba y ella ni un maldito baile. ¡Tierra trágame, qué papanatas!

-      Los hay espabilados, con la cara de cemento armado como aquel compañero, “El Tolosabe”, al que invitas siete veces a desayunar y nunca saca la cartera. ¡Qué gorda la tenía, la cartera! ¡Qué lila!

-      ¡Qué elegancia, que finura! “El Palmera”, diligente, se levantaba a orinar cuando llegaba la hora de pagar y como era prostático tardaba mucho en volver. ¿Quién pagaba? Ya lo habrán adivinado. ¡Qué memo!

-      “La LlaveInglesa” solo llevaba su tarjeta de crédito en el bolsillo. O, lo que es lo mismo, jamás llevaba efectivo para pagar las cañas. ¿Era pobre? ¡Nunca se supo! ¡Qué gilipollas!

-      “Er Molienda”: Cuando preveía varias consumiciones porque la tarde era larga, detectaba por el tipo de local el más barato y se adelantaba generoso para pagar rápidamente. En los más caros se abstenía. ¡No me digan ustedes que no era un lince! ¡Ante tanta inteligencia me quitaba el sombrero y me humillaba!

-      Con todo la más lista era “La Micona”: Se adjudicaba pagar la última ronda de cervezas puesto que para aquel entonces ya muchos se habrían ido y la cuenta sería mucho más reducida. 

Nunca aprendí a neutralizar estas estrategias de los gorrones. En mi alma se juntaban mil formas de hacer el idiota que otro día les ampliaré. Como verán soy un hombre del montón, un poco alelado. Solo deduje una moraleja que nunca supe incorporar a mi conducta: “El verdadero hombre inteligente es el que aparenta ser tonto, delante de un tonto que aparenta ser inteligente”.

     Toda la vida aprendiendo a vivir colgado y aún sigo suspendido, suspendiendo. Cuando me muera aún no habré terminado la carrera. Eso sí, habré aprobado la asignatura de convertirme en un hombre elegante.

 


sábado, 7 de agosto de 2021

La llave



Dice el refranero español: “El pajar viejo, cuando se enciende, malo es de apagar”. Pero para encenderlo hace falta leña.

Les contaré una historia que acaso tenga que ver con esto.

Llevaban varios sábados coincidiendo en aquel pequeño tabanco repleto de clientes. Habían intercambiado miradas de reconocimiento y curiosidad. Ella, María del Pilar, estaba sentada con unas amigas en torno a una mesa redonda y bajita, de color verde con florecillas rojas y blancas. Él, Hipólito, para los amigos Polito, apontocado en la barra,  tomaba una copa de vino con un amigo mientras hablaba con el propietario del bar.

Eran las dos y cuarto de la tarde de un sábado de Septiembre cuando ella se levantó lenta pero decidida a pedir unas cañas, y se colocó justo al lado de él. En el barullo de la barra recibió un ligero empujón que hizo que rozara el costado de su cuerpo con el pecho de él. Polito interpretó aquel contacto inesperado como una llamada. Se serenó un momento y, después, más por bravuconear delante del amigo que por otra cosa, le dijo: “Olé, la mujer más guapa del bar”. Ella volvió la cabeza y, mirándolo, se sonrió. Para él el atractivo de las mujeres no era sentimental ni sexual, era sobretodo un asunto de subsistencia. Tenía una filosofía pragmática, utilitarista.

Ambos compartían el hecho de ser uno de los ocho millones y medio de singles, individuos que vivían solos en una vivienda. Tenían distintos motivos: Él era un solterón picaflor,  ella una divorciada con mucha dignidad. Ambos tenían el corazón abierto a nuevas amistades.

Polito, canijo y retaco, parecía un figurín elegantemente vestido. Pantalones blancos de pinza, camisa rosa palo con las mangas recogidas en el antebrazo, zapatos castellanos de color marrón. Se asemejaba a un junco, por su extrema delgadez y su corta estatura. Y, aunque se acercaba ya a la edad de la sazón y de la prudencia, aún conservaba cierta juventud que podía observarse en la sonrisa picarona de su cara.

Era su manera fraudulenta de presentarse en público. Su vida privada era otro cantar. Más pobre que las ratas ocupaba, accidentalmente, un cuartito prefabricado de madera adjunto a un chalet en un barrio residencial de la ciudad. Un abogado holandés le había cedido el cuartucho a cambio de que vigilara su vivienda.

Su ocupación habitual, además de ésta, era la de caminante: daba vueltas y vueltas como el tiovivo de una feria a ver qué caía. Y no era torpe para buscarse la vida en el chapú erótico, pues tenía mucha simpatía, y mucha labia, y sabía detectar con pericia de ingeniero los corazones solitarios. Su lema era: “Pájaro que vuela a la cazuela”.

