“Nace bárbaro el hombre, pero
cultivándose se eleva sobre la bestia”. (Oráculo manual y arte de
la prudencia, Baltasar Gracián)
Alboreaba un día luminoso
y prometedor. Salía Luisa de la casa-restaurante de su padre. Su hermana le
había animado a intentarlo. Hacía una semana, el sábado pasado, había entrado
en un chat de whatsapp y se había escrito con él. Le sorprendió su trato amable
y educado, su gracia y su inteligencia.
Visualizó la única fotografía de chaval que él le había enviado y le dio
su aprobado. Ella era tímida y
silenciosa; le costaba entrar en relaciones. Pero esta vez se había ilusionado.
Llegó a la estación con
tiempo y pidió un té. La cantina del apeadero era lo menos parecido al restaurante
de su padre. Éste había levantado un negocio próspero, amplio y elegante. Se
subió al tren de cercanías y se sentó en el asiento cuarenta y uno, junto al
pasillo. El ferrocarril iba casi vacío; solo una parejita de jóvenes al otro
lado del corredor. Cerró los ojos entre somnolienta y soñadora. Había quedado
con Juan Ramón en la plaza principal de la capital, en unos arcos junto a la
Gerencia de Urbanismo, en la parte trasera de un kiosco de prensa. Siempre le
había gustado viajar y dejó volar su imaginación. Se quedó dormida.
En la parada siguiente,
que se llamaba “La Alcubilla”, a las nueve y media de la mañana subió un
hombre, desorientado y abstraído. Traía una bolsa de papel en una mano. Con la
otra agarrándose a las manetas de los asientos fue a ocupar el puesto cuarenta
y cinco, enfrente de Luisa, al lado de la ventana. El paisaje era abrupto y rocoso; solo algunos
pequeños arbustos verdeaban la montaña.
Juan Ramón se reflejó en
el cristal de la ventana y se miró con indiferencia. Los pelos largos
apelmazados de grasa; la cuenca de los ojos hundida y grisácea; la enorme nariz
prominente, volcánica y mantecosa; la comisura de los labios babosa; la barba
de meses sin recortar; las manos más negras que el azabache; las uñas más largas
que una arpía; la camiseta color mostaza, raída y desabotonada.
Cogió su bolsa, metió la
mano derecha y sacó un paquete envuelto en papel de estraza churreteado. Lo
abrió y sacó un centollo. ¡Golosina!, para aquel hombre. El pobre y suculento
centollo llevaba tras meses en el frigorífico, desde Navidad. Su cuerpo, de
forma redondeada, medía dieciocho centímetros de diámetro y estaba repleto de
espinas y protuberancias.
Intentó con los dedos
quitarle el caparazón, pero como no podía sacó una llave alargada del bolsillo,
como de armario empotrado, y la hincó en el caparazón. Cuando logró abrirle un
boquete hurgó con los dedos. Apareció una pulpa abigarrada donde se mezclaban el
color rojo oscuro natural con un amarillo macilento que decaía en un líquido espeso
y blanquecino. Olía a azufre, a nitrógeno, a fosfina; olía a pescado podrido, a
perro muerto. Con los dedos de pianista hurgaba aquí y allá, y se lo iba
comiendo.
Al olor de amoníaco y
orín, Luisa se despertó con arcadas. Un sabor metálico se le instaló en la
boca. ¡No se lo podía creer! Miró en derredor y observó a la pareja juvenil que
se mondaba de risa tapándose la nariz. Dudó qué hacer, pero se levantó y se fue
a la otra esquina del vagón. ¡Hasta entonces no comprendió que la
descomposición de un ser vivo es igual que la de los hombres! En un instante
había pasado de una soñadora embriaguez a la más cruda y asquerosa realidad.
Cuando por fin llegó a la
capital se encaminó a la plaza principal. La cita era a las doce. Tenía el
ánimo cortocircuitado. No conseguía recomponer su ilusión. Se sentía incapaz de
pensar en algo que no fuera el centollo.
A las doce menos cinco se
escondió detrás de una columna de los arcos de la plaza a esperar a Juan Ramón.
Las expectativas desechas. La confianza rota. El deseo apagado. Como era de
natural tímida y pudorosa se ocultaba detrás de la columna y solo de vez en
cuando asomaba la cabecita como si estuviera haciendo algo a hurtadillas. De
pronto un hombre se colocó detrás del kiosco de prensa. Miraba a lo lejos, a
izquierda y derecha. Llevaba una camiseta color mostaza, raída y desabotonada.
__________
El gusto es el sentido con el que se percibe y distingue el sabor de las cosas. Y el buen gusto se asocia con frecuencia a lo estético, es decir, al ideal de belleza de cada individuo: la decoración de la casa, el modo de vestir, la elegancia, el estilo, la moda o la obra de arte. Sin embargo, sin negar la dimensión estética, yo defiendo que el buen gusto tiene, sobre todo, una dimensión social; que la experiencia del buen gusto, si bien incluye lo subjetivo e individual, también está instalada en los ámbitos de la ética y de la política; que el gusto de una persona no solo se guía por lo que es agradable y juicioso, sino que está inserto en factores socioculturales, antropológicos y mediáticos.
Pero, ¿qué es el buen gusto? El buen gusto se
instala, se desarrolla en el sentido
común, sensus communis, el “sexto
sentido de la sabiduría popular”, que la RAE define como “capacidad de entender y juzgar de forma razonable”. Y “razonable” es una
forma de racionalidad práctica. Quiere decir que entre distintas opciones
fácticas elegimos la que nos parece más conveniente de acuerdo con unos
criterios personales que pueden ser humanos o deshumanizadores. Por tanto, una
racionalidad, “un discernimiento” que diría el filósofo Hans-Georg Gadamer
(1900-2002) en Verdad y Método, que
no es conceptual o abstracto.
