Ya
desde el vientre de su madre escuchaba el ruido estridente de las máquinas de
una fábrica de hierro que había junto a su casa. Después, en el colegio, sus
compañeros se reían, cantándole: “¿Qué es el viento? Las orejas de López en
movimiento”. Él interpretó que debería ser un portento y puso sus orejas a oír
durante toda la vida. Tanto escuchó que el mundo le pareció un gallinero y
empezó a seleccionar mensajes: palabras originales, sonidos naturales, música
clásica… Quería extraer armonía en el ruido.
Hablaba
poco porque sus palabras no resultaban muy convenientes a los demás.
Y
así, cuando comenzó a salirle la barba, observó que le crecían pelillos de
color gris en unas orejas cada vez más grandes y arrugadas. Que era capaz de
moverlas por separado en milésimas de segundo para escuchar con una precisión
aún mayor. Que emitía sonidos que le devolvía una especie de eco. Adquirió la capacidad de discernir tonos y
timbres, intensidades y volúmenes, cadencias y ritmos, direcciones, velocidades
y distancias. Lo que le permitió desenvolverse con soltura en la oscuridad.
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