Pilar era otra cosa. Jefa de Sección de una oficina de Hacienda, llevaba una vida cómoda y desahogada.  Con piso propio, pasaba las tardes con un horario regular, leyendo bestsellers o alguna revista del corazón, para después reunirse con sus amigas en un bar de la zona.

Se acercaba al sexagésimo cumpleaños, aunque aún latía en ella el deseo de recuperar su esplendor. Más puritana que libertina, mantenía a estas alturas cierto pudor emocional, que no físico. Hacía tiempo que había abandonado su tendencia natural a vigilar el orden y la moralidad.

No volvieron a verse en dos o tres semanas. Mas, un día, por azar, coincidieron en una de esas franquicias de ropa que hay en todas las ciudades. La coincidencia fue puramente casual: dos historias distintas llevaban a aquellas personas al mismo lugar.

Polito andaba huroneando con la seguridad de que no compraría nada en el establecimiento comercial que había sido un antiguo palacio, hoy rehabilitado.

Ella iba vestida con una prenda azul de algodón, con volantes y flecos, y unas sandalias de cuero de tacón bajo, tintadas en cobalto. Con el pelo rizado y negro iba sencilla pero elegante.

Él la vio primero y sintió un gozo repentino. Se acercó, la saludó y le preguntó cómo le iba. A lo que Pilar respondió:

-      Bien, con estos calores buscando ropita fresca.

Él, perspicaz como un lince, le pidió asesoramiento para comprarse una camisa. Ella le dijo con sorna:

-      ¿De la talla grande o infantil?

Lo dijo sin maldad, tal como le salió del alma.

Él, confundido, se sobrepuso con una risita un tanto ridícula y se dijo para sus adentros: “Para mí que por este camino no vamos bien” y le señaló un perchero. Ella fue enseñándole las que le parecían más bonitas y él simulando una elección imaginaria sabedor de que al final no quedaría en nada.

O tal vez sí, porque se citaron el viernes de la semana entrante para salir y se despidieron.

Nada más salir de la tienda él empezó a hacer su previsión económica. La cita supondría, al menos, una cenita y alguna copa, una cierta disponibilidad económica. Y no tenía ni un euro. Comenzó a inquietarse, pero estaba seguro por experiencia que encontraría una solución. Era lunes y aún le quedaban algunos días.

Barajó varias alternativas: pedir dinero a un amigo, entrar en la casa del holandés por si había distraído algunos eurillos, vender un anillo de oro de su abuelo… El miércoles por la mañana, después de dar muchas vueltas a su caletre, a las diez, entró en una iglesia del centro de la ciudad, a cuya cofradía pertenecía, y se sentó en actitud de meditación reconociéndose como un creyente agnóstico, por este orden. Pero es verdad, se decía a continuación, últimamente soy más agnóstico que creyente. Balbuceó: “En fin, Señor, perdóname, pero yo también soy pobre”. Y se sintió liberado de sus culpas.  

Oteó el ambiente sombrío del lugar, más que por razones estéticas, para asegurarse de que no había nadie y miró el cepillo de las limosnas. Sacó su móvil y, desde el lugar en el que se encontraba, le sacó una foto. Era una hucha de madera de veinte por quince centímetros. Pero viendo que no era el ángulo adecuado, se levantó y buscó dónde estaba la cerradura de la arquilla y enfocó con cuidado para captar lo mejor posible la forma de la llave, tratando de reflejar su tamaño real.

Una vez en su cuarto, añadido, como ya se ha dicho, a la vivienda del holandés, se puso a estudiar la forma y el tamaño de la llave. Observando las fotos, supuso que era una llave corta, de unos dos centímetros y medio,  de tubo, sin acanaladuras y con una única paleta que estaría exenta de muescas, o, en todo caso, con un par de dientes.

Con esta idea se fue a una tienda de antigüedades buscando la llave maestra. Saludó atentamente al dependiente panzudo y coloradote que regía el local y se puso a mirar detenidamente un mural de madera claveteado con infinidad de llaves. Seleccionó cinco, acordó con el anticuario un precio  barato y se marchó.

El jueves, después de la eucaristía, cuando la iglesia se quedó vacía, comenzó la operación. Probó una, dos, tres llaves y a la cuarta la cerradura cedió. Abrió la arquilla y con la velocidad del rayo guardó los cuartos en una bolsa de plástico que le habían vendido por veinte céntimos en una gran tienda de alimentación.

Cuando llegó a su cubículo, de tres al cuarto, volcó en el colchón todos los emolumentos de su trabajo, casi todo en calderilla, e hizo montoncitos por distintas clases de monedas, reuniendo en total cincuenta y seis euros, y treinta y cinco céntimos. Como disponía de treinta y dos euros de anteriores sablazos consideró que estaba a salvo su honor, sus intereses y su cita.

