Era
una mujer muy querida. Menuda; ojos azules, mirada cálida; trabajadora
concienzuda, bien organizada, la mente clara, el hablar pausado, sabía ganarse
el respeto de sus subordinados con autoridad moral, sin aspavientos. Orfebre
diseccionando y acariciando los movimientos del alma. Afrontaba la vida con una
alegría natural, fresca, sin impostura. Dominaba el arte de la sucesión
armoniosa del tiempo, de la serenidad. Interpretaba siempre los acontecimientos
en favor de su viento íntimo. Jamás se enfadó en público. Combinaba sin trabas
esfuerzo y placer. Pero lo que más me
llamaba la atención de su vivir era lo que ella llamaba el “momento más feliz
del día”: el café de sobremesa. Su aroma, su sabor, su soporcito, las palabras
dejadas caer poquito a poco… ¡Mira qué acto tan sencillo! ¡Y qué misterioso!
Seguramente, supongo, le ayudaba a conciliar el día: entre obligación y ocio, entre
responsabilidad y libertad; sería un tiempito de recuperación de fuerzas para
afrontar la tarde con el mismo entusiasmo de la mañana. El día es muy largo si
se vive minuto a minuto. Una sola cosa
no soportaba: la velocidad. “El ritmo de mi vida lo decido yo; vivir de prisa
no es vivir, es sobrevivir”, decía. Por eso, trataba de aislarse de las pautas
sociales vertiginosas.
Por
cierto, se llamaba y se llama I. Seguramente, yo empatizaba con ella por lo
tranquilo que soy. Creo que me enamoré de ella, pero… llegué tarde; o, acaso, nunca
fui. Me llamo Baba Jess. Soy pausado, tardón, cachazudo; como cualquier hombre
parsimonioso. Soy un hombre lento, vulgar. Mi vida no tiene un interés especial.
El
hombre lento es básicamente inactivo, vive la vida mirando, como espectador.
Disfruta contemplando el río o tumbado delante de la chimenea. Es un hombre
congelado en el tiempo, sus miembros paralizados. Es como un reloj despertador
al que se le están agotando las pilas y hace un dilatado tictac; las agujas de
su reloj interior están siempre retrasadas. A veces dice: “¿No llevaré toda una
vuelta de retraso? Con una vuelta de retraso se tiene un presente muy corto”.
El
hombre calmoso, cuando mira las cosas fijamente, sin darse cuenta se pone a
meditar. Si se trata de un objeto estudia cada detalle y, sobre cada detalle,
se hace mil preguntas. Percibe movimientos que para los demás son casi
imperceptibles: la danza de las nubes con el viento en calma, el movimiento de
las flores siguiendo al sol, cómo crece la hierba.
Con
los amigos, en las conversaciones, habla como deletreando; y si quiere
responder de prisa se atranca y empieza a tartamudear. En ocasiones responde a
preguntas anteriores, cuando ya no toca. Alarga tanto el discurso que parece un
monólogo monotemático. Entonces, los demás tuercen la cabeza como diciendo: ¡Me
estás aburriendo, acaba de una vez! O: ¿De verdad, tú fuiste el espermatozoide
más rápido de tu padre?
Hablando
con los demás se da cuenta de que cuando se habla demasiado deprisa, el
contenido de lo que se dice suele ser tan superfluo como la rapidez con que se
expresa. Sus familiares y sus amigos le gritan con frecuencia: ¡Patoso, idiota,
torpe, inútil, indeciso, vago! Cuando le dicen estas cosas se siente
despreciado.
Por
eso, ese hombre lento se ha propuesto hacer las cosas con rapidez y, para
aprender, va a investigar la velocidad en su cuaderno de notas, que no escribe
para nadie, solo para sí mismo. La primera palabreja con la que se encuentra en
su indagación es: ¡Turbocapitalismo! ¿Qué es, por Dios? Parece que todo empezó
con el reloj, la “máquina esencial” de la revolución industrial. A finales del
siglo XIX, según cuenta Carl Honoré (Elogio de la lentitud, págs. 25-26, RBA
libros), se creó la hora oficial. Hasta entonces, cada ciudad medía el tiempo
según las horas de sol, desde el amanecer hasta el crepúsculo. Pero, para
posibilitar que los horarios de ferrocarril fueran eficientes, las naciones
empezaron a armonizar sus relojes. En 1884, veintisiete naciones convinieron en
reconocer Greenwich como el primer meridiano, lo cual condujo finalmente a la
creación de la hora oficial global. En 1911, la mayor parte del mundo se regía
por la misma hora.
Antes,
en el siglo XVIII, Adam Smith, uno de los creadores de la economía clásica, se
refería a las ventajas de la división del trabajo para la productividad en la
producción de alfileres. Según Smith, un hombre que tuviera él solo que estirar
el alambre, enderezarlo, cortarlo y encargarse de cada una de las dieciocho
operaciones conducentes a la obtención de un solo alfiler, podría invertir un
día entero. Con la división del trabajo, una pequeña fábrica integrada por diez
empleados podía fabricar del orden de cincuenta mil unidades a lo largo de una
jornada hacia 1770.
A
finales del siglo XIX, un asesor de dirección empresarial, Frederick Taylor, en
la Acería Bethlehem de Pensilvania, utilizó un cronómetro y una regla de
cálculo para determinar, hasta la última fracción de segundo, el tiempo que
debería requerir cada tarea para obtener la máxima eficiencia. “En el pasado, el hombre ha ocupado el primer
lugar –dijo en un tono amenazador-. En el futuro, el “Sistema” debe ocupar el
primer lugar”.
