Nací con
el rostro pálido, sin sangre. Y con cara de pez: La boca abierta, los labios
gruesos y prominentes, y los ojos separados, con las pupilas fijas en un punto
indeterminado. Mi aspecto se avenía bien con mi espíritu, pues siempre viví en
un estado permanente de asombro y estupor.
A los
cinco años quería con fervor a mi abuelo. Me entusiasmaba ver cómo,
contoneándose tanto, conseguía el equilibrio apoyado en su cayado. Él me decía:
“Sin el apoyo de mi bastón no habría podido vivir”.
Mi
padre, campesino, trabajaba de sol a sol para darnos de comer. Cuando llegó la
edad escolar me dijo: ¡Cándido, hijo, tú eres muy listo. No trabajarás en el
campo. Vas a estudiar!
Y así,
en el colegio tuve una compañera: “La Vane”. Me gustaba mucho. Un día me pidió
prestado el portaminas. Se lo dejé. El maestro explicaba la tabla de
multiplicar. Al día siguiente me lo requirió de nuevo y se lo entregué. Y así
durante varias jornadas. Hasta que un día reclamó: ¡Dame mi portaminas! Ese
tono ordenancista sonó distinto. Tragué saliva y se lo di. Una y otra vez,
siempre. Entonces, observé, asombrado, que me había enajenado el portaminas. Y
acaso, los sentimientos. Mi generosidad se había convertido en costumbre para
La Vane, y la costumbre se había transformado en una exigencia, en un derecho
suyo.
“La Vane”
abusaba de mi pero no supe atajarlo. Su trato, a veces cariñoso, doblegaba mi
voluntad. ¿Era un lelo? ¿Me traicionaban los sentimientos? ¿O las dos cosas a
la vez?
Toda
mi vida era someter mi alma a cambio de afecto, de aceptación. Me di cuenta que
vivía más cómodo colgado emocionalmente de otras personas. Necesitaba una percha de la que
colgarme para vivir. No me importaba el color: blanca, amarilla, roja o negra; ni
el material: de plástico, de madera o metálica; ni su función: para falda,
americana, camisa o pantalón. Yo era un ser débil, dependiente; el sentido de
mi vida lo adquiría del exterior, de otras personas.
Mi
madre me proporcionó la percha más firme que jamás tuviera. Con siete años me
llevó a la iglesia del pueblo: un pórtico lleno de estatuas, unos techos
altísimos sostenidos por gruesas columnas, unos ventanales de grandes
dimensiones con vidrieras de vistosos colores y, al fondo, un escenario con la
imagen de un señor. Me dijo que era Dios, crucificado. Que era todo Amor,
omnipotente y omnipresente. Lo primero me gustó: ¡Qué mejor que un Ser todo
Amor y encima todopoderoso! Era un verdadero perchero de forja. Me elevaba
espiritualmente y era de hierro, fuerte, potente. Lo de omnipresente me gustó
menos porque me recordaba a los fantasmas que yo veía circular a menudo por mi
habitación. Me quedé embobado: una mezcla de misterio y miedo. En mi cabeza
musitaba palabras de comunicación con el Ser Invisible. 0, ¿era conmigo mismo?
Conocí
al cura y mi madre me hizo monaguillo. El sacerdote empezó a darme clases de
latín. Un día, una beata le llevó al cura una cajita bien enlazada llenita de
dátiles que dejaron en la sacristía. No pude evitar la tentación: me comí la
caja entera. Cuando el cura se dio cuenta, colérico, me echó una maldición:
¡Eres un tragón, ojalá te cagues por las patas abajo! ¡Un ladrón, Dios te va a
castigar en la tierra y en el cielo! Me acongojé. Y tuve que resolver el primer
gran dilema de mi vida: Si Dios no me quita el hambre, ¿en qué me ayuda? ¿Qué
es antes comer o rezar? ¿De qué me sirve rezar si me muero de hambre? Lo
resolví con agudeza y con los pocos conocimientos de latín que me había enseñado
el cura: “Panis primo, postea religioni”.
Mi padre, que era cinéfilo, tenía una buena colección
de películas de vídeo que yo veía. En la adolescencia le quité horas a las tareas
del instituto para ver aquellas cintas. Del cine, encerrado en mi habitación,
aprendí muchas de las cosas que sé sobre la vida.
Sobre todo a enamorarme platónicamente. Me quedaba
embelesado viendo en la pantalla a Annie Girardot en “Mourir d’aimer”. En el
minuto diecisiete decía ella mirando al horizonte: ¡cuántas bocas de amor están
unidas, cuántas vidas se cuelgan de otras vidas exhaustas en su entrega
palpitante!