El viernes por la noche se puso su mejor ropa que no era sino la misma y acudió a la cita. Ella iba con un vestido rojo y con el alma encendida de alegría. Dicharachera y cercana. La cena y las posteriores copas transcurrieron contándose las cosas de sus vidas que se podían contar, en un tono amable y empático. Polito dijo que era óptico optometrista cuando en realidad lo único que había hecho era vender gafas con una maleta cuadrada por los bares de sus amigos. Ella le habló de su perra Lula, de pedigrí, que le daba mucha compañía. Entre sonrisas él se atrevía a acariciar el dorso de los antebrazos, caricias que eran bien recibidas por Pilar. De manera que ella lo invitó a cenar en su casa el domingo a las nueve de la noche.

Aunque dicen los expertos en protocolo, no sé por qué, que si te invitan a una casa no está bien llevar una botella de vino, lo cierto es que Polito se coló con una, la más barata del mercado, 0´99 euros, de etiqueta “Fidelidad”. Pilar no lo conocía, a pesar de ser buena catadora, pero lo acogió con gusto para acompañar al solomillo de cerdo con reducción de Pedro Ximénez y verduras a la plancha que ella había preparado. La conversación se centró en las bondades de la ciudad: sus monumentos, la amabilidad de sus vecinos, el buen tiempo casi todo el año, incluso, aunque era mentira, en la limpieza de sus calles.

Con la combinación del solomillo y el Fidelidad a Polito se le escapó un eructo como la erupción de un volcán. Pidió disculpas y se justificó diciendo que entre los esquimales eructar no es de persona maleducada; que cuando el anfitrión eructa y muestra su satisfacción, da vía libre al resto para corresponderle de igual manera con eructos. Lo cierto es que, en este caso, la anfitriona no eructó; se quedó boquiabierta haciendo una mueca de desagrado que él no percibió.

Cuando acabaron la primera botella Pilar sacó un Burdeos. Y continuaron hablando esta vez de personajes de la ciudad conocidos por ambos. Aunque el pueblo era denso en población, permanecía una cierta culturilla de chismorreo vecinal que daba mucho de sí. Pero se cuidaban muy mucho de criticar a las personas que percibían muy cercana del otro por aquello de no crear mal rollo.

Después del postre, una tarta casera de chocolate y galletas, saborearon un orujo de Galicia riquísimo. En ese momento, él encendió un Farias que dejó un olor nauseabundo en la casa pulcra y aséptica de Pilar, que reprimió en ese momento la ira que la dominaba. 

Y, después de recoger la mesa, acabaron sentados en el sofá tomando un ron Flor de Caña Centenario 18 con Doble Zero que ella había comprado para la ocasión. En ese momento, Pilar, generosa hasta el extremo, sacó una bolsa y se la entregó. Era una camisa de lino, de manga larga y cuello americano. Polito pensó para sí “por este camino vamos bien”, pero dijo: “¡Qué detallista eres, muchas gracias, me gusta mucho, no hacía falta!”

El ron estaba tan bueno, que Hipólito no paraba. Ella tampoco aunque tenía que trabajar a la mañana siguiente. Por fin, sobre las tres de la madrugada pasaron a la alcoba.

Por la mañana, a las siete y media, Pilar se levantó con un intenso dolor de cabeza, diciendo para sí: ¡Ay, qué efectos tiene un vino malo! Colocó en la mesita una bolsa con la camisa dentro y una nota que decía: “Lo tuyo es un fogonazo seco, pólvora mojada, un calor ficticio, una amagar para no dar. Cuando te levantes y te vayas me dejas la llave de la casa en el buzón, por favor”. 








                


La bondad: Las pequeñas acciones de los justos


                                   Albert Anker (Suiza, 183-1910) Die Andacht des Grossvaters, 1893.


"Quien no perciba lo más sencillo, tampoco sentirá lo más hondo. Paralelamente, una cultura alejada de la sencillez es también una cultura alejada de la profundidad". (La penúltima bondad, Josep María Esquirol)

La bondad tiene mala fama; en ocasiones, se la considera algo negativo. En una sociedad como la nuestra profundamente individualista y competitiva, ser bondadoso es hacer el idiota; cuando se dice de alguien que es buena persona, a veces, de inmediato se añade: “¡Un infeliz!” Un pardillo que “hace el primo”, que “hace el canelo”, que se deja engañar y manipular, que le toman el pelo. Lo que los argentinos llaman “un boludo”.

