sábado, 7 de agosto de 2021

La llave



Dice el refranero español: “El pajar viejo, cuando se enciende, malo es de apagar”. Pero para encenderlo hace falta leña.

Les contaré una historia que acaso tenga que ver con esto.

Llevaban varios sábados coincidiendo en aquel pequeño tabanco repleto de clientes. Habían intercambiado miradas de reconocimiento y curiosidad. Ella, María del Pilar, estaba sentada con unas amigas en torno a una mesa redonda y bajita, de color verde con florecillas rojas y blancas. Él, Hipólito, para los amigos Polito, apontocado en la barra,  tomaba una copa de vino con un amigo mientras hablaba con el propietario del bar.

Eran las dos y cuarto de la tarde de un sábado de Septiembre cuando ella se levantó lenta pero decidida a pedir unas cañas, y se colocó justo al lado de él. En el barullo de la barra recibió un ligero empujón que hizo que rozara el costado de su cuerpo con el pecho de él. Polito interpretó aquel contacto inesperado como una llamada. Se serenó un momento y, después, más por bravuconear delante del amigo que por otra cosa, le dijo: “Olé, la mujer más guapa del bar”. Ella volvió la cabeza y, mirándolo, se sonrió. Para él el atractivo de las mujeres no era sentimental ni sexual, era sobretodo un asunto de subsistencia. Tenía una filosofía pragmática, utilitarista.

Ambos compartían el hecho de ser uno de los ocho millones y medio de singles, individuos que vivían solos en una vivienda. Tenían distintos motivos: Él era un solterón picaflor,  ella una divorciada con mucha dignidad. Ambos tenían el corazón abierto a nuevas amistades.

Polito, canijo y retaco, parecía un figurín elegantemente vestido. Pantalones blancos de pinza, camisa rosa palo con las mangas recogidas en el antebrazo, zapatos castellanos de color marrón. Se asemejaba a un junco, por su extrema delgadez y su corta estatura. Y, aunque se acercaba ya a la edad de la sazón y de la prudencia, aún conservaba cierta juventud que podía observarse en la sonrisa picarona de su cara.

Era su manera fraudulenta de presentarse en público. Su vida privada era otro cantar. Más pobre que las ratas ocupaba, accidentalmente, un cuartito prefabricado de madera adjunto a un chalet en un barrio residencial de la ciudad. Un abogado holandés le había cedido el cuartucho a cambio de que vigilara su vivienda.

Su ocupación habitual, además de ésta, era la de caminante: daba vueltas y vueltas como el tiovivo de una feria a ver qué caía. Y no era torpe para buscarse la vida en el chapú erótico, pues tenía mucha simpatía, y mucha labia, y sabía detectar con pericia de ingeniero los corazones solitarios. Su lema era: “Pájaro que vuela a la cazuela”.

Pilar era otra cosa. Jefa de Sección de una oficina de Hacienda, llevaba una vida cómoda y desahogada.  Con piso propio, pasaba las tardes con un horario regular, leyendo bestsellers o alguna revista del corazón, para después reunirse con sus amigas en un bar de la zona.

Se acercaba al sexagésimo cumpleaños, aunque aún latía en ella el deseo de recuperar su esplendor. Más puritana que libertina, mantenía a estas alturas cierto pudor emocional, que no físico. Hacía tiempo que había abandonado su tendencia natural a vigilar el orden y la moralidad.

No volvieron a verse en dos o tres semanas. Mas, un día, por azar, coincidieron en una de esas franquicias de ropa que hay en todas las ciudades. La coincidencia fue puramente casual: dos historias distintas llevaban a aquellas personas al mismo lugar.

Polito andaba huroneando con la seguridad de que no compraría nada en el establecimiento comercial que había sido un antiguo palacio, hoy rehabilitado.

Ella iba vestida con una prenda azul de algodón, con volantes y flecos, y unas sandalias de cuero de tacón bajo, tintadas en cobalto. Con el pelo rizado y negro iba sencilla pero elegante.

Él la vio primero y sintió un gozo repentino. Se acercó, la saludó y le preguntó cómo le iba. A lo que Pilar respondió:

-      Bien, con estos calores buscando ropita fresca.

Él, perspicaz como un lince, le pidió asesoramiento para comprarse una camisa. Ella le dijo con sorna:

-      ¿De la talla grande o infantil?

Lo dijo sin maldad, tal como le salió del alma.

Él, confundido, se sobrepuso con una risita un tanto ridícula y se dijo para sus adentros: “Para mí que por este camino no vamos bien” y le señaló un perchero. Ella fue enseñándole las que le parecían más bonitas y él simulando una elección imaginaria sabedor de que al final no quedaría en nada.

O tal vez sí, porque se citaron el viernes de la semana entrante para salir y se despidieron.

Nada más salir de la tienda él empezó a hacer su previsión económica. La cita supondría, al menos, una cenita y alguna copa, una cierta disponibilidad económica. Y no tenía ni un euro. Comenzó a inquietarse, pero estaba seguro por experiencia que encontraría una solución. Era lunes y aún le quedaban algunos días.

Barajó varias alternativas: pedir dinero a un amigo, entrar en la casa del holandés por si había distraído algunos eurillos, vender un anillo de oro de su abuelo… El miércoles por la mañana, después de dar muchas vueltas a su caletre, a las diez, entró en una iglesia del centro de la ciudad, a cuya cofradía pertenecía, y se sentó en actitud de meditación reconociéndose como un creyente agnóstico, por este orden. Pero es verdad, se decía a continuación, últimamente soy más agnóstico que creyente. Balbuceó: “En fin, Señor, perdóname, pero yo también soy pobre”. Y se sintió liberado de sus culpas.  