El sentido común
relaciona los cincos sentidos corporales con el mundo; es individual, pero, a
la vez, se abre al mundo en un sentido de lo comunitario: unas cosas me gustan
más que otras; unas situaciones me resultan placenteras, otras dolorosas;
moralmente justas o injustas; perjudiciales o provechosas, etc…; podemos decir
que el buen gusto media entre lo propio y lo común, entre lo que me gusta a mí
y a los demás; tenemos, pues, el primer distanciamiento de las necesidades
naturales primarias; la inicial experiencia de la conciencia individual y
colectiva. Lo que Gracián llama “la primera espiritualización de la
animalidad”; el
sentido común se encuentra ya a medio camino entre el instinto
sensorial y la libertad espiritual.
El buen gusto precisa de
una deliberación intuitiva acerca de, entre las distintas opciones posibles de
comportamiento, acertar con la más adecuada conforme a los gustos personales y
al contexto social en el que se vive. A esta deliberación la llama Aristóteles “prudencia”. De tal manera, que no hay buen gusto sin prudencia, ni
prudencia sin buen gusto. Cuando ambos se unen se produce lo que Gracián
llama “la gracia natural”.
Podemos afirmar que el
sentido común es un concepto fundamental para el humanismo, una de las fuentes
más importantes para la comprensión de lo humano, porque marca “lo común”, lo
compartido, y de esta manera, se convierte en el sentido que funda lo
comunitario.
Algunos acciones y criterios de buen gusto
Dar los buenos días y las buenas noches, son pequeñas cosas que se enseñan en los colegios; pedir perdón; dejar el paso al cruzarnos en la acera; dar frecuentemente las gracias, es señal de que eres agraciado y generoso. No eres esclavo de nadie por dar siempre las gracias, solo eres feliz de tratar con personas también agradables. La caballerosidad, la cortesía, la elegancia define a la persona.
El hombre, la mujer, en general, ha vivido alguna vez el buen gusto. Por lo menos cuando se han enamorado y, en el proceso de seducción mutuo, cada uno ha puesto su mejor yo: detalles, vestido, palabras amables, halagos, caricias, pensar en el otro, etc. Salvo los borricos.
Es de buen gusto desarrollar la capacidad crítica, pero también la capacidad asertiva, que significa la aptitud para valorar positivamente la realidad; porque lo más común no es la crítica, siempre saludable, sino el critiqueo que no es lo mismo.
Valora a todos, que de cualquiera puedes aprender; observa la personalidad de cada uno y acomódate. Tu mejor forma de ser: saberte adaptar. Con el necio, necio; con los locos, loco. Háblale a cada uno en su propia lengua. Dar buen trato es muy útil. A quien le des buen trato se acostumbrará a devolverte igual. Toda persona tiene un lado bueno y otro malo: aprende a buscarlos. Toma el lado bueno de las personas.
Es bueno que haya coherencia entre tus palabras y tus obras. Es fácil decir y difícil hacer. Las obras son lo más importante en la vida de un hombre, y su palabra es el brillo que las embellece.
Es bueno no alardear de las propias cualidades: la belleza,
la inteligencia, los conocimientos, etc…; pero sí parece justo y razonable
tratar de disimular los propios defectos. En definitiva, huir del
exhibicionismo, ser discreto.
Cultiva
el arte de la conversación
Un hombre de buen gusto no
permite que el silencio reine cuando está con un grupo de amigos; saca
conversación y va hilando un tema con otro procurando que los amigos se sientan
cómodos.
Si hay que cuidarse al
escribir, que da la oportunidad de pensar antes, mucha más atención exige lo
que hay que decir de inmediato. Tienes todo el tiempo para lanzar una palabra,
pero ninguno para recuperarla. Los sensatos controlan bien su lengua y evitan
caer en la maledicencia. Debes hablar con respeto y profundidad, indicando de
ese modo lo ponderado que eres. Para ser acertado, debes adaptarte a la
inteligencia y cultura de quienes conversan.
No seas encerrado, y
escucha a los demás. Es una singular destreza el adquirir sabiduría
gratuitamente, y es lo que logras escuchando mucho a muchos.
Una conversación es agradable y democrática si el tiempo de intervención
de los interlocutores es similar; no hay nada más aburrido en una conversación
que un monólogo interminable. ¡Qué tortura de mono-a/parlante! La brevedad
agrada. Ya
lo ha dicho Gracián: “Lo bueno, si breve,
dos veces bueno. Y lo malo, si poco, no tan malo. Más obra lo sustancioso que
lo farragoso. Es verdad reconocida que el hombre de largo verbo, raras veces es
sabio. Evita empalagar a la gente... Lo bien dicho se dice pronto."
Cuida
la amistad
No hay peor desierto que
vivir sin amigos. La amistad multiplica los bienes y reparte los males, y es el
único remedio contra la adversidad de la fortuna y las penas del alma.
Hay amistades verdaderas
y pasajeras: las primeras por su profundidad, las segundas por compartir algunos
momentos.
Rara vez una persona de
buen gusto tiene amigos ignorantes. Aunque el compartir con uno no significa
intimidad, ya que un sabio puede pasar un buen rato compartiendo la gracia de
un ignorante.
Cuando contradigas a un amigo, hazlo con sutileza y moderación. Quiéralo o no, el que contradice siempre cuestiona el valor de la opinión del otro, y casi siempre lo pone en apuros. Contradecir daña las relaciones entre la gente y destruye los afectos; un "no" endulzado satisface más que un "sí" a secas.
"Llaneza, muchacho; no te encumbres, que toda afectación es mala” (El Quijote, II, 26).
No hay comentarios:
Publicar un comentario