De pequeño era, por lo general, un niño “bueno”. No le gustaba meterse con nadie, ni que se metieran con él. “De tan bueno, eres tonto”, le decían una y otra vez su familia y algunos amigos. Y llegó a sentirse ingenuo, bobo, alguien de quien el mundo se iba a aprovechar si no espabilaba; no le salía ser de otra manera; estaba condenado a ser alguien débil; y tenía que hacer algo para que se notara poco y no le engañaran demasiado. Anhelaba un mundo en el que las personas pudieran ser vulnerables y se las respetara; no tener que estar siempre pensando “rápido” y siendo “fuerte”. Hizo un esfuerzo por cambiar y buscar la puerta de entrada al mundo de los triunfadores a base de empujones y exclamaciones de “yo, yo, yo…”.  Pero no le salió nada bien. Hasta que descubrió que no tenía ninguna tara: Que ser lento era lo que le sentaba bien; que ser tranquilo es lo que le permitía mirar sin prejuicios; que ser “bueno” era ser curioso, cuidadoso, respetuoso consigo mismo y con los demás, amoroso con el mundo que le rodeaba…; que la ingenuidad estaba por encima de ser competitivo, de ser el más listo, el número uno, el mejor, el más poderoso, el más rápido; que ser ingenuo era una forma bella de mirar el mundo, que la curiosidad le permitía ver, vivir sin ideas preconcebidas; que ser bondadoso es lo natural, lo espontáneo.

Antonio Machado en unos famosos versos de Retrato (Campos de Castilla), al autodefinirse refiere que es un hombre bueno, “en el buen sentido de la palabra”. Con esto el poeta insinuaba que hay un sentido falso de la bondad, el del hombre adoctrinado, dice él. El poema, les recuerdo, dice así: “Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, / pero mi verso brota de manantial sereno; / y, más que un hombre bueno al uso que sabe su doctrina, / soy, en el buen sentido de la palabra, bueno”. Por otra parte, en Proverbios y cantares XIV hay dos versos que definen la bondad de una manera sencilla: “El bueno es el que guarda, cual venta del camino, / para el sediento el agua, para el borracho el vino”. Así pues, el bondadoso es el que complace las necesidades de los demás. Y en una carta-artículo sobre ¿Cómo veo la nueva juventud española?, dirigida a Ernesto Giménez Caballero afirma: “Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin, o conformidad con lo inepto, sino voluntad de bien”.

Así pues, veamos a continuación algunos rasgos de la bondad:

No vivimos en ningún paraíso; el paraíso es imposible, ni religioso, ni político; en las afueras del paraíso, donde vivimos, no existe ni la plenitud ni la perfección; el mal que provocan los hombres es un ciclo sin fin, en ningún lugar de la Tierra existe el paraíso y, con toda seguridad, nunca existirá; la mejor luz del mundo es claridad y penumbra; el mal es muy profundo, pero la bondad lo es todavía más.

La bondad es la natural inclinación a hacer el bien y tener un genio apacible (manso, tranquilo, dulce y agradable). El manso es dócil, suave, afable, tierno y benigno en el trato, estando libre de arrogancia o presunción. El manso posee una gran fuerza interior para enfrentarse a situaciones difíciles sin recurrir a la violencia o caer preso de sentimientos de cólera o rencor.

Ser bueno no quiere decir ser blando, sumiso, ingenuo o sin carácter; por el contrario, los buenos se distinguen por su fuerte personalidad, por su curiosidad, gratitud, energía, optimismo, sonrisa cálida y confianza.


          El bondadoso, el justo, se guía por un principio: “No hacer a los demás lo que no quieres que te hagan a ti” Que dando un salto más sería: “Haz a los otros lo que quisieras que los otros te hiciesen a ti”. La generosidad es una de las principales manifestaciones de la bondad; lleva al amparo y a la protección de los demás. La bondad, sembradora del bien, no trabaja con el “¿tú o yo?”, sino con el “nosotros”.

Un hombre bueno ve el mejor lado de las personas, aplaude el éxito de otros, se siente incómodo por manipular a alguien para que haga algo, perdona fácilmente. El bondadoso siente un gran respeto por sus semejantes y se preocupa por su bienestar.

El bondadoso no necesita demasiadas cosas para vivir: ni lujos, ni dinero, ni reconocimiento. La bondad disfruta de la bonanza íntima de las cosas sencillas (una manzana a media mañana, una copa de vino entre amigos, una sonrisa sencilla y hogareña, un paseo por el monte, mirar las estrellas…).

Otro de los rasgos de una buena persona es que suelen ser humildes. Es decir, nunca se sentirán superiores a los demás ni mirarán a nadie por encima del hombro. Saben que todo el mundo tiene su vida y sus propias metas.

Hay bondad en el sentido del humor, en la ironía justa: Cuando alguien me hace sonreír o reír a carcajadas me ensancha el pecho, me amplía la mirada, pulveriza la angustia, dilata el tiempo, genera esperanza, ensancha el horizonte.

En el ámbito de las relaciones personales, saludarse con un apretón de manos, o chocarlas, o levantar el pulgar en sentido afirmativo son gestos que simbolizan: “¡Confío en ti, somos amigos, me alegro! El justo es capaz de convertirse en amigo de alguien desconocido; transforma en amigo a un extraño y lo toma a su cuidado.

