martes, 7 de junio de 2016

Le entró por las orejas


Ya desde el vientre de su madre escuchaba el ruido estridente de las máquinas de una fábrica de hierro que había junto a su casa. Después, en el colegio, sus compañeros se reían, cantándole: “¿Qué es el viento? Las orejas de López en movimiento”. Él interpretó que debería ser un portento y puso sus orejas a oír durante toda la vida. Tanto escuchó que el mundo le pareció un gallinero y empezó a seleccionar mensajes: palabras originales, sonidos naturales, música clásica… Quería extraer armonía en el ruido.

Hablaba poco porque sus palabras no resultaban muy convenientes a los demás.

Y así, cuando comenzó a salirle la barba, observó que le crecían pelillos de color gris en unas orejas cada vez más grandes y arrugadas. Que era capaz de moverlas por separado en milésimas de segundo para escuchar con una precisión aún mayor. Que emitía sonidos que le devolvía una especie de eco.  Adquirió la capacidad de discernir tonos y timbres, intensidades y volúmenes, cadencias y ritmos, direcciones, velocidades y distancias. Lo que le permitió desenvolverse con soltura en la oscuridad.

Desde entonces no volvió a articular palabra.


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