Nighthawks, Edward Hopper
La soledad tiene mala fama; al decir de muchos es triste. Las personas huyen de la soledad. El maestro Aristóteles afirmó: «El hombre es social por naturaleza». Acaso se equivocó. Digo yo: «La persona es desde que nace, también, un ser en soledad». Por eso huimos de ella como alma que se la lleva el diablo. Pero, ¡ay, del que huye toda la vida y se difumina en la masa! Sobre la soledad se han escrito tantas cosas y se han vivido tantos episodios que decir algo nuevo es casi imposible. Acaso contar pequeñas cosas.
Se nos educa de pequeño para la socialización,
no para vivir la intimidad como un espacio-tiempo de disfrute y crecimiento
personal; no para aceptar la soledad como experiencia positiva en el proceso de
maduración de la autonomía personal. Debemos
tener en cuenta que la soledad como opción no es confinamiento.
Porque la soledad es condición originaria y
genuina del ser humano. No podemos escapar de la soledad existencial, siempre
nos acompaña. Es una característica común a todos los seres humanos. Pero esta
condición de nuestro ser es natural. Es el momento para estar
solo, para vivir la vida y hacer de ella lo que nos parezca más oportuno,
luchando por sacar lo mejor que llevamos dentro. Nadie puede hacerlo en nuestro
lugar. Somos los únicos responsables de nuestra existencia, nos creamos a
nosotros mismos ante la indiferencia cósmica del universo. El acto de morir es
la experiencia humana más solitaria, que aviva, mientras vivimos, nuestra
condición de soledad existencial.
“El instinto social de los hombres no se basa
en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad. No se busca tanto la
grata presencia de los demás, sino que se rehúye la aridez de la propia
conciencia”. (Schopenhauer).
“Nacemos
solos y morimos solos, y en el paréntesis, la soledad es tan grande, que
necesitamos compartir la vida para olvidarla”. (Erich Fromm).
La
manera en que vivimos la vida es única. No se puede expresar con ideas. Las
palabras no pueden expresar la amplitud y la profundidad de las experiencias:
lo que nos hace sentir vivos, lo que nos preocupa. Las palabras son insuficientes.
Nuestra experiencia del mundo nunca podrá ser experimentada por el otro, a lo
mucho comprendida. Por esto, es absurdo ver la vida con los ojos de los otros antes
que con los nuestros, como si no nos bastara ya con nuestra propia vida. Por
más acompañados que estemos (por la pareja, los hijos, los amigos, los conocidos…)
la soledad está ahí y, a veces, se manifiesta como vacío existencial. Lo que te deja más confuso y solo es la
incomprensión de ti mismo, de tus propios pensamientos, y de cómo engarzarlos
con el entorno.
“A mis soledades voy, de mis soledades vengo,
porque para andar conmigo, me bastan mis pensamientos”. (Félix Lope de Vega).
Porque es verdad: En los pensamientos del
hombre común, creo yo, que hay distorsiones, deformaciones, malformaciones. Me
refiero a los pensamientos íntimos, quizás secretos. No son, por supuesto,
desestructuraciones mentales que hubiera de abordar un psicólogo o un
psiquiatra; pero sí un cierto desorden lingüístico, mental, emocional, un mundo
misterioso, que brota de un sinsentido profundo, qué sin ser locura, se le
asemeja.
La soledad que está ahí, que permanece siempre,
se manifiesta de manera especial en los procesos de transición: Durante la
pubertad y la adolescencia se está forjando la identidad personal, teniendo
como referencia a los amigos y a los profesores. Surge una desbordante
emocionalidad mezclada con intensos impulsos sexuales. Ante ambos, el joven
tiene dificultades para regularlos. Al mismo tiempo se hace preguntas de
respuesta compleja: ¿Quién soy?, ¿Adónde me dirijo?, ¿Cómo soy yo y cómo quiero
ser?, ¿cuál es mi destino?, ¿En qué trabajaré?, ¿Cómo me ven y me aceptan las
chicas o los chicos?, ¿Por qué la muerte? Son demasiados procesos nuevos para
vivirlos sin inquietud. Son procesos íntimos acompañados de soledad.
La ruptura de la pareja, la definición de la identidad sexual,
quedarse parado, la muerte de algún ser querido, son otros procesos de
transición que exacerban la presencia de la soledad.