El bondadoso acompaña a los hombres cuando están desolados; cuando les falta suelo, firmeza de sentido, algo o alguien en quien apoyarse; cuando están tristes y se sienten vacíos. Y les da consuelo, acompañamiento, para que se reconstruyan; para que puedan rehacerse, reanimarse; para aliviarle de la pesadumbre del vivir.

Los bondadosos son aquellos qué frente a la injusticia o la persecución de seres humanos, acuden en ayuda de los que sufren en un acto de responsabilidad. El justo no consigue eliminar el mal político, o cambiar el sistema económico, pero puede ayudar a limitar los daños en el ámbito en el que es soberano. Las acciones humanitarias alivian el dolor humano, atienden las necesidades básicas de la población y promueven sus derechos.

La “bandera blanca” es un símbolo internacional usado normalmente en período bélico o de conflicto, que posee varios significados: rendición, solicitud de parlamentar con el enemigo, alto el fuego o cese de las hostilidades. La “bandera blanca” está aceptada oficialmente desde la Convención de Ginebra. Su uso inapropiado o engañoso se considera un crimen de guerra según el derecho internacional. La “bandera blanca” se asocia también al movimiento pacifista.

Sería necesario e imprescindible levantar un monumento en agradecimiento a los hombres bondadosos, justos, que en la historia han sido.

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          Si hay un personaje de nuestra literatura clásica rico en valores y que rezuma bondad ese es Sancho Panza de El Quijote. Veamos algunos de sus rasgos:

 Sabiduría tradicional y refranesca: Inmenso amor al terruño. Saviduría radical, de raíz; sabiduría no de sabio, sino de savio; sabe reflexionar sobre la pequeñez de los afanes que mueven a los habitantes de la tierra. ¡Qué honda sensatez en sus reflexiones! No era tonto Sancho, sino sencillo, crédulo.

 Humanidad: Hecho de tolerancia, de amistad, de respeto socrático a las leyes, de lealtad a su nación. Es locuaz, curioso, llorón y propenso a enfadarse y encapricharse fácilmente. Apacible, vividor, empírico. Es el hombre-pueblo.

 Arraigadas convicciones religiosas, preocupación por la salvación de su alma. Era un hombre vinculado a su contexto.

 Es tentado por el dinero, por el poder, por la avaricia, y, sin embargo, siempre se mantiene fiel a su amo, aunque le peguen, le sacudan, pase hambre, sufra muchas incomodidades y, finalmente, pierda la ínsula que le prometió el Caballero de la Triste Figura.

Sancho admira a Don Quijote, reconoce la superioridad de su amo en conocimiento, valor, moral. Y este reconocimiento, lejos de acarrearle al escudero un resentimiento, le produce una limpia admiración y un sincero cariño.  

Responsabilidad contra los totalitarismos

La historia de nuestro planeta está jalonada de holocaustos, imperialismos, dictaduras, crímenes contra la humanidad, guerras civiles, desigualdad, violencia, consumos desaforados que destruyen la naturaleza… Habrá quien se pregunte si tiene sentido educar para la bondad cuando la Historia ha demostrado que la barbarie y la maldad están vinculadas al dominio y al poder. Gabrielle Nissim, en “La bondad insensata” (título tomado de Vasili Grossman) nos dice que "en los momentos más oscuros de la humanidad ha habido hombres que han tenido la valentía de asumir una responsabilidad personal respecto al mal y que se han prodigado en actos de bondad extrema". Todos los hombres de esta tierra tienen la obligación de no olvidarse de los responsables de los crímenes contra la humanidad.

         “Eichmann en Jerusalén”, Hannah Arend

Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS nazis, fue uno de los principales encargados de ejecutar la llamada “solución final”, principalmente en Polonia. Su tarea consistió en la logística de los transportes de deportados a los campos de concentración. El holocausto nazi fue responsable de la muerte de entre cinco y seis millones de judíos. En 1960 fue detenido, clandestinamente, por el servicio secreto israelí en Argentina y trasladado a Jerusalén. De abril a junio de 1961, Hannah Arendt asistió como reportera de la revista The New Yorker al proceso contra Adolf Eichmann. De ahí surgió su libro más conocido:​ Eichmann en Jerusalén, con el subtítulo Un informe sobre la banalidad del mal. Finalmente, Eichmann fue ahorcado.

Durante el nacionalsocialismo, todos los niveles de la sociedad oficial estuvieron implicados en los crímenes. Como ejemplo Arendt señala la serie de medidas antisemitas que antecedieron a los crímenes en masa y que fueron consentidas en todos y cada uno de los casos. Los hechos no fueron realizados por “gánsteres, monstruos o sádicos furibundos”, sino por los miembros más respetables de la sociedad.

