“Cuando no sabe de lo que habla, el
hombre de bien prefiere callarse”.
(Analectas,
XIII, 3; Confucio)
“El silencio
profundo es indicio de voluntades inmutables”.
(Honoré de Balzac, Beatriz, La Comedia humana)
Era
un hombre corriente, una persona cualquiera: Él o ella. Su apodo podría ser
“nadie”. No era reconocido ni famoso fuera de su círculo familiar, de su mundo
cercano. Vivía de su trabajo. Solo poseía la voluntad de un hombre común: ni
héroe, ni antihéroe; y, sin embargo, era una persona valiosa.
En
su cabeza, que bullía sin cesar, recreaba un paisaje de vidas infinitas; vidas
que trascendían la realidad. Tenía una conciencia inquieta, rumorosa; a veces,
pocas veces, atormentada. Era solo un hombre; un hombre solo: consigo mismo,
solo consigo mismo, sin máscaras.
Pasaba
por la vida sigiloso, haciendo silencio. No gustaba de ideas inflexibles ni
dogmáticas; ni de pensar mucho; tenía únicamente unas poquitas ideas, que unía
a una gran curiosidad para observar el fluir de la vida: los instantes, los
detalles, los micro-mundos que relacionaba con la totalidad de la vida. Sin
embargo, era rico de sentimientos que, en ocasiones, entrechocaban; otras veces
se espantaba de la agitada vida social.
Sobre
las seis de la tarde tomaba un café en un acogedor bar al lado de su casa. Allí
conversaba con los amigos y conocidos sentados en círculo, prestando mucha
atención a lo que oía. A veces escuchaba versiones diferentes sobre un mismo
asunto y prefería callar, quedarse mudo; estaba nutriéndose. Meditaba sobre lo
que decían.
Sin
embargo, su silencio no molestaba a nadie, porque los respetaba, porque no
juzgaba. Le encantaba detectar y deshacer prejuicios: argumentos falsos,
infundados. De manera sencilla, sin verborreas, al modo de las personas
juiciosas.
Disfrutaba
con personas de diálogo lento y ameno sobre la vida, sobre “el buen vivir”. En
sus conversaciones no se guiaba por argumentos racionales, sino más bien
intuitivos, emocionales, empáticos. Con todos igual, sin prestar atención a su
posición social: con una sonrisa en la cara, con una mirada clara y expresiva a
los ojos, con palabras amables, medidas, que rozaban como una caricia,
inclinando levemente su cuerpo para expresar cercanía y ternura.
Era
de “decir corto”, escaso de palabras. A veces parecía que su lengua se la había
comido el gato. Por eso, un amigo íntimo que apreciaba sus silencios le decía
con frecuencia: “Hombre palabrero, no es verdadero”. Su presencia era modesta,
mineral; podría decirse que simplemente estaba ahí, ni más ni menos. Sin
embargo, poseía una dulcedumbre que dejaba una impronta cálida, un destello entrañable.
Y resultaba atractivo, magnético.
Sobre
las diez de la noche, después de cenar con su pareja y sus hijos se entretuvo
un rato pasando imágenes del móvil, pero se aburrió pronto. Salió a la terraza
y regó el jazmín y la dama de noche. Se tumbó en la hamaca mientras escuchaba Serenade de Schubert. Una lagartija
reptaba por la pared encalada.
Sus
ojos se enfrentaron a un cielo azul oscuro que se esparcía en todas
direcciones: inmenso, misterioso y puro; envoltura cálida, placenta desde los
orígenes del tiempo. Con la boca abierta, sorprendido. Porque oír en el
silencio de la noche estrellada nos permite ver en la oscuridad. La naturaleza
viva supera en todo a cualquier imagen tecnológica. Y nos retrata, vaya si nos
retrata: somos tan poca cosa frente a la profundidad del cielo; o ante la
belleza, agitada o tranquila, del mar; o en la alta montaña cuando se abre un
paisaje inabarcable; ¡solo equivocadamente creemos tener el mundo a nuestros
pies! ¡qué soberbia la de los seres humanos! Se iban diluyendo sus malestares,
sus contradicciones, que ahora le parecían poco importantes; se armonizaba lo
de fuera y lo de dentro. Se sintió conmovido y alegre, dejando transcurrir el
tiempo: Su alma en calma estremecida.
El
mundo le parecía grande, extenso, inabordable; por eso prefería ir recortando
su ámbito, su espacio de movimiento; y tanto lo disminuía que lograba a veces
reducirlo a su corazón; es donde veía claro, donde descubría algo de verdad,
donde se sentía seguro. En el silencio encontraba la vía para su yo íntimo:
sentimientos propios, ideas libres, gustos personales.
Se
alejaba lentamente de su alma todo el fragor mundano, todo pensamiento vano,
toda fantasía estéril; y recorría desordenadamente, sin palabras, las huellas
de su vida; sentía que su cuerpo y su mundo interior se unificaban; que no
estaba en el vacío sino en la plenitud; que de alguna manera recuperaba la
inocencia primera.
Se
hacía preguntas tratando de comprender al mundo, en busca de un sentido de la
vida. Casi siempre eran preguntas sin respuesta; se le escapaban. Pero seguía
indagando: sobre la soledad, la nada, el vacío, la muerte… No tenía un lenguaje
trazado, protector, para enfrentarse con lo espiritual, con lo subjetivo. Era agnóstico;
huía del lenguaje desgastado de las creencias religiosas y también de los fanatismos
políticos; no hace falta ninguna autoridad religiosa o política para preservar
la autonomía y la dignidad de los hombres. Recordaba un proverbio sioux que
decía que la religión es para quienes tienen miedo de ir al infierno, mientras
que la espiritualidad es para quienes ya han estado en él. Y así, su
espiritualidad laica la alimentaba exclusivamente de su mundo interior, de su
propia conciencia personal, mediante la reflexión vital, las lecturas, las
experiencias artísticas. Solo en su “ética del silencio” encontraba algún
sentido, desparramado entre las palabras.
Y
también porque a algunos hombres, a algunas mujeres, los había visto levantarse
hastiados, hundidos, desde sus propias ruinas; desde su vida limitada:
prisioneros, constreñidos; y, sin embargo, retomar el rumbo de una moral de la
resistencia; engrandecerse, adquirir proporciones colosales; y entonces pensaba
que la capacidad de crecimiento de cada hombre es inagotable.
Sobrevivió
dignamente con una sabia decisión: proteger a los suyos, a todos los hombres
corrientes, en el navegar de la vida, en ocasiones frente al mundo.
“Andaban… se detenían,
hablaban, se
interrumpían, y durante los silencios,
las bocas calladas, sus
almas cuchicheaban”.
(Víctor Hugo, Les
Contemplations, “Bajo los árboles”).
Dicen que no hablan las
plantas, ni las fuentes, ni los pájaros,
Ni el onda con sus
rumores, ni con su brillo los astros,
Lo dicen, pero no es
cierto, pues siempre cuando yo paso,
De mí murmuran y
exclaman:
-
Ahí va la loca soñando.
(Rosalía de Castro)
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