Se despertó en mí el gusanillo romántico y retomé mi
antigua creencia religiosa en los milagros: ¡El amor para toda la vida! ¡Lo que
Dios une que no lo separe el hombre! Desde entonces rechacé las perchas ocasionales
y recicladas de las tintorerías y las tiendas. Solo quería perchas que tuvieran
en su barra inferior fieltro o satén. A partir de ese momento decidí orientarme
únicamente hacia lo excelso; ir por la vida volando.
Siempre me había gustado la belleza natural. La belleza
sublime me acobardaba, me intimidaba. Y Annie no era un bellezón pero tenía un
poder de atracción sobre mí ilimitado. ¡Esos ojos vueltos hacia mí, que solo a
mí me miraban!, creaban una conexión interior llena de ensoñaciones. Disfrutaba
observando lo redondita que era su cara, sus caderas, sus muslos… en fin, toda
su anatomía. Me recordaba a una chica del pueblo “La Tanqueta”, también fuerte
y ahombrada, y de personalidad plomiza.
Yo era un joven poco cultivado, huraño y retraído; que
vivía de sueños y delirios, y que entretenía mi tiempo en juegos solitarios. Lo
normal dada mi edad y condición. ¡Me pasaba más tiempo colgado de mi propia
percha, que en el yo sustancial!
Conocí
mujer a mis treinta y ocho años con una fuerza
salvaje. Fue a “La Termostato”, una divorciada. Amiga con derecho a roce. Puro
fuego. Era rubia, y descubrí, ¡idiota!, que algunas rubias tienen su molletito
castaño. ¡No acabo de entender por qué! Lo cierto es que internet, que todo lo
sabe, me corroboró el dato. Una revista científica de la Universidad de Harvard
indicaba que el setenta y ocho por ciento de las rubias tienen el pubis moreno,
pero tampoco explicaban por qué. Y también observé, varias semanas después,
porque soy lento en comprender las cosas, que las mujeres tienen en sus
armarios muchas perchas con más ropa que los hombres.
Un día en que yo estaba especialmente
distraído, me mandó al supermercado a comprar los mandaos y cuando llegué los
ordené entre la pequeña alacena, la nevera y el cuarto de baño. De pronto, ella
me espetó:
-
¿Estás tonto o qué? ¡Calzonazos! ¡Has
puesto el papel higiénico en la nevera!
Me puse triste. Ella reaccionó cariñosa:
- ¡Qué papanatas eres! Ven, anda, dame un
beso.
Yo,
mientras tanto, le regalaba vestidos, joyas, perfumes, y, de vez en cuando, le
arrimaba algún dinerillo. Ella,
astuta como una serpiente, me decía «cariño» y ejercía sobre mí un poder de
embrujo. “La- Termostato” conocía todos los mecanismos de dominio de la
historia de la humanidad. Solo poseía un defecto: Estaba siempre con un copazo
y un pitillo entre las manos y, cuando meaba, nunca tiraba de la cisterna. Pero
les aseguro que fue, en ese tiempo, en el único que sí mereció la pena el
intercambio de bienes y servicios.
Como el hambre apretaba y la calderilla
disminuía, me marché a Francia a hacer la vendimia. Un día tomé café en París
con mi amigo François-Marie Arouet, alias “Voltaire”, un escritorzuelo de tres
al cuarto, que había publicado un libro que se llamaba «Cándido o el
optimismo». Lo leí por ser mi tocayo el protagonista del libro.
Hay quien vive colgado de las
apariencias: lo acabas de conocer y ya te está diciendo los estudios superiores
que tiene, el puesto dirigente que ocupa en el Ayuntamiento, los numerosos
viajes que ha realizado o el chalet que tiene en no sé qué parte de la costa.
Yo ante estos seres tan poderosos me achicaba y no veía en mí nada que valiera
la pena. Muchas personas se cuelgan de cosas, de muchas cosas, de infinidad de
cosas; yo no. Me gusta más colgarme de palabras.
Y, por eso, me aprendí de memoria
algunas citas de mi amigo que, a modo de mantras, me hacían entender mejor la
vida. Mucho después lo llamaron autoayuda. Me gustaba citarlas:
“Cuando uno no tiene lo que ha menester en un mundo,
lo busca en el otro”.
“¡Ay! Es el amor:
el amor, el consolador del género humano, el conservador del universo, el alma
de todos los seres sensibles, el tierno amor”.
“El primero que comparó a la mujer con una flor fue un
poeta; el segundo un imbécil”.
“¿Qué es el optimismo? Es la manía de sustentar que
todo está bien cuando uno está muy mal”.
“Los que creen que el dinero lo hace todo, suelen
hacer cualquier cosa por dinero”.
Le agradecí a mi amigo “Voltaire” su
gentileza, le elogié hipócritamente su libro y me volví a España.