Arendt afirma que el mal proviene de la falta de reflexión, de la superficialidad; que habría construido las cámaras de gas. Somos capaces de hacer el mal, pero no es el pensamiento lo que nos lleva al mal, sino más bien el no usarlo plenamente lo que puede llevarnos a cometer crímenes horribles; el mal es causado por la libre decisión y actuación de los seres humanos. Eichmann ni era un demonio, ni un enfermo mental. Sus actos no eran disculpables, ni él inocente, pero estos actos no fueron realizados porque Eichmann estuviese dotado de una inmensa capacidad para la crueldad, sino por ser un burócrata, un operario dentro de un sistema basado en los actos de exterminio. Algunos individuos actúan dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos.

Por eso Hannah Arendt propone comportamientos “que no son prerrogativa de intelectuales o de hombres cultos, sino que están al alcance de todos: el diálogo silencioso con el propio yo, la capacidad de juzgar poniéndose en el lugar del otro, la facultad de sentir vergüenza por las propias injusticias, el uso de la voluntad para iniciar un acto de resistencia, la confianza en que los otros puedan continuar la propia acción, la disposición a perdonar”.  Arendt habla de moral, pero también de política, porque es imposible hablar de moral sin hablar de política (y viceversa). Dice: "un individuo vive siempre en un campo de batalla: dejarse homologar y permanecer en silencio o, por el contrario, mostrar el valor de levantar cabeza".

En “Vida y destino”, un magnífico y durísimo libro de Vasili Grossman, éste considera que el bien no está en la naturaleza, tampoco en los sermones de los maestros religiosos ni de los profetas, no está en la ética de los filósofos. Son las personas corrientes las que llevan en sus corazones el amor por todo cuanto vive; aman y cuidan de la vida de un modo natural y espontáneo. Es la bondad de una viejecita que lleva un mendrugo de pan a un prisionero, la bondad del soldado que da de beber de su cantimplora al enemigo herido, la bondad de los jóvenes que se apiadan de los ancianos, la bondad del campesino que oculta en el pajar a un viejo judío. Es la bondad del guardia de una prisión que, poniendo en peligro su propia libertad, entrega las cartas de prisioneros y reclusos, con cuyas ideas no congenia, a sus madres y mujeres. Es lo que afirma Grossman: “Yo no creo en el bien, yo creo en la bondad. Es la bondad de un hombre para con otro hombre, una bondad sin testigos, pequeña, sin grandes teorías. La bondad insensata podríamos llamarla. La bondad de los hombres más allá del bien religioso y social". Es esa fuerza interior para llevar a cabo algunas pequeñas acciones que pueden impedir una injusticia, cuando parece absurdo y completamente imposible tratar de cambiar el curso de los acontecimientos que nos superan.

 

"Como ser humano soy una especie de antología de contradicciones, de errores, pero tengo sentido ético. Esto no quiere decir que yo obre mejor que otros, sino simplemente que trato de obrar bien y no espero castigo ni recompensa. Que soy, digamos, insignificante, es decir, indigno de dos cosas; el cielo y el infierno me quedan muy grandes."  (Jorge Luis Borges). 

 

lunes, 21 de junio de 2021

La crueldad: Sombras y tinieblas



Emanuel, un hombre pletórico (Entrevista a un inmigrante)

Cada vez que paso por el semáforo allí está Emanuel, siempre alegre y sonriente. Y no es más que un inmigrante, pero ¡vaya hombre! ¡Cómo mantiene el tipo ante la vida! Me sorprende lo jubiloso que es. Y mientras tanto, muchos europeos, pequeños burgueses, indecisos y pusilánimes, vemos la botella medio vacía, tristes y afligidos.

Emanuel cruzó el Estrecho en patera, hace siete años, para buscarse la vida; ahora tiene treinta y tres. De origen nigeriano; su padre, Francis, trabaja en una gasolinera y su madre, Mary, es ama de casa. Tiene siete hermanos.

Está casado desde hace un año con Beatriz, una española que trabaja en una guardería de Málaga y a la que ve dos fines de semana al mes. Por esto, puede conseguir la doble nacionalidad, aunque aún no tiene los papeles en regla. Esta circunstancia, y que los estudios en su país se hacen en inglés, que es el idioma oficial, le impiden trabajar de lo que él es, a saber, ingeniero mecánico.

Y ahí lo tenemos. Todos los días en el semáforo de sol a sol. Viene en bicicleta con una mochila donde guarda sus cosas. Se protege siempre de la lluvia o del sol con un paraguas de cuadros grises y blancos. Su sencillo atuendo corona en un sombrero redondo, algo deformado por el uso, y la cara embozada con una especie de braga beige.  El embozo, a modo de disfraz, le permite que la gente lo identifique en su puesto de trabajo, pero no fuera. La mercancía que ofrece, unos pañuelitos de papel.

Y tras la máscara una sonrisa permanente que le ha permitido conquistar una excelente relación con los conductores, a los que identifica desde lejos y saluda cuando están cerca: miradas, bromas, conversaciones, palabras, estrecheces de mano… “Conozco a medio Jerez, poquito a poco, respetando a la gente, a cualquier persona grande o pequeña. Cuando tú estás bueno con la gente, la gente es buena contigo”.