Oteó el ambiente sombrío del lugar, más que por razones estéticas, para asegurarse de que no había nadie y miró el cepillo de las limosnas. Sacó su móvil y, desde el lugar en el que se encontraba, le sacó una foto. Era una hucha de madera de veinte por quince centímetros. Pero viendo que no era el ángulo adecuado, se levantó y buscó dónde estaba la cerradura de la arquilla y enfocó con cuidado para captar lo mejor posible la forma de la llave, tratando de reflejar su tamaño real.

Una vez en su cuarto, añadido, como ya se ha dicho, a la vivienda del holandés, se puso a estudiar la forma y el tamaño de la llave. Observando las fotos, supuso que era una llave corta, de unos dos centímetros y medio,  de tubo, sin acanaladuras y con una única paleta que estaría exenta de muescas, o, en todo caso, con un par de dientes.

Con esta idea se fue a una tienda de antigüedades buscando la llave maestra. Saludó atentamente al dependiente panzudo y coloradote que regía el local y se puso a mirar detenidamente un mural de madera claveteado con infinidad de llaves. Seleccionó cinco, acordó con el anticuario un precio  barato y se marchó.

El jueves, después de la eucaristía, cuando la iglesia se quedó vacía, comenzó la operación. Probó una, dos, tres llaves y a la cuarta la cerradura cedió. Abrió la arquilla y con la velocidad del rayo guardó los cuartos en una bolsa de plástico que le habían vendido por veinte céntimos en una gran tienda de alimentación.

Cuando llegó a su cubículo, de tres al cuarto, volcó en el colchón todos los emolumentos de su trabajo, casi todo en calderilla, e hizo montoncitos por distintas clases de monedas, reuniendo en total cincuenta y seis euros, y treinta y cinco céntimos. Como disponía de treinta y dos euros de anteriores sablazos consideró que estaba a salvo su honor, sus intereses y su cita.

El viernes por la noche se puso su mejor ropa que no era sino la misma y acudió a la cita. Ella iba con un vestido rojo y con el alma encendida de alegría. Dicharachera y cercana. La cena y las posteriores copas transcurrieron contándose las cosas de sus vidas que se podían contar, en un tono amable y empático. Polito dijo que era óptico optometrista cuando en realidad lo único que había hecho era vender gafas con una maleta cuadrada por los bares de sus amigos. Ella le habló de su perra Lula, de pedigrí, que le daba mucha compañía. Entre sonrisas él se atrevía a acariciar el dorso de los antebrazos, caricias que eran bien recibidas por Pilar. De manera que ella lo invitó a cenar en su casa el domingo a las nueve de la noche.

Aunque dicen los expertos en protocolo, no sé por qué, que si te invitan a una casa no está bien llevar una botella de vino, lo cierto es que Polito se coló con una, la más barata del mercado, 0´99 euros, de etiqueta “Fidelidad”. Pilar no lo conocía, a pesar de ser buena catadora, pero lo acogió con gusto para acompañar al solomillo de cerdo con reducción de Pedro Ximénez y verduras a la plancha que ella había preparado. La conversación se centró en las bondades de la ciudad: sus monumentos, la amabilidad de sus vecinos, el buen tiempo casi todo el año, incluso, aunque era mentira, en la limpieza de sus calles.

Con la combinación del solomillo y el Fidelidad a Polito se le escapó un eructo como la erupción de un volcán. Pidió disculpas y se justificó diciendo que entre los esquimales eructar no es de persona maleducada; que cuando el anfitrión eructa y muestra su satisfacción, da vía libre al resto para corresponderle de igual manera con eructos. Lo cierto es que, en este caso, la anfitriona no eructó; se quedó boquiabierta haciendo una mueca de desagrado que él no percibió.

Cuando acabaron la primera botella Pilar sacó un Burdeos. Y continuaron hablando esta vez de personajes de la ciudad conocidos por ambos. Aunque el pueblo era denso en población, permanecía una cierta culturilla de chismorreo vecinal que daba mucho de sí. Pero se cuidaban muy mucho de criticar a las personas que percibían muy cercana del otro por aquello de no crear mal rollo.

Después del postre, una tarta casera de chocolate y galletas, saborearon un orujo de Galicia riquísimo. En ese momento, él encendió un Farias que dejó un olor nauseabundo en la casa pulcra y aséptica de Pilar, que reprimió en ese momento la ira que la dominaba. 

Y, después de recoger la mesa, acabaron sentados en el sofá tomando un ron Flor de Caña Centenario 18 con Doble Zero que ella había comprado para la ocasión. En ese momento, Pilar, generosa hasta el extremo, sacó una bolsa y se la entregó. Era una camisa de lino, de manga larga y cuello americano. Polito pensó para sí “por este camino vamos bien”, pero dijo: “¡Qué detallista eres, muchas gracias, me gusta mucho, no hacía falta!”

El ron estaba tan bueno, que Hipólito no paraba. Ella tampoco aunque tenía que trabajar a la mañana siguiente. Por fin, sobre las tres de la madrugada pasaron a la alcoba.

Por la mañana, a las siete y media, Pilar se levantó con un intenso dolor de cabeza, diciendo para sí: ¡Ay, qué efectos tiene un vino malo! Colocó en la mesita una bolsa con la camisa dentro y una nota que decía: “Lo tuyo es un fogonazo seco, pólvora mojada, un calor ficticio, una amagar para no dar. Cuando te levantes y te vayas me dejas la llave de la casa en el buzón, por favor”. 








                


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