“La ilusión de mi vida ha sido y es ser un
aristócrata de intemperie, un hombre sencillo en lo económico, rico en lo
espiritual, y vivo, moral y físicamente, en el aire del mundo”.
(Hemeroflexia,
Andrés Trapiello)
Teresa tuvo la suerte compartida de conocer a Facundo, un
albañil cuarentón al que contrató para cambiar el cuarto de baño y la solería
de la cocina de su casa junto a su compañero Baldomero, y que venía todos los
días oliendo a perfume. ¡Qué insólito! ¡Qué evocador! ¡Acaso el primer albañil
de la historia que se perfumaba para trabajar! ¡Olía a gloria! Era alto, fuerte,
atractivo; elegante por su belleza, por su forma de pensar, por su manera de
moverse.
De niño Facundo siempre había llevado un libro o una
carpeta entre las manos. Le daba compañía frente al mundo. Era un excelente
estudiante, pero al morir su padre cuando él tenía dieciséis años y ser el
mayor de sus hermanos no tuvo más remedio que hacerse cargo del mantenimiento
de la casa. Por eso, se fue de obrero de la construcción con su tío que era
encargado de obra. Poco tiempo después de casarse, dejó el equipo provincial de
fútbol en el que jugaba. Los fines de semana iba de camping con su mujer y sus dos
hijos, una chica y un chico.
Se ponía, para ir al trabajo, un perfume refrescante, con aceites
esenciales e ingredientes de mandarina, menta verde y cedro, de un olor ligero
y limpio. ¿Quería tapar el olor a sudor? ¿Estaba enamorado? ¿Tenía un alto
concepto de sí mismo? A los pocos días de trabajar allí, cuando Baldomero
delante de Teresa lo tildó de cursi, Facundo respondió: “Hay que salir llorado de
casa. Ponerme unas gotitas de perfume me da alegría. Salgo a la calle a comerme
el mundo.”.
Los
hombres y las mujeres, vistos sin pasión, somos personajes cómicos que avanzamos
a trompicones por la vida. Pero Facundo no era un hombre común y corriente. Era
un hombre singular, único; fiel a sí mismo, libre. Por la noche miraba a las
estrellas fugaces y pedía siempre el mismo deseo: que la belleza impregnara su
vida, su destino.
Con veinte años, hastiado de “hacer lo que no le apetecía”
y de “no hacer lo que le apetecía”, Facundo se fue creando su propio mundo
ideal, invirtiendo los términos: “haré lo que me apetezca” y “no haré lo que no
me apetezca”. Decía: “Por no dar cabida en mi vida a los deseos yo no he sido
quien quiero ser”. Y así, observaba que algunos hombres, por debilidad de
carácter o por dependencia afectiva de otros, hacían lo que no les convenía.
Otros estaban demasiado pendientes de los demás, como si la vida fuera un baile
de sociedad en el que uno tuviera que triunfar. Adulando para recibir halagos. Entonces
recordó lo que le decía una tía mayor: “Hay que cuidarse de los halagos de otras
personas. Yo acaricio a las gallinas antes de retorcerles el pescuezo”.
Se horrorizaba de la guerra, de la pobreza extrema junto a
las grandes fortunas, de las enfermedades… ¡Basura, mucha basura! Y no era
capaz de encontrar sentido. Solo le quedaba un camino: expurgar la miseria del
mundo y aferrarse con fuerza a los restos de belleza que en el mundo hubiera.
Los poetas decían que la poesía estaba en el mundo. Se equivocaban. Lo que
estaba en el mundo era la belleza. Había leído al filósofo George Santayana que
decía: “Es posible vivir con nobleza en este mundo con tal que vivamos
idealmente en otro”. Y eso hizo: Crear su propio mundo.
Un
mundo que diera prioridad a los deseos, a los impulsos que despiertan las ganas
de vivir y convierten algunos momentos en instantes divinos. El deseo no es un
lujo, es una pasión, una agitación del alma; es responder a una necesidad, a
una carencia, a una falta de algo, quizá de sentido; no por hedonismo egoísta e
insolidario, sino por supervivencia. Además, no eran solo deseos primarios
(comer, follar, acumular, dominar, etc.), sino también anhelos, aspiraciones de
orden superior, relacionados con la belleza.
Decía que la gracia de la vida
consistía en tener un trabajo digno, una afición que satisfaga tu gusto y una
almohada de calidad para reposar la cabeza. Facundo se reía, cuando Baldomero,
más flojo que un “muelle guita”, hablaba de montar una asociación de
“desganaos”, de gente sin ánimo de “na”. Por el contrario, Facundo hacía su
trabajo gustoso, con ganas, con responsabilidad. Recordaba lo que decía Juan
Ramón Jiménez: “Una mecanógrafa, ¿no puede realizar con sus dedos algo tan
pulcro, tan exacto, tan bello como un pianista en una sonata?