Lo que me sorprende de Emanuel hasta la admiración es su ánimo vivo y luminoso. Mientras nosotros nos dejamos ir, envueltos en nuestros propios problemas personales, avanzando a ciegas día a día con la atención dedicada a algún asunto menor sin gran relevancia, Emanuel es una de esas personas, sociables hasta la extenuación, a la que no se le escapa nada del buen vivir. Él dice: “Eso es parte de la vida. Todo el mundo tiene problemas. Hay que poner la cara. Mi vida es más complicada que la tuya. Tú tienes menos problemas. Tú tendrías más derecho para ser feliz. Tú tienes trabajo, yo no tengo. Aunque tenga mucho dinero siempre falta algo en la vida”.

Y también: “Cuando la gente pone mala cara por problema, no encuentra la solución. Tú tienes algo, mejor que nada. Con cara alegre sí encuentra la solución. Yo también tengo problema. No estoy contento pero un día todo va a cambiar. Si vivo mendigo en la calle no tengo ánimo ni responsabilidad para buscar la vida. Si tengo casa, tengo que buscar para pagar el alquiler y mandarle dinero a mi madre”.

Cuando llega a su casa se asea y ve la tele porque le gusta estar informado de las noticias. Tiene antena digital para saber lo que pasa en su país. Tres días por semana va a la iglesia cristiano-anglicana para celebrar actos religiosos. No le gusta la Semana Santa: “Mi Jesús es espíritu; no se puede ver, ni cargar en un paso”.

Echa de menos a sus amigos y las fiestas de su país. Aunque allí no ve futuro. “Cuando saque el carnet de identidad me puedo contratar. Y si no me voy a otro país”.

Sobre los españoles es rotundo cuando afirma: “No me gusta que a los 27 o 28 años los jóvenes sigan viviendo con los padres. En Nigeria, a los 18 viven solos, y cuando terminan la carrera ayudan a los padres”.

Y es que detrás hay una cierta filosofía de la vida: “Si novia, si fuma, si bebe, pero no trabaja, es falta de respeto a los padres. No fumar ni beber delante de los padres, hay que respetar. Cuando niño: ¡cuidar, cuidar y cuidar a los niños!; con 18 años, joven, cuidar a los padres, ayudar a los padres”.

Es un placer y una lección de vida conocer a este hombre.                

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¡Cómo escribir hoy sobre la crueldad un hombre de clase media, blanco y europeo! Llevo una chaqueta que me quita el frío y no me da calor; he tenido un trabajo rutinario, sí, pero bien pagado, según mis expectativas cuando lo comencé; ocupo mi tiempo en una cofradía, tengo una fe que no me exige y puedo salir de casa y entretenerme con los amigos; tengo un matrimonio desfallecido, sí, pero convencional, confortable en la superficie; tengo un bienestar que no es paz interior, pero se le parece; carezco de monstruos interiores. Con todo esto, ¿cómo escribir sobre la crueldad?

Crueldad natural: Nació bien instalado en el mundo, de una buena familia, educada y saneada en lo económico. Sus padres decían que era guapo, aunque se extrañaban de una pequeña mácula rojiza que tenía en la mejilla derecha. En la escuela primaria no tuvo problemas, salvo que se dio cuenta que sus compañeros miraban a hurtadillas su lunar rojo. Fue en la adolescencia cuando empezó su malestar. Cuando se miraba al espejo la pequeña rosácea permanecía invariable; pero al salir de casa y en contacto sobre todo con las chicas, se imaginaba que la manchita crecía: al principio era un granito de arroz atomatado, después un garbancito pimentonado y finalmente se convertía en una calabaza regada de tabasco. ¡Maldito furúnculo! Desde entonces, siempre se despertaba rencoroso, fastidioso, dispuesto a reintegrarse cuanto antes al odio y a la rabia.

El declive: “Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo… El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. Él estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego”. (Cuento: Los pocillos, Mario Benedetti).  En un bar habitual, con el público acostumbrado, ella le dijo a él: “Tiene los ojos como un sapo”. Él le dijo a ella: “Gorda, foca, ballena…”. Les vino una bocanada de asco: ¡Cómo se odiaban! El desprecio es incesante, insistente. Tras una crueldad estable, viene un terror interno también estable: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”. (San Mateos, 19, 3-12).

El estatus: Crueldad es apreciar, valorar, a las personas según el estatus social que posea. He vivido, no en mis carnes, cómo una señora joven ignoraba durante varios años en su grupo de amigos a un caballero, hasta que se enteró que era ingeniero; a partir de ese momento se interesó por él. Obviamente los que estaban por debajo del radar de Hacienda no le interesaban. Todavía se divide a la gente entre elegidos y apestosos, los del palacio y los del arroyo. Hace algunos años, en una ciudad casposa, se establecían órdenes sociales según los apellidos; el linaje daba un prestigio, un estatus, a veces estúpido, sin tener en cuenta la valía personal. Cuando en las familias aristocráticas se enorgullecen de su apellido están reforzando su sentido de la privacidad, de la propiedad, del patrimonio.