Un día, muy temprano, acompañé a mi hermana al
hospital para una analítica. Me habían educado en la cortesía y la urbanidad y
yo me colgaba de la percha de la elegancia. Siempre he sentido verdadero placer
en dejar paso a una persona delante de una puerta o permitir avanzar a un coche
en un cruce. Estando en la sala de espera, me puse en cola ante la máquina
expendedora de café. Yo estaba detrás, hacia la derecha, de dos mujeres
distraídas que cascaban lo suyo. Por la izquierda, se coló sigiloso un hombre, como
un lobo solitario acostumbrado a morder, ávido de café. Como soy un poco
palurdo me quedé con la boca abierta. Cuando me di cuenta el colega ya estaba
sentado cómodamente en su silla saboreando su café. Me sentí tan mal que llegué a pensar que tenía
una avería en mi personalidad: Me faltaba carácter y me dejaba engañar
fácilmente. “Frente a los enteraillos nunca seas un papafrita”, me aconsejaba
siempre mi padre. Era un sabio consejo, pero yo nunca supe aplicarlo.
Yo
soy muy de amigos y de bares. Como nací con frío y era un blandengue he estado
necesitado toda mi vida de calor humano y, por eso, me enganchaba
emocionalmente, cual percha simbólica, a los amigos. Me costó mucho tiempo
descubrir, porque mis dotes de observación no son los de Sherlock Holmes, que
hacía el primo en asuntos económicos.
Vino
a dar un curso al pueblo el Instituto Económico de Formación y Fomento de
Gorrones (IEFFG), fundación cultural vinculada a una Entidad Bancaria. Se
apuntaron todos los políticos, los avispados del pueblo y yo. El leitmotiv de
todo el curso fue “el pardillo nace y el competente se hace”.
En
el ostentoso Salón de Estudios de aquella Entidad Bancaria mi mente quedó
confusa. Hasta entonces me habían enseñado a guiar mi conducta por valores y actitudes.
Creía que el mundo era bueno, que se
regía por la nobleza y los buenos sentimientos. Allí aprendí que lo que dominaba eran los intereses y
me hice un experto en estrategias económicas cotidianas de expoliación. Eran
técnicas de escaquearse a la hora de pagar en los bares. Las enumeré
gradualmente según el grado de astucia e inteligencia que requerían:
- La
más simple la practicaba “El Tancredo”: Se paralizaba y se ponía de lado. Se
hacía el loco hasta el último momento. Tenía una paciencia infinita hasta que
yo pagaba. Pobre de mí, ¡qué estúpido!
-
“La
Ballenata”, aquella chica de mi juventud que decía: «tengo la boca como un
zapato» para que algún chico la invitara. Yo la convidaba y ella ni un maldito
baile. ¡Tierra trágame, qué papanatas!
-
Los
hay espabilados, con la cara de cemento armado como aquel compañero, “El Tolosabe”,
al que invitas siete veces a desayunar y nunca saca la cartera. ¡Qué gorda la
tenía, la cartera! ¡Qué lila!
-
¡Qué
elegancia, que finura! “El Palmera”, diligente, se levantaba a orinar cuando
llegaba la hora de pagar y como era prostático tardaba mucho en volver. ¿Quién
pagaba? Ya lo habrán adivinado. ¡Qué memo!
-
“La LlaveInglesa”
solo llevaba su tarjeta de crédito en el bolsillo. O, lo que es lo mismo, jamás
llevaba efectivo para pagar las cañas. ¿Era pobre? ¡Nunca se supo! ¡Qué
gilipollas!
-
“Er
Molienda”: Cuando preveía varias consumiciones porque la tarde era larga, detectaba
por el tipo de local el más barato y se adelantaba generoso para pagar
rápidamente. En los más caros se abstenía. ¡No me digan ustedes que no era un
lince! ¡Ante tanta inteligencia me quitaba el sombrero y me humillaba!
-
Con todo la
más lista era “La Micona”: Se adjudicaba pagar la última ronda de cervezas
puesto que para aquel entonces ya muchos se habrían ido y la cuenta sería mucho
más reducida.
Nunca
aprendí a neutralizar estas estrategias de los gorrones. En mi alma se juntaban
mil formas de hacer el idiota que otro día les ampliaré. Como verán soy un
hombre del montón, un poco alelado. Solo deduje una moraleja que nunca supe
incorporar a mi conducta: “El verdadero
hombre inteligente es el que aparenta ser tonto, delante de un tonto que
aparenta ser inteligente”.
Toda
la vida aprendiendo a vivir colgado y aún sigo suspendido, suspendiendo. Cuando
me muera aún no habré terminado la carrera. Eso sí, habré aprobado la
asignatura de convertirme en un hombre elegante.