A la entrada, a media mañana y a la salida de su horario
laboral mantenían charletas que les permitió ir conociéndose poco a poco. Teresa,
todas las mañanas, antes de que ellos llegaran a su casa, se pesaba para comprobar
si estaba en su peso ideal, se miraba en el espejo del armario del dormitorio
para asegurarse de su aspecto saludable y se perfumaba. Y los recibía de manera
amable, simpática, atractiva. Baldomero percibía cierta cercanía juguetona
entre Teresa y Facundo. Ella, en el tentempié del viernes de la tercera semana
de trabajo, les regaló una botella de buen vino a Baldomero y una gorra color
camel a Facundo. Éste, confuso, imitando a Chéjov, le dijo a Baldomero ya en
privado que le hubiera gustado una esposa que fuera “como la luna”, que desapareciera
a intervalos. Porque hay amores secretos que duran toda la vida, por debajo o
por encima de los otros.
Baldomero,
que era un hombre prosaico y vulgar, no tonto, pero sí poco cultivado, le contó
a Facundo que conquistó a “la abuela”, así llamaba a su mujer, comprando “Perfume Rompebragas, Désir Éternel Homme”,
con aromas afrodisíacos que añaden feromonas, sustancias químicas que actúan
sobre el sistema nervioso y, aunque su percepción es inconsciente, el olor
llega al cerebro, despertando emociones y reacciones fuertes. Fue su estrategia
de seducción para estimular el deseo sexual de “la abuela”.
Teresa,
que sabía por el mismo Facundo que era un amante de las flores, compró unas
orquídeas violetas que colocó en un jarrón chino de porcelana encima de la mesa
de la cocina dónde celebraban la agradable cuchipanda a mitad de la mañana.
Mientras Facundo bebía una cerveza, se alejó un trecho de Baldomero porque olía
mucho a sudor hormonal, como de adolescente. Este, que lo notó, rascándose la
cabeza con una cucharilla, le dijo: “¡Si los albañiles no sudan!”. Facundo estalló
en una carcajada y dijo aplicando el principio de economía del lenguaje “No ni
na”.
Facundo
jamás quiso ser un filisteo, una persona de espíritu vulgar, de escasos
conocimientos y con poca sensibilidad artística o literaria. Defendía el
derecho a la diferencia de todo ser humano. Por eso, quiso educar su mirada de
modo selectivo y autodidacta para escudriñar en la vida exclusivamente la
belleza. La hermosura de lo bello que proporciona una sensación de placer, un
sentimiento de satisfacción; el equilibrio y la armonía de la naturaleza, de lo
humano, de lo atractivo; perfección que combina en las personas “belleza
interior” (elegancia, encanto, inteligencia, integridad) y “belleza exterior”
(salud, sensualidad, simetría). Por eso, Baldomero le decía: ¡Facundo, que
profundo, tan rotundo!, porque nunca renunciaba a sus deseos.
Huía de las palabras grandilocuentes, de la elocuencia
pomposa, de las mayúsculas. En vez de felicidad, prefería bienestar; en lugar
de amor, cariño; mejor el encanto a la belleza pura. Y así Facundo decía que la
belleza sublime lo aturdía; que prefería la belleza impura, contaminada, sucia;
la delicadeza de las pequeñas cosas; el minimalismo. Y así, mientras trabajaba
tarareaba canciones o escuchaba música clásica en un transistor que portaba en
su maleta de herramientas. Su gusto por la música había crecido por su amistad
con un colega que en su tiempo de ocio labraba instrumentos de música
medievales. Aunque escuchaba música de todo tipo, sus preferidos eran los Nocturnos de Chopin y el Concierto para piano nº 2 de Rajmáninov.
En casa, era un lector consumado de aforismos y novelas policíacas, porque
decía que deseaba avivar su imaginación, descubrir lo que de novedoso hay en lo
rutinario y vislumbrar los secretos más profundos de la vida. De vez en cuando
escribía para sí mismo, no sabía si eran poemas.
El eslogan que resumía la filosofía minimalista era la
famosa paradoja “menos es más”. Aunque a Facundo le gustaba decir “el na le ha
ganado al to”, venciendo al triste “to pa na” de Baldomero. Y ponía como
ejemplo, personificando, al bíblico David cuando venció al gigante filisteo
Goliat con una piedra y una honda, y después con la propia espada del gigante
le cortó la cabeza. ¡El pacifista bíblico David! Porque el encanto de lo
pequeño consiste en negarse a ser grande. Cuanto más contenga una obra de arte,
añadía Facundo, ya sea una pieza musical o literaria, peor será. Claridad y
sencillez son los principios del arte, decía. “Menos es más”.
Al día siguiente de haber acabado la obra, Facundo se dejó
caer con un ramo de rosas. Llevaba una dedicatoria que decía: “¡Espléndida
Teresa!, ha sido un placer conocerte. Tienes mi número de teléfono. Todas las
tardes, sobre las seis, acudo a tomar un té en la cafetería “Coco Chanel”. Firmado: Facundo”. Teresa
les abonó su correspondiente salario con un agradable sobresueldo. De Baldomero
se despidió dándole la mano y a Facundo le dio dos besos en la mejilla en un
intenso abrazo.
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