Eran las cuatro y media de la tarde de
un verano duro y seco. El concejal de cultura don Rubén Sibarita se encaminaba
por primera vez a casa del poeta don Jesús Tirado. Habían quedado para diseñar
asuntos municipales.
Llegó derrengado por la canícula. Llamó
al timbre. Tardó en salir don Jesús que apareció desperezándose con los brazos
en aspa. Lo hizo pasar. Mientras el rapsoda se arreglaba, el munícipe se puso a
observar el pequeño apartamento. La misma habitación le servía de dormitorio,
despacho y salita de recepción. En las paredes, adornando los cuadros, había
guirnaldas de telarañas en una polvareda; las ventanas, veladas, habrían
servido para escribir versos en el polvo que las cubrían. En el sofá había una toalla olvidada; en la
mesa aún se encontraba el plato de la comida y las migas esparcidas alrededor.
Por fin, salieron buscando el lateral
de la calle donde daba una escuálida sombra. Dijo Sibarita, andando con la
lentitud de una tortuga:
-
¿Has dormido la siesta?
-
Sí. A duermevela. No hay nada más
placentero. Los bardos, como tú sabrás, escribimos de noche. Ese estado de
semiinconsciencia de la siesta no tiene parangón. Necesito partir el día para
cargar pilas para la tarde.
Llegaron
a un bar minúsculo y poco lustroso y se sentaron al aire libre
bajo una sombrilla. Preguntó, indolente, Tirado:
-
¿Qué tal la vida municipal? ¿No hay una
tendencia a procrastinar la gestión municipal?
-
Lo que entra dentro de las rutinas
administrativas funciona regularmente. Pero, ¡ay!, cuando surge un impedimento,
un obstáculo, algún problema novedoso, todo se vuelve lento, muy lento.
Acuérdate de aquello que decía Larra: “Vuelva usted mañana”.
Se
acercó el camarero con el delantal sucio y roto, y con las uñas largas
y llenas de mugre negra, para traerles sendos cafés en dos vasos llenos de lágrimas y de restos del pintalabios de alguna mujer.
-
Y personalmente, ¿cómo te va?
-
Bien, muy bien. Tengo coche oficial que me
lleva hasta la misma puerta de los lugares que visito. No consiento en andar ni
doscientos metros. A veces, quisiera que todo mi cuerpo se moviera como mis
párpados, con movimiento involuntario. Y tú, ¿qué tal?
-
Yo escribo de manera discontinúa –dijo
Tirado. Dependo de la inspiración. Hay rachas muy creativas y otras menos. Mi
padre, que dirige “Construcciones Tirado”, me asigna un sueldo de dos mil
quinientos euros al mes. La casa es de la empresa; los muebles son de la
empresa; la calefacción y la luz también; puedo vivir.
-
Yo pertenezco a cinco comisiones –añadió
Sibarita. Ya sabes, cuando hay algún problema se crea una comisión que dura
hasta que la prensa deje de hablar del problema, o algunos meses más. Por participar
en las comisiones cobro un sobresueldo.
-
En verdad soy muy perezoso. ¡Si pudiéramos
ganarnos la vida contemplando el mar! Pero los cristianos, ya sabes el refrán:
“A Dios rogando, y con el mazo dando”.
-
Yo
vivo en una permanente galbana. Amo la comodidad. Trabajo al ralentí: Retraso
su inicio, dilato su ejecución y, por supuesto, me hago el remolón para
realizar el trabajo demandado. El letargo; el letargo es mi consigna. Un hombre
que no puede hacer nada a medias, me parece a mí que es un hombre temible.
-
A nosotros los cristianos se nos impone la
cuarta grada del purgatorio de la Divina Comedia: ¡La pereza espiritual lleva a
la tristeza! ¡Ay, los pecados capitales! Hemos de tener cuidado. Hace ya tres
días que no escribo; apenas empiezo a hacerlo me llora el ojo izquierdo, y se
me entumece el cuello al tener la cabeza inclinada.
-
Para los agnósticos como yo, los hombres
no somos ángeles en continuo ascenso hacia ningún ideal; tenemos una parte
animal que convive con el ángel. Somos seres de condición intermedia entre el
ángel y el animal. Yo convierto el trabajo en ocio. Detesto tomar resoluciones.
Es la única manera de cuestionar al sistema capitalista de producción y
consumo. Bertrand Russell en su “Elogio de la ociosidad propone que se trabaje
solo cuatro horas, así habría trabajo para todos y dispondríamos de más tiempo
de ocio para cultivarnos.
-
Escribir, siempre escribir. Se me acaban
las ideas. Me agito, hiervo, ardo. Me muevo sin saber para qué. Me gustaría
vivir acostado, sin preocupaciones, como los niños recién nacidos que no
disipan su energía, que no venden nada…
-
La pereza es algo natural. Acuérdate de
don Quijote en su célebre discurso sobre la edad de oro: “¡Dichosa
edad, y dichosos tiempos aquellos en que el hombre no conocía el tiempo, porque
no conocía la muerte, e inmóvil y tranquilo gozaba de la voluptuosidad de la
pereza en toda la plenitud de sus facultades! ...”