Recuerdo que una amiga me contó que, encontrándose
en una conversación íntima con su padre, un hombre mayor ya, le preguntó si
sentía sinsabores de la vida. El padre le dijo que sí, que todo el mundo tiene
sensaciones extrañas, inexpresables, pero que no se las iba a contar, que
pertenecían a su vida privada y secreta que quería preservar. Mi amiga se
asombró y, por supuesto, lo respetó. La hija había intentado entrar en los
rincones profundos del alma de su padre, donde las personas escondemos los
puntos de equilibrio de nuestra psique, unos alentadores, otros siniestros.
“...
la suya es una soledad de doble filo, en la que el miedo a la intimidad combate
con el terror a la soledad”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 905,
Capitán Swing).
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Según “Un estudio sobre la soledad” de la ONCE
(2015):
Un
19,5% de los españoles vive solo y un 80,1% vive acompañado. Por tanto, uno de
cada cinco.
Del
20% que viven solos algo más de la mitad (59’5%) viven solos porque quieren,
porque les gusta, porque así lo han decidido, mientras que el resto (40’5%)
viven solos porque no tienen más remedio.
Según la Encuesta Continua de Hogares del Instituto Nacional de
Estadística (INE) de 2018, un total de 4.732.400 personas vivían
solas en España. De esta cifra, 2.037.700 (un 43,1 por ciento)
tenían 65 o más años, y de ellas, 1.465.600 (un 71,9 por ciento) eran mujeres.
Con esta radiografía de la población se ha identificado un perfil muy claro de
las personas que viven en soledad: mujer y que ha cumplido ya los 65 años.
Haciendo una proyección hacia el
futuro, dentro de 15 años, hacia 2033, uno de cada cuatro españoles tendrá 65
años o más. Habrá más de doce millones de personas en esas edades, ahora son
nueve millones.
En un estudio reciente realizado por La
Caixa y coordinado por el Dr. Javier Yanguas (2018), el 39’8% de las personas
mayores de 65 años presentan soledad emocional. El 34’3% de las personas entre
20 y 39 años también sufren soledad emocional provocada por un déficit en
relaciones significativas y el 26’7% presentan soledad social como falta de
pertenencia e identificación con un grupo.
“¿Qué se siente al estar solo? Es una sensación parecida al
hambre: como pasar hambre mientras alrededor todo el mundo se prepara para un
banquete. Produce vergüenza y miedo, y poco a poco estos sentimientos se
irradian al exterior, de manera que la persona solitaria se aísla
progresivamente, se distancia progresivamente... Lo que quiero decir es que la
soledad avanza, fría como el hielo y traslúcida como el cristal, y encierra en
un abismo a quien la padece”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 109,
Capitán Swing).
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Todos
los estudios reflejan que el grupo en el que más incide el desamparo es el de
los mayores. Los contornos de su vida son cada
vez más estrechos y limitados. No soportan la vida ociosa, improductiva, la
falta de actividad con que llenar el vacío de los días. Algunos se vuelven más
insociables y maniáticos, más cascarrabias; en el fondo, demandan afecto y
compañía.
El cascarrabias es una persona que se enfada
con facilidad, casi sin motivo. A medida que pasa el tiempo, cuando las fuerzas
decaen con el transcurso de los años, y el demonio del sin sentido se acerca
nos volvemos gruñones. Todo nos molesta. Cualquier pequeña dificultad se
convierte en el Everest.
Los nervios se agitan incontrolados. Los tentáculos demoníacos del alma
nos estorban aspavientándose en un movimiento incomprendido. La vida cae a
plomo sobre los hombros. El rencor vence a la esperanza. La neurosis, la
histeria asoma su cabecita. Y todo esto con una tristeza profunda que fluye,
que no es depresión pero que se le acerca.
Se les oye hablar solos en conversaciones con personas
del pasado, asumiendo los dos papeles. Escasez de contacto humano mezclada con
un torbellino de emociones internas entre las que predomina la rabia. En
nuestros días se llama distimia o depresión menor, y disminuye de forma
sustancial la calidad de vida de una persona mayor. Es evidente que el
deterioro de la salud provoca un decaimiento del estado anímico.
El origen etimológico de distimia es
significativo: el prefijo dis- (mal, difícil), thymos (ánimo, espíritu, mente),
más el sufijo -ia (cualidad). Sería, pues, una mente en la que se ha instalado
una cierta dificultad para funcionar. Esta dificultad se manifiesta en síntomas
corporales y relacionales: ansiedad, irritabilidad casi permanente, inquietud
sofocante, insultos a las personas con las que convivimos, pérdida del sentido.