Ya
en 1971, Klaus Schwab funda y preside el Foro Económico Mundial, organización
sin finalidad de lucro, exponiendo la necesidad de correr en términos muy
escuetos: “Estamos pasando de un mundo donde el grande se come al pequeño, a un
mundo donde los rápidos se comen a los lentos”.
De
modo que, efectivamente, vivimos de un modo frenético, en el reino de la prisa,
en la sociedad de la velocidad:
Comida rápida,
aglomeración en las ciudades, coches vertiginosos, trabajo mecanizado sin
sentido, asistencia médica en minutos, sexo rápido, ocio invadido por las
plataformas de internet con mensajes cortos y banales, educación de los hijos
basada en la competencia y en la multiplicidad de actividades extraescolares,
modelo de búsqueda del éxito a cualquier precio en los medios de comunicación,
etc. Todo es correr, todo medido temporalmente. ¡Ay, el jodido reloj! ¡Ay, el maldito
capitalismo que enriquece, sin piedad por los parias del mundo, a los que ya
son ricos!
Hoy
todo se cuantifica: el tiempo, las ganancias, los “me gusta”, las notas de los
escolares, los objetivos que exige la empresa al trabajador, las encuestas
preelectorales, etc. Se sobrevalora al hombre de acción que cumple sin
rechistar sus funciones dentro del sistema global o del subsistema que sea:
empresa, sanidad, educación, ocio, instituciones religiosas… El hombre de
acción es pura actividad: “en el principio fue la acción, no la palabra”;
funciona como parte de la maquinaria en la búsqueda de un único fin: el éxito.
No tiene límite de horas en el trabajo; no se pregunta por la finalidad de sus
acciones; no piensa, solo ejecuta órdenes; puede variar su opinión en función
de lo que piense el jefe; muestra satisfacción aunque no esté satisfecho; se
conforma con su salario aunque crea que está mal pagado; defiende sutilmente
sus intereses y, si es necesario, con agresividad; procura ocultar su
subjetividad, sus sentimientos, cuando los tiene; no cuida la relación con los
compañeros. En definitiva, estamos ante el hombre-máquina que siente vacío,
insatisfacción, falta de sentido, pero que no está dispuesto a reflexionar o
que cree imposible cambiar el rumbo de su vida.
En
el último tercio del siglo XIX se pensaba que, con la máquina, se iba a obrar
el milagro del tiempo libre. Sin embargo, con el neoliberalismo económico y la
aceleración tecnológica de finales del siglo XX y lo que va de siglo XXI cada
vez disponemos de menos tiempo; deseamos que todo sea más y más rápido; nos impacienta
perder el tiempo y nuestra vida se convierte en una carrera constante contra el
reloj. Esa es la gran paradoja de la aceleración tecnológica: disponemos de medios tecnológicos para
acortar la duración de las tareas y, sin embargo, tenemos menos tiempo. Estamos
acosados por el principio de celeridad: embutir el mayor número posible
de cosas por hora, por minuto, por segundo.
Las consecuencias son evidentes. Muchas
personas padecen las enfermedades de la prisa: el estrés, el insomnio, las jaquecas, los problemas cardiacos, los
trastornos gastrointestinales o la hipertensión son algunas de las
consecuencias de vivir apurado. Corremos como pollos sin cabeza; todo es
transitorio, todo es superficial, todo es olvido.
Ya en 1877, R. L. Stevenson (En defensa de los
ociosos, Gadir, 2010, pág. 34) propone el “Teorema de la vivilidad de la vida”:
“Si una persona no puede ser feliz más que estando ociosa, ociosa ha de
permanecer”. Stevenson no promueve la holgazanería. Lo que quiere es que el
trabajo pierda su condición de valor absoluto. Sabe que no hay prosperidad sin
esfuerzo, pero del hombre que vive para trabajar dice que “siembra prisa y
recoge indigestión”, que tiene los “nervios desquiciados”, que es, en fin, “un
elemento maligno para las vidas del resto de gentes”.
Lo natural en el ser humano es andar, no
correr; andar es la velocidad de los sentidos. Dice Milan Kundera (La lentitud,
Tusquets,
pp. 47-48): “Hay un vínculo secreto entre la lentitud y la memoria, entre la
velocidad y el olvido… El grado de lentitud es directamente proporcional a la
intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a
la intensidad del olvido”. De esta cita desprende la siguiente conclusión: “nuestra
época se entrega al demonio de la velocidad y por eso se olvida tan fácilmente
de sí misma” (pág. 147).
Vivimos
en un tiempo fragmentado, atomizado, medido. El presente son picos de
actualidad aislados, partículas de lo real, que dan tumbos en un espacio
vaciado de sentido. Acaso tenga que ver con la de veces que se repite en
nuestra sociedad actual la palabra “análisis” (dividir en partes). La
aceleración no tiene dirección, lo que hay es, más bien, dispersión temporal.
No hay una estructura ordenada que rija el tiempo y genere una duración. Y, por
eso, deambulamos en lo fugaz, en lo efímero. Y de este modo, uno mismo se
convierte en algo radicalmente pasajero. La fragmentación del tiempo genera una
fragmentación de la identidad.
Es
necesario ralentizar la vida para que los acontecimientos puedan cristalizar en
historia personal y colectiva. Es necesario dedicar tiempo a la reflexión, a la
autonarración de la vida para elaborar nuestra síntesis de sentido. La
velocidad solo se reducirá en la medida en que la “vita activa” acoja de nuevo
en su seno la “vita contemplativa”: cocina de calidad a fuego lento, ciudades
lentas (reducción del tráfico, de la velocidad y del ruido), trabajo
humanizado, caminar, leer, meditar, mindfulness (respiración profunda), yoga,
pilates, la jardinería, el arte (la pintura, la escultura, el cine…), la
música…
No hay comentarios:
Publicar un comentario