El
vate cerró los ojos meditando. Arrastraba el culo por el asiento y despatarraba
las piernas buscando una posición más cómoda. Por su rostro se extendía una
expresión de cansancio, apatía, aburrimiento. Una expresión de blandura que
invadía su espíritu. Suspirando, dijo:
-
¡Ale, dejemos la filosofía! ¿Qué propuesta
traes?
-
Traigo una propuesta innovadora. Tengo
miedo. Ni al pueblo ni a las personas le gustan los cambios. Se trataría de
desarrollar una ruta escultórica del ocio, erigir varios monumentos a la pereza.
Por supuesto tendríamos que contar con algún escultor…, o varios. Y tú elegirías
algunos versos para el pedestal de las esculturas.
Se
acercó el camarero con una sonrisa amable y empapado en sudor,
arrimándoles un gin-tonic para el atrevido político y un ron con cola para el improductivo trovador. Dijo: “Deben ustedes estar hablando de cosas muy importantes para pasar este calor”. Y se fue con una sonrisa burlona en sus labios.
-
Cuéntame…
-
Se trataría de hacer un elogio, una
alabanza del sofá.
-
¡Ah… el sofá! ¡El invento de los egipcios!
¡El mejor invento de la historia! Ni la rueda. Ni la penicilina. ¿Qué sería de
la tele sin el sofá? Lo popularizaron los romanos; le llamaban triclinum. Se
sentaban en él para comer o charlar. ¡Buena idea! Sí, sí. Ya se me ocurre un
haiku: Un mundo / distendido / en un sofá de flores. Y, ¿qué más?
-
Ampliaríamos con una apología de la cama,
ese artefacto en el que pasamos veinticuatro años de nuestra vida. ¿Quién puede
argumentar que no existe la pereza? Horizontal, vertical o sedente, el ser
humano es perezoso.
-
¡La cama! –exclamó Tirado bostezando-. Me
gusta con baldaquino, el invento de los persas. ¡Qué elegante! ¡Qué señorial!
El mismo Miguel de Unamuno escribió un poema: “Vuelvo a acostarme en ti, mi
amiga cama / que abrigaste mis noches siendo mozo / y tu tibieza un recogido
gozo / por todos mis sentidos desparrama” (Mi vieja cama).
Pasó por allí un
cura amigo de Tirado, con una inmensa tripa y
coloradote, y se detuvo a charlar un rato con ellos. Luego entró a los aseos. Al salir le dijo al camarero: “Ponle a los señores otra copa”. Y la pagó.
-
¡Seguro que este hombre es un buen
dormilón! – dijo Sibarita refiriéndose al cura que acababa de marcharse.
-
¡No!, ¡no! Su lugar preferido es la
butaca. Pasa largas horas rezando y leyendo en su butacón. Por cierto, en tu
ruta de la pereza ¿no entra la butaca? – añadió Tirado mirando su reloj que no
funcionaba desde hacía año y medio.
-
¡Cómo no! Yo duermo la siesta en la
butaca. Me lo recomendó mi doctora para evitar la subida de los jugos
gástricos. La mía se adapta al cuerpo fenomenalmente. ¡Es tan blandita!
-
Pues sí. Pedro Antonio de Alarcón lo
expresó en unos versos: “Fumaba yo, tendido en mi butaca / cuando, al sopor de
plácido mareo / mis sueños de oro realizarse veo / del humo denso entre la
niebla opaca” (Humo y ceniza).
De
pronto, un viento infernal de Levante elevó la sombrilla como si de un
parapente se tratara. El camarero acudió a alcanzarla y el concejal, al hacer
amago de afanarse por ayudarle, cayó su copa que ya estaba vacía. El camarero
colocó la sombrilla de nuevo y pasó una bayeta húmeda que dejó la mesa
chorreando. Les sirvió otro par de copas.
-
¡Precioso! ¡Bellísimo, el poema de Alarcón!
Y para la silla, ¿no tienes otro poema?
-
Se me viene a la memoria un clásico de
Rubén Darío que aprendí en el instituto. “La princesa está triste… ¿Qué tendrá
la princesa? / Los suspiros se escapan de su boca de fresa, / Que ha perdido la
risa, que ha perdido el color. / La princesa está pálida en su silla de oro, /
Está mudo el teclado de su clave sonoro; / Y en un vaso olvidada se desmaya una
flor” (Sonatina).
Pidieron
la cuenta. Pagó el concejal de gastos de representación. De vuelta a casa, con
paso lento y zigzagueante, Sibarita le decía a Tirado:
-
Me parece que tenemos engañado a todo el
mundo, ¡jip! Hemos conseguido lo que queremos. Vivimos bien. (Eructo). Y aún
piensan que hacemos algo por el mundo. ¡Ja, ja, ja, ja!
Y
el poeta se unió a la carcajada del concejal, reafirmándose en su vieja
decisión de no ser activo jamás, bajo ningún pretexto y por todo el tiempo que
le quedara de vida.
De
aquellos proyectos innovadores, ¡maldita desgracia!, nunca más se supo.
Publicado en La Voz del Sur.
No hay comentarios:
Publicar un comentario