Es jodido porque brota de manera natural, sin esperanza de retorno al sosiego,
a la serenidad. El refrán lo expresa de manera rotunda: “Años y desengaños,
hacen al hombre huraño”.
Es el humor perturbado, los cambios bruscos de
humor. Las investigaciones apuntan como causa a una alteración de la
serotonina, un neurotransmisor que afecta de forma directa al estado de ánimo. La química se mueve, hay subida
y bajada de sustancias que, sin saberlo, nos ponen así.
Desesperanza o pesimismo hacia el futuro,
trastornos del sueño o somnolencia, irritabilidad e irascibilidad, ánimo
decaído, falta de motivación, obstáculos para experimentar placer o disfrutar,
dificultad para tomar decisiones, etc. Estos son algunos síntomas de la persona
con distimia.
Pero la relación entre vejez y distimia no es
ineludible. Hay personas mayores que viven con una serenidad y un disfrute
fuera de toda duda. Así como hay personas de mediana edad e, incluso jóvenes,
que viven esta especie de tristeza honda y duradera que da tono a toda su vida.
“…
Si hubiera podido expresar lo que sentía, mis palabras habrían sido un lamento
infantil: "No quiero estar sola. Quiero que alguien me quiera. Me siento
muy sola. Tengo miedo. Necesito que me amen, que me toquen, que me abracen”. La
sensación de necesidad era lo que más me asustaba, como si hubiera destapado un
abismo atroz”. (La ciudad solitaria, Olivia Laing, pos. 151, Capitán Swing).
“Las tristezas no se hicieron para las bestias,
sino para los hombres; pero si los hombres las sienten demasiado, se vuelven
bestias”. (Don Quijote de la Mancha, segunda parte, capítulo 11; Miguel de
Cervantes).
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Los datos parecen señalar que, junto con los
mayores, los jóvenes son el grupo en el que los individuos más se sienten
solos. Efectivamente, hay numerosos grupos en las redes sociales, pero se
quejan de falta de amigos. “Me cuesta hacer amigos”.
No deja de ser curioso que en la era de las comunicaciones hallan
simultáneamente tantas experiencias de soledad. A través de las redes sociales
son muchas las personas que se enorgullecen al ver como aumenta el número de
sus “amigos” pero que en realidad siguen estando solas. Y es que los jóvenes acogen con suma satisfacción el
reconocimiento virtual de los demás, pero carecen de relaciones de carne y
hueso, dándoles un interés secundario. Pongamos un caso: En una vivienda de dos
plantas, un hermano en cada una. Llama el padre, desde fuera, por teléfono a
uno de ellos para darle una indicación y que se la comunique al hermano. Dice
el hijo: «Ahora le mando un whatsapp», estando en la misma casa a pocos metros
de distancia. A través de Internet se consiguen relaciones fluctuantes, fugaces
y superficiales, pero las relaciones de intimidad, que son las únicas que nos
hacen salir de la soledad no deseada, solo se consiguen con contactos asiduos,
corporales y espirituales, con otras personas.
“...
la tecnología pondría la fama al alcance de cada vez más gente, que sería un
sucedáneo de la intimidad, su adictivo impostor". (La ciudad solitaria,
Olivia Laing, pos. 3656-3663, Capitán Swing).
“No
necesitamos tener cientos de amigos o conexiones como nos prometen las redes;
los humanos lo que necesitamos son pocas relaciones pero de calidad”. (Elsa
Punset).
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Para terminar, pero no por ello menos
importante, están las situaciones de soledad estructural o cultural, que no
puedo desarrollar aquí por limitaciones de espacio. Algunos ejemplos: la
situación de la mujer, los homosexuales, los enfermos de sida, los enfermos
mentales o los mendigos ambulantes. Para leer sobre esta soledad les recomiendo
un libro espléndido: “La ciudad solitaria; aventuras en el arte de estar solo”,
Olivia Laing, Editorial Capitán Swing”, 2017.
“Reed
W. Larson señala: “Para aprovechar las oportunidades que proporciona la
soledad, cada persona debe ser capaz de transformar un estado de ánimo
básicamente aterrador en un estado productivo…””. (Solitud, Michael Harris,
pos. 495, editorial Paidós).
“La
soledad tiene dos rostros: puede ser una mortal consejera, pero, cuando se la
domestica, puede convertirse en una amiga infinitamente preciosa”. (La Soledad
Domesticada; Jean Michel Quinodoz).
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