Por el contrario, en ese tiempo, los hijos de madres solteras nacían sin el primer apellido, el de padre. Sus madres se ocultaban, se aislaban, tratando de protegerse; y sus hijos vivían sin el primer abrigo, sin el primer amparo, que es el apellido del padre. Plauto, y posteriormente Hobbes, dijo: “El hombre es un lobo para el hombre”. Y George Bataille añadió: “La violencia que da pavor, pero que fascina”.

Las personas tóxicas:  Se caracterizan por no sentir remordimientos al infligir crueldad. Son agresivos verbalmente, aunque la mayoría de las veces lo disfrazan de elocuente ironía o sarcasmo, intentando provocar inseguridad en su víctima para hacerla débil, humillándola y faltándole al respeto. Creen que su opinión es la más importante y menosprecian a aquellos que no consideran que estén a su altura. La conversación con ellos gira en torno a sucesos estresantes negativos. Aunque aparentan ser encantadores con las personas que les pueden servir de utilidad, no dudan en propagar rumores negativos sobre personas ausentes. Critican a todo el mundo delante de ti, da igual lo cercana que sea la otra persona. Hunden a los demás para quedar ellos por encima.

En las parejas tóxicas dominan la relación amorosa, siempre tienen la razón y absorben la vida del otro por completo. Utilizan el chantaje emocional contagiando el sentimiento de culpa. Son personas endiosadas que sienten que todo lo que hacen es perfecto. Las cosas que tú le cuentas parecen no interesarles, de hecho, a menudo no te escuchan. Hablan de lo que les ocurre, de lo que sienten y zanjan todo aquello que trate de otra persona de forma frívola y cortante.

Estas personas generan en el interlocutor un sentimiento de inutilidad debilitando su autoestima. Te frustran, te hacen perder los papeles. Te impiden estar relajado y cómodo en la relación. Te hacen sentir en constante tensión y preocupación. Por eso, hay que tener mucha prevención con estas personas, retirarse y cuidar mucho la propia valoración. En todo caso es mejor rodearse de personas nutritivas que nos ayuden a crecer y que nos protejan.

La “prisión sin rejas”: La moral, religiosa o convencional, es una poderosa gramática compuesta de reglas, principios, hábitos, valores, categorías, mitos, signos, símbolos, herencias… que fabrica, ordena y organiza el mundo. Las normas morales nos fabrican, nos ordenan y nos organizan. En una palabra, nos construyen. “¿Qué hice yo? Desafíé sin saberlo a mis padres, a su moral, a las instituciones, al Estado. No sabía si había pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión. Descubrí que hay acciones que te marcan con una herida que no cicatriza nunca. Y lo peor no es la cicatriz, sino el mal sabor de boca que te deja, la mala conciencia, el sentimiento de culpa, la tormenta interior; esa sombra que ya no te abandonará nunca”.

Sistemas de tortura (en las dictaduras, en las guerras, en el espionaje, en la Inquisición): Palizas monstruosas; golpear a las víctimas con una toalla húmeda; vendar los ojos durante un largo período de tiempo; patadas en los testículos; quemarle los pechos; arrancarle los dientes; colgarlos del techo; violaciones; la picana eléctrica: fuertes descargas eléctricas; el caballete: consistente en cuatro patas y una barra sobre la cual descansaba todo el cuerpo sobre los testículos o la vagina del torturado; el potro o ecúleo: el acusado es atado de pies y manos a una superficie conectada a un torno que al girar tiraba de las extremidades en sentidos diferentes usualmente dislocándolas o llegando a desmembrar; el submarino seco: consiste en colocarle una funda plástica en la cabeza del sujeto hasta que su propia respiración lo ahoga; el submarino mojado: maniatar al reo e introducirlo de cabeza en un tanque con agua salada, orina u otro líquido con las piernas suspendidas hacia arriba hasta que empieza a ahogarse.

Declaración Universal de los Derechos Humanos: Artículo 5: “Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes”. Solo nos queda la palabra.

 

El compasivo es receptivo, sensible, amoroso; el poderoso es hermético, agresivo, indiferente. Volar: el ser humano y sus ensoñaciones, de día y de noche. Es un vuelo improductivo, o no; desde luego no es una creación mecánico-económica; pero de cuantos sentimientos amables hemos recibido una canción, una poesía, un consejo, un consuelo... que ha alegrado nuestra alma. ¿Te parece poco?

"... y líbranos de todo mal de conciencia / amén". (Un padrenuestro latinoamericano, Mario Benedetti)